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Cómo elegir un juez de la Corte

marzo 27, 2024

(Reflexiones no solo para presidentes y senadores)

I. Un presidente ante la posibilidad de designar 

1. El presidente ante la vacante

Supongamos que un presidente (o presidenta) de la Nación se encuentra en la situación de tener una o varias vacantes en la Corte Suprema de Justicia. Cree hallarse en un momento excitante de su mandato. De contar con el acuerdo del Senado, designará un juez que integrará hasta cumplir los 75 años el Tribunal que resuelve los más relevantes casos judiciales y cuyas doctrinas inciden en la definición de los principios que rigen la vida social.

Su primera intuición es que se trata de un tema placentero y simple. Tiene que elegir a un buen jurista o a un buen político con sensibilidad jurídica. Cree que el asunto le llevara una mañana. Tal vez alguna consulta.

Comienza preguntándose por las competencias de la Corte y su práctica. Consulta con sus asesores en derecho. Recibe respuestas que difieren. Paralelamente solicita a sus colaboradores que le sugieran nombres y le den fundamentos de la elección. La cantidad de personas que sus allegados creen que son adecuados para el cargo lo abruma; sobran nombres, pero cuando les pide que le expliquen por qué los creen buenos candidatos, salvo excepciones, se repiten: “es una gran jurista”, “sabe mucho de derecho”, “será un buen juez”. Alguno susurra, “es amigo” (el presidente ni lo escucha).

Nuestro imaginario presidente advierte ahí que ejercer esa competencia adecuadamente no será tan sencillo.       

Mucho se ha escrito sobre la Corte Suprema como órgano. Sobre sus facultades, los orígenes y la evolución de la competencia que se le atribuye de revisar la constitucionalidad de las leyes en las controversias entre partes contenciosas. También sobre sus aciertos y errores. Y, menos, sobre los límites de sus competencias. 

Hay literatura sobre la remoción de los jueces de la Corte.[1] Pero, al menos en la Argentina, es escaso el debate y poco lo escrito sobre el modo de elección de un juez de la Corte.

Es curioso que tan importante decisión no haya sido motivo de análisis por los juristas, valoración por los politólogos y, especialmente, reflexión por los políticos, que son los que ejercen la competencia.

La razón probablemente sea que desde mediados del siglo veinte la función judicial es cada vez más descripta por los académicos como un ejercicio técnico, neutral desde el punto de vista de los valores o las preferencias políticas (en sentido amplio), y que requiere un saber sofisticado, alejado no solo del conocimiento de las masas, sino también de los dirigentes políticos a los que, sin embargo, la Constitución les encarga no solo la designación de los jueces de la Corte, sino también la elaboración de las políticas legislativas y ejecutivas sobre aspectos tan relevantes como la salud, la educación, el bienestar económico, la demografía o la seguridad, sobre las cuales, esos jueces juzgarán las controversias que con posterioridad se susciten. Los políticos serían entonces versados para todos esos asuntos, pero que tendrían vedado el saber jurídico, sea lo que esto signifique.[2]

Esta descripción es difundida por muchos académicos como refiero en la nota a pie anterior, y, lamentablemente, parece ser aceptada por la sociedad. Esa descripción de los académicos sobre el rol de un juez, y en particular de un juez de la Corte es falsa. Y ese es uno de los puntos por cuales el tema que propongo discutir es muy importante.

Cuando empecé a escribir este texto pensé que sería breve y que solo intentaría interesar al lector político, jurista u observador a que reflexione sobre el asunto. Pero al correr de la escritura advertí la cantidad de puntos que deben ser tratados con materias tan complejas -y sobre las que se ha dicho tanto- como la definición del concepto del derecho, la función de los jueces, la distribución constitucional de las competencias y su significado político en la confrontación de intereses entre clases sociales, grupos de poder económicos, religiosos, entre muchos otros. En lo que parece más técnico pero que tiene un enorme contenido político, es fundamental el concepto de legitimación activa y de causa, pues eso hace a la extensión de las competencias de la Corte. También la Corte es uno de los modos en que la Argentina se vincula con el mundo al aplicar los múltiples tratados que el Poder Ejecutivo suscribe y el Congreso aprueba.  

Obviamente, no pretendo tocar todos estos temas.

2. ¿Es un mérito no conocer al futuro juez?

Volviendo al tono introductorio de estos párrafos, más allá de cualquier discurso en contrario, las elecciones de los candidatos a la Corte han tenido causa, en la mayoría de los supuestos, en consejos de terceros respecto de abogados o jueces cuyas ideas los presidentes electores dicen no solo no conocer, sino que tampoco conocían a los futuros jueces.

Más aún, ese desconocimiento es generalmente exhibido como un mérito: “jamás hablé con el futuro juez de la Corte a quien ni conozco” es una frase común de los presidentes, a la que me pregunto si cabe agregar o inferir “y tampoco he leído sus textos o sentencias”.

La conclusión es que el mensaje del presidente de turno sería: “designo a tal, a quien no conozco ni he leído, porque terceros me han dicho que es un “jurista sabio» y será un buen juez de la Corte”.[3]

3. ¿La Constitución es lo que los jueces dicen que es?

El debate sobre la designación no hace centro en la futura función del juez. Eso ocurre porque no hay cabal conciencia de cuál es esa función y, en particular, la función política de la Corte de ser parte del Gobierno de la Nación y su relevante rol de contribuir a la Unidad Nacional asegurando la aplicación uniforme del derecho federal. Ser parte de un proyecto colectivo, cumpliendo un cierto rol. De ordinario acompañando, y en ocasiones llamando la atención. Por cierto, puede haber otras posturas. Se expande la idea de que la Corte debe ser un lugar de libres pensadores que dicten sentencias según sus ideas y preferencias jurídicas (que conllevan obviamente valores) sin preocuparse de las consecuencias. Creo que es una postura interesada, y errada.  

La Corte, a mi juicio, no debe ser un contradictor intelectual o moral de las decisiones mayoritarias. Puede serlo en caso de violaciones a derechos individuales asegurados en una garantía federal o ante disparates (subrayo el concepto) de los órganos políticos. Su rol principal, en mi criterio, no es ser árbitro de la extensión de las facultades de los otros poderes. Puede, tal vez, tener que expedirse para resolver un caso sobre ese aspecto y debería tratar de evitar ese punto, tratarlo solo si es imprescindible para restaurar un derecho claramente avasallado o corregir, reitero, una decisión que no puede ser convalidada bajo ninguna interpretación plausible de la Constitución, en sentido estricto. Pienso que el principal rol de la Corte es justamente aplicar las normas que emanen del Congreso. No es una tercera cámara. No debe legislar. La Constitución no es lo que dicen los jueces. Es, por regla, lo que dice la mayoría. Por su puesto, si la mayoría realiza una interpretación manifiestamente incompatible con la Constitución los jueces deberán ante el reclamo del afectado, restaurar la garantía. Ahora bien, aparecen tres puntos conflictivos: cuándo se da esa incompatibilidad, quién puede pedirla y cuál es el efecto si el juez la declara.   

La aguda reflexión filosófica de la corriente llamada realista en los Estados Unidos a principios del siglo XX, cuyo mayor referente fue el juez Oliver Wendel Holmes ha sido banalizada en el debate político, y así se llega a decir con sentido prescriptivo “la Constitución es lo que los jueces dicen que es”. Así dicho, es una estupidez.

Por supuesto, no es lo que dijo el brillante juez Holmes. Pero en la discusión social se lo refiere con insistencia y como prueba de la autoridad de los jueces. No como un método de análisis, de la visión de la realidad judicial con los “ojos del hombre malo”, de descripción o de modo de estudiar una situación dada.         

Pongamos esa idea en un diálogo imaginario en el trámite del acuerdo senatorial ante la designación del candidato del Poder Ejecutivo:

Señor senador: Dígame señor candidato a ocupar un lugar en la Corte Suprema, ¿qué es para Usted la Constitución?

Futuro juez de la Corte: La Constitución es lo que a mí y a mis colegas de la Corte se nos ocurra decir luego de que Usted y sus colegas me den el acuerdo.

Si esta fuera la atribución de poder que la sociedad le da a los jueces, la reflexión previa debería ser muy cuidadosa. Obviamente, no creo que la Constitución sea lo que a los jueces de la Corte se les ocurre que es. Pero igual me parece que es muy importante reflexionar sobre a quién se designa y bajo qué criterios y método.   

Omito el supuesto de la designación de determinada persona porque el presidente o sus consejeros creen que fallará lo que ellos le pidan, es decir, un juez dócil al telefonazo. Al describir la escena imaginaria, el presidente ni escuchó al asesor que ponderaba al candidato porque “es amigo”.

No niego que puede haber ocurrido, y cada uno podrá pensar algún ejemplo desde el siglo XIX, pero no me parece que sea lo habitual y resulta una patología de grave corrupción moral y material que no entra en el ámbito de la materia que quiero poner en debate.

4. Un buen jurista que será un buen juez

La síntesis de esta introducción es que los presidentes nombran, habitualmente, a abogados o jueces que terceros se los describen como “buenos juristas que serán buenos jueces en la Corte”.

Y, agrego, “que comparten nuestros valores”: los del consejero y el presidente aconsejado. O al menos estos así lo creen.

Con esto, parece que la sociedad se conforma porque no es mucho más lo que se discute.

En los últimos años, se agregó un análisis de sus conductas previas, más bien referidas a generalidades, en muchos casos relevantes y en otras no.

El punto relativo a los valores no es expuesto, o al menos no lo es con la claridad que debería. Se mezcla en la crítica o ponderación de las conductas del pasado. Tal vez hay prurito en abordarlo porque rompe el paradigma del juez neutral que solo “deberá aplicar la ley y la Constitución”, y eso es algo postulado como tan objetivo como resolver un problema matemático. Entonces, no hay que preocuparse, y ni preguntemos: si es buen jurista, será infalible.

Luego de la postulación presidencial los medios de comunicación hacen un análisis del currículum del elegido. Casi puede decirse que lo pesan: cuentan los libros, las conferencias, los artículos y sus éxitos, si son abogados, o las sentencias renombradas si son jueces. Se mide la cantidad, no la calidad. Las instituciones académicas normalmente aplauden al elegido, de ordinario una persona que integra ese círculo. En algunas situaciones, casi un amigo.

Este proceso previo surgió en los últimos años, a partir de la mala gestión de la Corte de los ’90 presidida por los jueces Julio Nazareno y Eduardo Moliné O´Connor, removida por juicio político o por renuncias provocadas por la iniciación de ese proceso parlamentario. El presidente Néstor Kirchner estableció entones en 2003, en base a una propuesta de varias organizaciones no gubernamentales, un proceso de evaluación pública de los candidatos que se desarrolla antes de la designación presidencial y el acuerdo senatorial.[4]  

Fue una decisión acertada que habilita un cierto debate público respecto de los elegidos. Permitió que algún tema controvertido, como por ejemplo el aborto o el pago de impuestos por los jueces, fuera motivo de debate público ante el Senado.

Pero ese procedimiento, que estaba seguramente inspirado en los debates que en algunas ocasiones se dan en los Estados Unidos, en la Argentina no se centró en las ideas de los nominados respecto de su futura función, sino en encontrar en sus historias académicas o profesionales razones para atacarlo, aun por temas no directamente vinculados con sus posiciones respecto de la actuación futura en la Corte.

La discusión sobre la idoneidad del candidato, cuando se dio, muchas veces reprodujo la confrontación política entre oficialismo y oposición, sin relación con el modelo de Corte Suprema que el futuro juez podría contribuir a conformar. O en aspectos de su pensamiento vinculados a temas confesionales o personales.

Al momento de escuchar las ideas sobre temas relacionados con las competencias de la Corte, en alguna ocasión se llegó a afirmar que no podría contestar por el riesgo de colocarse en situación de prejuzgamiento.

Semejante afirmación es desacertada. Remite a la errada y antidemocrática consideración de que el derecho es un tema de pocos elegidos, casi misterioso.

La elección es entonces de una persona, cuyas ideas no se expresan.

Las autoridades políticas, electas por el pueblo, al designar al juez de la Corte le estaría diciendo: cuando sentencie, sorpréndame. O, tal vez, enséñeme. Este es un punto central que motiva este texto.  

Obviamente, está muy bien el control de la rectitud moral del candidato, y si bien la tensión política parece alejar la objetividad en la crítica, si hubiera buena fe e inteligencia en la crítica no sería un obstáculo para lograr un debate robusto. Pero, reitero, creo que el debate casi nunca hace centro en aspectos relevantes de la función de la Corte y, por ello, del futuro integrante.           

En definitiva, la afirmación “buen jurista que será buen juez de la Corte” no dice nada.

O puede decir demasiadas cosas, que sería bueno aclarar. Su rectitud anterior en el pago de los impuestos, el currículum de antecedentes académicos, etc. es una condición relevante en algunos aspectos, pero existen otros aspectos que son fundamentales y más relevantes que alguna erudición académica, que resultan soslayados en la práctica constitucional de designación.

Tampoco es pertinente la alusión a que “necesitamos un laboralista” o “a la Corte le falta un penalista”, cuando por regla la Corte tiene vedada la competencia de interpretar el derecho común (art. 75 inc. 12, C.N.). Tampoco creo que el sexo sea una condición preponderante. Ni la provincia donde nació.

Que exista un debate frutífero depende, como es obvio, de que exista un concepto claro de qué Corte quieren los políticos y la sociedad, y, por tanto, qué pretenden que haga la Corte. Mejor dicho, que ese tema esté presente y se expresen los diferentes puntos de vista sobre el modelo de Corte.

Dicho de otro modo, de qué idea de Corte tiene y quiere el presidente que designa, para lo cual fue electo por el voto popular. En todo caso, negociando con otros partidos para lograr el voto de las dos terceras partes de los senadores. Los dos tercios requeridos por la Constitución deben entenderse no como un obstáculo superior que dificulte la discrecionalidad, sino como la suposición de que además de un programa de gobierno, el presidente tiene una idea de país que comparte y logra el consenso de un conjunto tal que reúne semejante mayoría senatorial.

Entonces, el quid es qué idea de Corte tienen y quieren los políticos. Si es que tienen alguna.

5. Cortes y golpes de Estado

Omito, en principio, en las reflexiones las designaciones de jueces de la Corte durante las dictaduras nacidas de golpes militares, luego de remover a escobazos y plomo a la precedente, de origen democrático.

La Corte de 1930 no fue removida, porque el gobierno de facto logró un pacto con ella, que lo reconoció como legítimo, y, como contrapartida, el presidente José Félix Uriburu le concedió al tribunal la facultad de designar a su presidente, modificando la práctica constitucional iniciada con Bartolomé Mitre que copiaba el sistema de los Estados Unidos. ¿Fue ese pacto de la Corte con Uriburu el inicio de la autarquía judicial?

El gobierno nacido del sangriento golpe de 1955 sí cambió la Corte, con argumentos realmente insólitos, como mucho o casi todo lo que salió de esa gestión, que hasta abrogó una reforma constitucional con un bando militar. Lo mismo ocurrió en 1966 y en el nefasto 1976. Seguramente, no ocurrirá nunca más.

Este recordatorio de que muchas veces la Corte fue integrada por jueces designados por presidentes originados en la fuerza y no en el voto popular permite señalar un punto que a veces no se hace notar. Y es que cuando se cita un fallo de la Corte hay que advertir quiénes lo firman y cuál es su origen. Porque la Corte no es un ser único, con un siglo y medio de vida, sino un órgano integrado sucesivamente por diferentes jueces.

Hubo muchas cortes. Muchas de ellas conformadas ilegítima e inconstitucionalmente. Otras con el vicio de la proscripción del Peronismo. No digo que no pueda haber sentencias de interés nacidas de esos procesos, dadas por juristas inteligentes. Pero creo que siempre es relevante tener presente el origen. No debe ser soslayado. Porque el derecho no es un saber objetivo ni una ciencia exacta. Y tampoco lo es la actividad jurisdiccional. 

II. Competencias jurisdiccionales y funciones políticas de la Corte, tradicionales y nuevas. Las funciones vinculadas al gobierno y su rol para asegurar la Unidad Nacional. ¿Cénit de interpretación constitucional? El concepto de causa y la legitimación activa  

1. Introducción  

La selección de un integrante de un órgano supone conocer cuál es su función.

Es un tema complejo. Se ha escrito y se escribe mucho, tal vez no tanto en la Argentina con sentido descriptivo y aun crítico sobre las funciones jurisdiccionales y políticas de la Corte, las tradicionales y las que ha asumido en las últimas décadas. La mayor parte de la literatura es de análisis jurídico, casi descriptivo, de las sentencias. En general con tono elogioso, a veces reverencial. Esto es parejo en juristas, políticos y medios de comunicación.  

Quiero desde ya introducir un aspecto de las funciones políticas de la Corte que es para mí la más importante; me refiero a garantizar la aplicación uniforme en todo el país del derecho federal. Es un rol primordial para asegurar la Unidad Nacional, que es uno de los grandes objetivos no solo de la Constitución, sino de la Nación como unidad política y del Pueblo que la habita.

Conlleva un rol político claro de la Corte -y de todo el Poder Judicial de la Nación- de ser parte del gobierno de la Nación en la consecución de un programa común.

Esta función a veces es soslayada, menospreciada o, directamente, desconocida. Haré alguna referencia más extensa más adelante.

Por otro lado, aparece la función de ser “el máximo intérprete de la Constitución”, afirmación que se repite como un dogma y que, si no se efectúan varias aclaraciones, no tiene fundamento ni en el texto ni el concepto de reparto político de la Constitución.

Es una frase que parece tener autoridad y se la ha repetido tanto, aun en los fallos, que pasó a ser un dogma. Supone que los tres poderes clásicos no están en equilibrio, sino que hay uno que es el cénit de la interpretación constitucional. Esto puede ser cierto si se limita la facultad de los jueces a los “casos”, los procesos judiciales. Y no se lo extiende a todos los asuntos.[5] Si esto es así, la clave es definir qué es “caso”, y para ello es decisivo entender quiénes pueden demandar qué cosas ante los jueces y cuál sería la contraparte. En palabras de los juristas, los conceptos de “caso”, “legitimación activa”, “pretensión”, “legitimación pasiva” y “efecto u oponibilidad de la sentencia”.

Adelanto que sería mucho más frutífero que el presidente y los senadores se pregunten y le pregunten al candidato por estos conceptos antes de, por ejemplo, saber si quiere o no pagar el impuesto a las ganancias, que en definitiva es una decisión del Congreso.    

2. Algunas dificultades para elaborar una visión crítica: volumen de causas

A diferencia de otros países, como los Estados Unidos, salvo pocas excepciones no es usual la crítica jurídica de los fallos de la Corte o de sus roles y funciones políticas.

Tal vez a partir de los años ’90 comenzó una crítica más bien política sobre la Corte presidida por Nazareno que decantó en los juicios políticos de 2001 y 2003.

Actualmente existe también un debate, en el que prefiero no ingresar. Aun cuando tengo opiniones, en este texto evitaré la discusión, no porque soslaye su relevancia, sino porque me interesa escribir sobre otro aspecto de la relación entre la Corte y la política.[6] Mi intención es llamar la atención sobre los aspectos que deben tenerse en cuenta cuando un presidente elige un juez de la Corte, no predicar para que elija este o aquel modelo. En cualquier caso, obviamente tengo valoraciones y preferencias que seguramente aparecen en el texto.

Insisto entonces en que no hay una tradición de análisis crítico de las doctrinas que la Corte va estableciendo como sí se advierte en los Estados Unidos respecto de su Suprema Corte. La referencia a las doctrinas de la Corte argentina por jueces, abogados, la misma Corte o los políticos, en la mayoría de los supuestos es análoga a la alusión a textos revelados que, con el tiempo, se transforman en canónicos.  

Es posible que el volumen de sentencias que emite la Corte argentina dificulte la crítica. Son cientos de sentencias que abarcan muchos temas, tanto constitucionales y federales como de derecho común (aunque sobre esta materia la Corte no debería opinar).

En muchos casos aparecen párrafos con ideas o doctrinas –a veces obiter pero otras veces integran efectivamente el razonamiento que funda la decisión- pero que luego no son seguidos en otros fallos o, aun, se los contradice. De ese modo no es tan fácil identificar las líneas de pensamiento que, por otro lado, no solo se deben extraer de lo que la Corte dice, sino también de lo que no dice. Esto último, muy relevante en términos políticos y que hace también a la conducta institucional del Tribunal.

Todo esto hace que no sea tan clara la conformación de las doctrinas que la Corte va construyendo al resolver las controversias y que debería ir marcando un punto de vista sobre la aplicación de la Constitución. Esas doctrinas, a la par, expresan los valores que los jueces quieren aportar o imponer a la sociedad y a los demás órganos constitucionales.

La cantidad de decisiones en una enorme variedad de temas, la profusión de votos particulares, y su extensión a veces innecesaria, conlleva a que las doctrinas muchas veces queden difusas.

Ahora bien, no parece haber dudas de que esas decisiones expresan valores. Tal vez la omisión de su exhibición antes de la designación tenga su correlato en cierto ocultamiento durante el ejercicio de la función.

Tomando como ejemplo para la comparación el caso de los Estados Unidos, al ser menos las sentencias, es más fácil reconocer las doctrinas, sus modificaciones y discutir sus valores. La limitación de casos supone también funciones diferentes de cada corte.

La Corte argentina en lo procesal actúa simultáneamente como corte constitucional, como casación de derecho federal y como única instancia cuando una provincia o la Ciudad de Buenos Aires es parte y la materia predominantemente federal, o si dos provincias o una provincia y el Estado Nacional son parte, cualquiera fuera la materia. Además, como una suerte de tercera (o cuarta) instancia en temas de derecho común -aun cuando la Constitución lo prohíbe- mediante la doctrina de la arbitrariedad.

La Suprema Corte de los Estados Unidos, en vez, selecciona sus casos exclusivamente de temas de derecho federal, son muchos menos e interviene de ese modo con una voz clara en el debate político sobre los temas que elige. Se dice que alguna vez se discutió en los Estados Unidos la obligatoriedad de la Corte de tratar todos los casos, es decir, reconocer una suerte de derecho del litigante a la resolución fundada del caso federal que pudiera presentar. Obviamente, fue desechada. Ese debate también aparece en Argentina cuando se critica la posibilidad de la Corte de declarar inadmisible un recurso con la sola adjetivación de ser tal, fundado en lo prescripto en el artículo 280 del Código Procesal. Creo que es una exigencia incorrecta. Es preferible que la Corte tome solo algunos casos y los estudien y resuelvan los jueces, no sus asesores. También que pueda callar para mantener vigente una decisión que no desea convalidar por sus fundamentos, pero que tampoco considera prudente revocar. Ello, entre otros motivos.

La Corte argentina también selecciona, pero, reitero, con un volumen de pronunciamientos enorme. Al punto de que es muy difícil, sino imposible, que cada juez pueda analizar la decisión en cada caso, por lo que son, en cierto modo, gestores de equipos -cada vez más numerosos- en los que delegan los asuntos que no consideran de especial relevancia. Existe así una parte de la producción del tribunal que no es, digamos, artesanal.[7]

Esta tendencia se ha visto incrementada en las últimas décadas. La comparación entre la cantidad de casos fallados por la Corte designada por Raúl Alfonsín y el número de asesores letrados de entonces con la actual, demostraría un aumento que llamaría la atención.

Lo anterior pretende ser solo una descripción. Conlleva valoraciones según cada uno interprete cuáles deben ser el modo de funcionamiento del tribunal. 

3. Primera mención del problema de los jueces emitiendo reglas generales

Siendo un tribunal, parece de Perogrullo decir que su función es la de “dirimir controversias entre partes adversas”, según la definición clásica de la misma Corte y lo que prescribe la antigua ley 27.

Esto significaría que la Corte solo debería resolver controversias y que sus decisiones serían solo oponibles a las partes que intervienen en el proceso, ofrecen prueba, alegan, etc., esto es que, en definitiva, ejercen el derecho de defensa.

También cabría inferir que la Corte, como cualquier juez, no podría establecer reglas generales, fuera por sanción o por abrogación.

La prohibición a los jueces de dictar normas de alcance general, es decir, legislar, no es un tema nuevo y resulta de la mayor importancia.[8]

Cuáles deberían ser y cuales son efectivamente las funciones de la Corte y la actuación del juez que la integra, modifica radicalmente la elección del magistrado. Exige determinadas cualidades para cierta función, y otras si esta cambia. Naturalmente, el presidente debe contemplar qué Corte pretende, lo que supone una idea de cuáles deberían ser sus facultades, pero al designar no puede obviar cuáles son las que efectivamente realiza.

Retomo el punto sobre los efectos de la decisión de la Corte. Siendo un Tribunal que dirime una controversia, la decisión debería quedar constreñida a las partes, pero no es así. Los fallos de la Corte siempre expresaron “algo más” que la resolución de una controversia. Antes de ingresar en lo medular de este asunto, una breve síntesis para recordar las materias que trata la Corte puede ser útil. Quien las conozca, puede salteara el apartado.

4. Derecho federal, derecho común por vía de arbitrariedad y competencia originaria

En apretada síntesis y obviando matices, la Constitución prescribe que el Poder Judicial de la Nación resuelve las controversias regidas por el derecho federal, que es el que establece el artículo 31 de la Constitución, es decir, la misma Constitución, los tratados con otros países y las leyes federales. No son federales en este sentido -aunque sí rigen en todo el país- las normas que integran los llamados códigos de derecho común (civil, comercial -los concursos y quiebras merecen una aclaración que extendería este texto-, laboral, minería y de la seguridad social). Tampoco el derecho público provincial. Ni los tratados entre las provincias, aun cuando la Corte, en los últimos años, en muchos fallos refiere a una doctrina o institución no tradicional, el “federalismo de concertación”, que por el modo confuso en que es expuesta puede aparecer a veces como derecho federal.[9]   

La aplicación del derecho común queda reservada a los jueces provinciales y, en principio, prohibida para los jueces federales, concepto que incluye a la Corte. La excepción es cuando los jueces federales y la Corte intervienen en casos regidos por el derecho común en razón de las personas, es decir, porque alguna de las partes es un órgano federal o una persona con derecho al fuero federal.

Por último, si la controversia es de derecho federal y una de las partes es una provincia o aún si es no es derecho federal pero la controversia se suscita entre dos provincias o una de ellas y el estado nacional, el tribunal competente es la Corte en instancia única (originaria).

La Corte, con cierto afán expansivo de sus facultades, primero respecto de las atribuciones jurisdiccionales de los jueces provinciales y federales inferiores y, luego, de los órganos políticos, ha creado la doctrina de la arbitrariedad, mediante la cual interviene discrecionalmente -aunque de ordinario razonadamente- en temas de derecho común o local. El argumento constitucional es que no lo hace para aplicar el derecho común o local, sino para subsanar graves vicios del proceso o de la sentencia que afectan la garantía constitucional al debido proceso adjetivo. Pero, en los hechos, marca una línea jurisprudencial o una mirada al menos, sobre instituciones de derecho común cuya interpretación y aplicación, prima facie tiene vedada (art. 75 inc. 12 C.N.).[10] No obstante, hay que decir que más de una vez la doctrina de la arbitrariedad es una bendición ante graves errores de jueces inferiores.  

Lo anterior merece muchas aclaraciones y debate. Lo expongo porque creo que resulta útil para entender el núcleo de esta nota. Debatir respecto de la función de un juez de la Corte conlleva supone conocer los rasgos básicos de su competencia jurisdiccional formal.

5. Efectos de una decisión de la Corte sin consecuencias políticas

Serán oportunos unos párrafos sobre los efectos de las sentencias de la Corte.

La importancia de la decisión de la Corte sobre un tema jurídico es tal que supone establecer una suerte de casación en los temas de derecho federal.

En otros supuestos la controversia puede haber puesto en debate un principio o un valor que al sentenciar los jueces consideran fundamental y que, además, entienden que la Constitución prescribe su aplicación. De ese modo contribuyen a reafirmar o imponer ese valor o principio.

Pero también ha habido casos, y esto con mayor frecuencia en los últimos veinte años, donde ha confrontado con las atribuciones de un órgano político nacido del voto popular.

Por fin, muchas veces -la mayoría- convalida de modo afirmativo o tácito (el importante rol de la Corte al “no hacer”).

Tomemos la primera enunciación, la más general referida a la función de casación en derecho federal, sin efectos políticos del tipo de los descritos en los demás casos.

Esa influencia de las decisiones de derecho federal se fue extendiendo a temas de derecho común, a pesar de la restricción citada (art. 75 inc. 12 C.N.). En estos casos la Corte ingresa por vía de la doctrina de la arbitrariedad por lo que, como regla, más que establecer una doctrina positivamente lo que debería hacer es descalificar la que sustenta la sentencia que revoca, pero de hecho afirma una interpretación sobre el derecho común.

Esa casación de hecho en casos de derecho común y federal se produce por diversos motivos. En primer lugar, porque, de ordinario, los razonamientos de una sentencia de la Corte están bien formulados, pues sus integrantes tuvieron casi siempre una versación más que aceptable, tiempo para la reflexión y, como ni siquiera tienen la obligación de tomar el caso en el enorme universo de asuntos regidos por el derecho común en el que ingresan por vía de arbitrariedad, la decisión es clara y expuesta con autoridad. La Corte también ha dicho sus disparates, y no solo en casos políticos[11], sino también de derecho federal y común. Pero tomemos la regla, no las excepciones.  

En segundo lugar, porque difícilmente los tribunales inferiores contradecirían la doctrina de la Corte.

Y, por último, los abogados, conocedores de las anteriores razones no aconsejarían a sus clientes plantear casos fundados en la doctrina perdedora.

Ahora bien, esa casación de derecho federal -y aun de derecho común-, es decir, decisiones casi con efectos generales respecto de los futuros casos, en la inmensa mayoría de los supuestos resolvían hasta los últimos veinte o treinta años controversias jurídicas sin mayor relevancia política, aun cuando trataran temas importantes para cualquier gobierno (ej. el valor de la moneda, la validez de alguna regulación o tributo, etc.). Uso esa referencia un tanto ambigua para decir que eran casos que no tenían consecuencias políticas entendiendo esto último como una decisión que:

  1. Pone en cuestión la competencia de otro órgano constitucional y, por ello, de un modo u otro, anula esa facultad o el Tribunal lo sustituye en su ejercicio;
  2. Establece una regla de derecho general (legis latio) obligatoria para todos, aun para los que no intervinieron en el proceso; o, más aún,
  3. Establece una regla general de derecho, cuyo alcance es tal que en ningún caso hubiera podido permitir que todos los afectados intervinieran en el proceso como parte actora o demandada.  

Esa influencia indirecta que como referí era una especie de casación de hecho comenzó a ser casi de derecho o de stare decisis no prescripto por la Constitución.[12] Actualmente la Corte misma reprocha con cierta severidad a los tribunales inferiores que no aplican sus doctrinas sin dar razones plausibles para apartarse.

Esto no parece irrazonable en tanto, por un lado, no impida que las partes y los tribunales puedan alegar y disentir con la doctrina si poseen razones plausibles para ello y, por el otro, si no se transforman las reglas del razonamiento de la Corte en normas generales con igual valor a una ley sancionada por el Congreso.

Como se verá a lo largo del texto, un punto en el que el presidente designador debe prestar mucha atención es a los efectos que una sentencia de la Corte produce, más allá de las partes que intervienen en el proceso.

III. Continuación: Funciones de la Corte

La ampliación de la legitimación activa y del concepto de causa. Consecuencias sobre las competencias de otros órganos de la Constitución

1. La influencia indirecta referida en el capítulo anterior adquiere una característica especial a partir de que la Corte -y los jueces inferiores- comenzaron a extender la condición de legitimado para iniciar una acción.

Este punto es decisivo para entender la actual extensión de las facultades de los jueces federales y de la Corte, porque al ampliar la legitimación activa a personas que no pueden invocar ser el titular o el “dueño” del derecho cuyo reconocimiento se reclama en una sentencia, se amplía casi sin limitación el concepto de “causa” o “caso”, que es lo que delimita la competencia de los jueces federales y de la Corte conforme lo que ordena el artículo 116 de la Constitución.

Si el límite de la competencia queda borroso, la facultad se expande. Y si el árbitro de respecto de la esa línea demarcatoria es el mismo órgano que ejerce la competencia, la extensión puede ser infinita.

Algunos a veces se alarman y hablan del “gobierno de los jueces”. No creo que llegue a tanto, por las características de la función judicial, pero sí produce efectos perniciosos en el sistema y en el funcionamiento de los otros órganos.

Se empobrece el debate político pues los legisladores y la sociedad no agota, ni profundiza, la discusión en los ámbitos que les son propios, suponiendo que la sanción del Congreso y la promulgación por el Presidente no son el último paso para la vigencia de una norma, sino que continuará el debate en los tribunales.[13]

Se produce una transferencia en la decisión política a un grupo reducido de personas, poseedores de un saber técnico que, además, se expresan en un lenguaje que deja afuera de la discusión a la mayoría de la población. Así, la democracia se empobrece.

Este es un punto relevante. La suposición de que la decisión del Congreso no es final, relaja la rigurosidad de los políticos y el interés de la sociedad en producir un debate robusto que enmarque la decisión de sus representantes, tanto antes de su elección como al momento de discutir la norma en el parlamento.

No me extenderé. Sobre la idea de dejar a la decisión judicial el debate final a sobre los asuntos que afectan los asuntos y valores fundamentales de una sociedad, la reflexión del juez Learned Hand enriquece. Sobre la incidencia de la revisión de constitucionalidad como modo de asegurar y preservar los valores fundamentales de equidad y sentido de justicia que establecen las constituciones, e imaginando un supuesto donde la institución de la revisión judicial no existiera, dijo: “No creo que nadie pueda decir que qué quedará de ellos (los citados valores); no se si solamente servirán como consejeros, pero lo que sí creo es: que, a una sociedad tan desgarrada que el espíritu de moderación ha desaparecido, ningún tribunal puede salvarla; que, a una sociedad en la que el espíritu florece, ningún tribunal necesita salvarla; que, en una sociedad que evade su responsabilidad al confiar a los tribunales la educación del espíritu, el espíritu perecerá al final”.[14]

2. Causa

a) Los conceptos de causa y de parte legitimada son esenciales para entender la actuación de la Corte en temas de relevancia política.  

La Constitución establece que los jueces (la Corte) ejercen su competencia en las “causas”. Fuera de las causas, no tienen facultades.

En el año 1865 en el caso “Mendoza” del tomo 2, página 253 de la colección de Fallos, la Corte estableció que no tiene competencias para evacuar consultas ni establecer cuál es el derecho aplicable a una situación si no existe un “caso”, el que fue definiendo como una controversia actual entre partes contenciosas o casos ocurrentes entre partes contradictoras, tal como por otro lado prescribe la también antigua ley 27.

Esa delimitación del poder de la Corte tradicionalmente suponía, entonces, un proceso donde una persona, física (humana) o ideal, pública o privada, se jactaba de ser titular de un derecho afectado por otro u otros. La idea del proceso es que puedan participar todos aquellos a los que la sentencia puede afectar. Es decir, que puedan intervenir expresando su visión de los hechos y del derecho, ofrecer prueba, controlar su producción y apelar de la decisión final.

Solo así, si han podido ejercer su derecho de defensa protegido por el artículo 18 de la Constitución la sentencia les será oponible y nacerá de ella una o varias obligaciones válidas.

La inferencia lógica y valorativa de lo anterior es que de quien no es parte o no intervino en el proceso, la sentencia nada puede exigir. En el juicio entre A y B no pueden nacer obligaciones exigibles a C.

Esto supone que el que inicia el juicio y contra quién se deduce a demanda son los dueños del derecho en disputa. Pueden transarlo -salvo excepciones y bajo condiciones-, pueden desistir -expresa o tácitamente, también en ciertas condiciones-, etc.

Pero si la legitimación activa se extiende al punto de que cualquier afectado por una ley puede reclamar de un juez -y luego de la Corte como último tribunal- una declaración sobre las prescripciones de esa ley con efectos que interesen a otros, o aún a todos (erga omnes), el poder de los jueces se modifica radicalmente. Crece de un modo en el que, la regla de la prohibición a los jueces para interpretar la ley con alcance general o aun dictar normas de alcance general, queda en la nada.

b) Si bien pueden encontrarse en la historia de la Corte desde el siglo XIX pronunciamientos que han afectado a terceros que no intervinieron en el proceso, y me refiero a una afectación no nacida de los efectos indirectos de la repetición de esa decisión por los jueces inferiores, es indudable de que en los últimos treinta años, y especialmente en los últimos quince, esa ampliación del poder de los jueces, provocada por las mismas sentencias de la Corte y jueces inferiores, ha sido significativa. Y ha modificado el equilibrio del poder entre los órganos de la Constitución.

Hubo decisiones de carácter general de la Corte que ni siquiera fueron adoptadas en procesos. La Acordada de 1930 que reconoció la validez del gobierno nacido del golpe militar que derrocó a Hipólito Yrigoyen -con quien la Corte de ese entonces no se llevaba nada bien- y cerró el Congreso es un supuesto paradigmático. Otros pueden ser las Acordadas de la Corte presidida por Julio Nazareno que declaró inaplicable la Ley de Impuesto a las Ganancias que obligaba a los jueces a tributar.

Pero aun dejando de lado estos supuestos difícilmente defendibles desde cualquier punto de vista, hay una serie de procesos donde se aceptó la legitimación activa de personas o instituciones que se declaraban afectadas por una ley, pero que en ningún caso podían invocar la titularidad del derecho en el sentido antes expuesto, esto es, como único titular del derecho con capacidad de transar, desistir o renunciar a él.

3. Procesos colectivos

Modernamente, a veces con invocación de intereses colectivos o difusos vinculados a temas ambientales o de defensa del consumidor y del usuario, con arreglo a la prescripción del artículo 43 de la Constitución, incorporado en 1994, se han producido innumerables demandas denominadas “amparos colectivos”.

En la Argentina no se han regulado con detalle las denominadas “acciones de clase” de uso extendido en los Estados Unidos.[15] Se trata de una técnica que pretende lograr que un interés o derecho que abarca a muchas personas o una situación que dé lugar a que muchas personas pueden invocar un daño o interés por un mismo acto o hecho, pueda ser debatido mediante un proceso ante los tribunales, y superar la situación descrita donde la sentencia termina disponiendo sobre derechos e intereses de sujetos que no intervinieron. Se realiza mediante la asunción por uno de los actores de una suerte de representación de los intereses de los afectados, a quienes la cosa juzgada afectará. El procedimiento es complejo y sofisticado.[16]

En Argentina, los políticos reconocieron la existencia del tema en la Convención de 1994, el Golem empezó a caminar. Las demandas colectivas fueron avanzando por la acción de abogados creativos (en varios sentidos) ante lo cual los jueces advirtieron una enorme fuente de poder, que a la vez podía revestirse de un discurso “moderno” y hasta progresista. Los políticos, como en casi todos estos temas, se desentendieron de su responsabilidad en la regulación de semejante herramienta, y se transformaron es espectadores del diseño político del nuevo modo de actuación de los tribunales. O, peor aún, adoptaron el discurso modernista, aplaudiendo o criticando las decisiones según expresaran sus preferencias ideológicas, pero no advirtiendo el modo ni quienes las adoptaban. Tampoco que, en definitiva, los jueces los estaban reemplazando. Algunos todavía no se dieron cuenta, y eso que la Corte se los dijo en “Halabi”.

La Constituyente de 1994 fue multitudinaria y no es fácil encontrar qué quisieron prescribir en los textos, que fueron fruto de negociaciones que no saldaban y que a veces la solución era una redacción ambigua, vaga o incompleta.   

Parecería que la Convención al incorporar una acción como la que surge del artículo 43 para los “derechos de incidencia colectiva” (ambientales, de defensa de la competencia[17]) pretendió limitar los legitimados al defensor del pueblo y a ciertas asociaciones que deberían cumplir ciertos requisitos legales. La inclusión de la referencia a la legitimación también del “afectado” genera la confusión de si él puede litigiar por su derecho solamente o, también, puede invocar la representación colectiva de los demás afectados.

En la práctica este interrogante se expresa en que actos del gobierno o de empresas que afectan derechos de usuarios o ambientales, generan la promoción de numerosas demandas en las más diversas jurisdicciones. A veces, eligiendo jueces afines y hasta acciones con actores que formalmente se consideran afectados, pero que en verdad puede ocurrir que sean falsos accionantes que son promovidos por el mismo sujeto que generó el daño para lograr un rápido rechazo de la acción, producir una cosa juzgada fraudulenta, etc. Esto último una verdadera patología extrema, pero que puede ocurrir y cada lector tal vez imagine un caso.

¿Cómo repercute esto en la actividad de la Corte? Aumenta su discrecionalidad para admitir o rechazar los casos admitiendo o rechazando las pretensiones mediante la admisión o negación de la legitimación activa.

También le ha “permitido” legislar una suerte de reforma procesal mediante reglas generales establecidas en sus sentencias o acordadas para unificar o acumular acciones, procesos, etc. Uso el entrecomillado para “permitido” porque el uso descriptivo del término no parece discutible, pero si merece un debate si le asignamos sentido prescriptivo.

4. Importancia del criterio de los jueces respecto de la legitimación activa y el concepto de caso

El concepto de legitimación activa y de causa es uno de los puntos más importantes en la actividad política de la Corte. Debe pues ser tenido muy especialmente en cuenta al elegir al candidato. Haré algunas referencias a algunos casos.

Las decisiones de los casos “Prodelco” de 1998 (Fallos: 321:1252), “Halabi” de 2009 (Fallos: 332:111) o “CEPIS” de 2016 (Fallos: 339:1077), entre otros, exhiben la variación del criterio de la Corte, por cierto, con disidencias y cambio de integración, pero también el uso que el Tribunal realiza de los concetos de “causa” y “legitimación activa” para ingresar o no en los planteos de los actores y adoptar la decisión política o valorativa de, por ejemplo respaldar el Gobierno en “Prodelco” respecto de una decisión impopular en la fijación de las tarifas telefónicas y, en “CEPIS”, anular una resolución también impopular que aumentó las tarifas de gas.

Los tres casos son de enorme interés. En “Prodelco” y “CEPIS” se discutían decisiones impopulares sobre tarifas. La Corte actuó en medio de un debate público profundo y extendido. En cambio, en “Halabi”, que contiene en el voto de la mayoría un conjunto de consideraciones que definen el concepto de legitimación activa en este tipo de procesos y de reglas procesales a futuro[18], hubo debate, pero no masivo. La ley había sido severamente cuestionada al punto de que el presidente Néstor Kirchner suspendió su propia reglamentación.[19]

En estos tres casos los actores aspiraban a representar a un universo de afectados. Algo similar ocurre “Zavalía” (Fallos 327:3852 de 2004 y 329:1989) o “Rizzo” (2013), ambos de tono más político. Que se contradicen con “Thomas” (2010) o “Multicanal” (2011).  

6. Fallos 327:3852, “Zavalía” (2004)

En “Zavalía” (Fallos 327:3852) un senador, invocando la inconstitucionalidad de los actos preconstituyentes de un interventor federal, accionó contra la provincia de Santiago del Estero intervenida ante la Corte en instancia originaria. La pretensión era que se anulara el proceso de reforma.

Entiendo que el Congreso puede válidamente dar atribuciones a un interventor federal para modificar la Constitución local,[20] pero no era este el supuesto. Como el interventor no tenía esas atribuciones, no podía convocar a la reforma. Sin embargo, lo hizo. El punto de interés acá es si el tema era susceptible de debate ante la Justicia y, en caso afirmativo, quién tenía legitimación activa.

La Corte, por unanimidad, sostuvo que la pretensión tenía contenido predominantemente federal y admitió la competencia originaria[21] y, cautelarmente, suspendió la actividad preconstituyente. Tiempo después, al dictar sentencia definitiva, declaró que el caso había devenido abstracto (Fallos 329:1898).   

El caso es interesante. La decisión del interventor federal rayaba lo que un Thayer habría calificado como inconstitucional en tanto evidente para cualquiera.[22] La pregunta es si quien debía declararlo eran los jueces.

El asunto roza las cuestiones políticas no judiciables. Pero aun sin ingresar ahí puede argumentarse que la legitimación era cuestionable. Por un lado, el control del interventor es ejercido por los poderes federales (Congreso y Poder Ejecutivo) que lo designan e instruyen. Si éstos no advierten el desvío en el ejercicio del mandato, no parece razonable que un legislador pueda lograr por medio del Poder Judicial lo que no consigue persuadiendo a sus colegas, con los que integra el órgano que dispuso la intervención, atribuyó las facultades y controla al delegado federal.

Por otro lado, colocar en cada ciudadano la posibilidad de discutir las atribuciones de un interventor ante los tribunales (lo que parece cercano a la acción popular que la Corte niega admitir) implicaría la posibilidad de someter a la provincia a miles de pleitos por el mismo tema.

La acción de un privado con una pretensión de sentencia erga omnes presenta evidentes dificultades. Si la sentencia nulifica la actividad preconstituyente es oponible a todos los ciudadanos, hay que dar una respuesta para aquellos que no son parte en el pleito, de lo que nadie parece haberse preocupado. La pregunta es si la estructura del proceso judicial resiste acciones de este tipo. No sería fácil admitir que el senador actor lograra la cautelar –como lo hizo- y, luego, como “dueño” de la acción desistiera de la demanda -aun, por ejemplo, negociando con la intervención modificaciones a las reglas electorales, etc.- y, de tal modo, con su única voluntad pudiera desde un proceso judicial determinar la validez o invalidez de un trámite preconstitucional y de la constitución misma; y, por ello, de los derechos y obligaciones del pueblo.

La Corte, en la cautelar, nada dijo sobre la legitimación. Pienso que la Corte reflexionó advirtiendo un grave apartamiento por el interventor de la función que le había encargado el Congreso, que los órganos políticos no advertían. Puesto el asunto ante ella dio una solución política.[23] Los órganos políticos seguramente ante el fallo prefirieron no cuestionar la solución al asunto, ni el modo.

7. Fallos 332:111, “Halabi” (2009)

El abogado Halabi demandó la invalidez de dos artículos de la ley 25.873 que regulaba ciertas obligaciones de las empresas prestatarias del servicio de telefonía en orden a conservar los contactos y otros datos de las comunicaciones de los usuarios -no, según mi lectura, el contenido de las comunicaciones- y establecía el deber de esosprestadores de servicios de telecomunicaciones de soportar los costos derivados de las interceptaciones que requirieran los jueces y fiscales.[24] Los jueces de las instancias inferiores hicieron lugar a la pretensión y dieron a la decisión efectos erga omnes, es decir, general, aplicable a todos los ciudadanos, aunque solo hubieran intervenido en el proceso el señor Halabi y el Estado Nacional. El Estado recurrió ante la Corte por ese efecto general.[25] La Corte, con diversos votos, confirmó la sentencia y, de ese modo, derogó la ley. Emitió una regla de alcance general.[26]

Para ello, la mayoría argumentó que, además de la legitimación individual, existía la correspondiente a derechos que tienen por objeto bienes colectivos y de incidencia colectiva referentes a intereses individuales homogéneos.

El actor se agraviaba de que la ley producía una violación de su intimidad, y en particular de la confidencialidad que el ejercicio de la abogacía conlleva. La Corte entendió que la demanda era un supuesto de ejercicio de derechos de incidencia colectiva referentes a los intereses individuales homogéneos. Con diversas argumentaciones, algunas referidas a que se trataba del primer caso, no solo admitió el efecto general de la declaración dada en la sentencia de cámara, sino que estableció en la fundamentación reglas procesales y, en suma, reglamentarias de las competencias del Poder Judicial de la Nación -lo que incluye a la misma Corte- también con carácter general. Reconoció que eran competencias del Congreso, pero señaló que el órgano legislativo estaba en mora.

Los jueces que conformaron mayoría dijeron que, lo que estaban afirmando o estableciendo, conformaba una “proyección superadora de la regla inter partes, determinante de la admisibilidad de la legitimación grupal (…) inherente a la propia naturaleza de la acción colectiva en virtud de la trascendencia de los derechos que por su intermedio se intentan proteger”. Para ello citó las reglas legales de los procesos de defensa del consumidor y del ambiente (leyes 24.240, arts. 52-54 y ley 25.675, art. 30) si bien por la materia del proceso no eran aplicables.

El fallo tuvo una disidencia parcial, pero no se apartó del efecto erga omnes sino que lo fundó con menos énfasis y sin teorización ni fijación de reglas a futuro, sino en la omisión del Estado recurrente de demostrar cómo podía ser efectiva la sentencia de condena limitada al actor.

La sentencia contiene muchas definiciones que luego fueron “aclaradas”. [27]  

Los problemas de la ampliación de la legitimación activa no fincan en la protección de derechos, que así dicho parece prima facie plausible, sino en la posibilidad de que, por un lado, el juez sustituya al legislador al dictar normas con alcance general. Y, por el otro, en que no todos los sujetos con derechos o intereses susceptibles de afectación por la sentencia tengan la posibilidad de intervenir en el proceso para que la sentencia les pueda ser oponible.

La democracia funda la obligatoriedad de las normas en el consenso que supone que, aquellos que las crean, son nuestros representantes, generalmente surgidos de una elección popular. Es la idea del autogobierno del pueblo. La creación de normas generales por los jueces pone en crisis ese criterio.

Supondría también que la Constitución admite dos modos de creación de normas generales. Uno por medio del Congreso, con el debate en asamblea, etc. Otro, en procesos judiciales, con mejores o peores herramientas para que participen los interesados o, mejor dicho, los representantes de los interesados.[28]

El caso “Halabi” tuvo un trasfondo que consistió en una interpretación del texto legal que no comparto, pero todos los tribunales y la sociedad en general entendieron que admitía que las telecomunicaciones podían ser captadas para su eventual observación remota sin controles y conservados los datos de las conversaciones, no solo los puntos de contacto. Tanto que se la había calificado como “ley espía” y el propio presidente había suspendido la reglamentación. Ante semejante amenaza, seguramente muchos admitirían hacer a un lado las observaciones sobre la legitimación y ponerle fin, sin meterse en un debate constitucional. 

8. Fallos 336:760, “Rizzo” (2010)

El Congreso había sancionado una ley que modificada el modo de elección de los integrantes del Consejo de la Magistratura. Disponía que lo fuera por medio del voto popular. Al así legislar, se creaba una nueva función para el poder electoral no previsto en la Constitución, modificándola. Asimismo, al ser electos por el voto popular, los jueces, abogados y académicos consejeros perdían el carácter de representantes del estamento.[29] La ley fue atacada por diversos motivos jurídicos y políticos en un ambiente de fuerte controversia entre el oficialismo y los partidos de la oposición, aliados a los sectores sociales cercanos al mundo judicial (jueces y abogados) y medios de comunicación. Las asociaciones de abogados, jueces, políticos y particulares iniciaron acciones judiciales y los jueces rápidamente hicieron lugar a ellas. Cuando el Estado recurrió ante la Corte, esta tomó el juicio iniciado por el doctor Rizzo, apoderado de una lista de abogados aspirantes a ingresar al Consejo y entonces líder del colegio público de abogados de la Ciudad de Buenos Aires. La Corte confirmó la procedencia de la demanda y la ley quedó virtualmente derogada.

Dejemos los fundamentos de fondo, y veamos lo referido a las partes y los efectos de la sentencia, que fue erga omnes.  

En punto a la legitimación activa, no extraña con los estándares de los últimos años y los casos ya reseñados admitir que el abogado actor podía alegar un perjuicio identificable, pero es implausible sostener que fuera el único titular. Es que, como es obvio, no podía haber un modo de composición del Consejo de la Magistratura para el doctor Rizzo y otros accionantes, diferente de los ciudadanos que no demandaron.

Si la legitimación activa presentaba problemas, la legitimación pasiva no menos conflictiva. Así como muchos abogados y jueces se sintieron perjudicados por la ley, otros pudieron creerse beneficiados. ¿Quién defendió el interés de ellos en el juicio para que la sentencia les pudiera ser oponible? Nadie. El Gobierno Estado demandado defendió la ley, pero pudo no haber apelado. Además, no es correcto identificar al Gobierno que defiende la legalidad con el principal afectado por una sentencia que deja sin efecto una ley (situación, como vimos, en principio ajena al régimen de control de constitucionalidad difuso y limitado al caso). En un proceso entre dos partes que controvierten sobre sus derechos fundados en una ley que una de ellas reputa inconstitucional, el Gobierno no es parte del proceso y la legalidad la debe defender el Ministerio Público.[30]

Si los actores podían tener un interés reconocible a invalidar la ley, los que se beneficiaban con ella tenían igual derecho de ser parte del proceso, defender sus intereses, sin que sea admisible sostener que fueron parte al ser representados de modo promiscuo por los abogados del Estado. Nuevamente, ¿y si el Estado se allana o consiente las sentencias desfavorables? Y no es una pregunta retórica porque hay ejemplos.[31]       

La Corte resolvió todo esto, simplemente, legislando. Tomando una vez más la decisión política de dictar una sentencia con efectos generales. Los órganos electos por el voto popular criticaron la sentencia, pero la acataron.

8 bis. Reflexión sobre casos como “Zavalía” o “Rizzo”

Creo que las acciones judiciales respecto de la conformación, integración, etc. de órganos, o asuntos como el expresado en “Zavalía” son realmente complejos. En puridad me inclinaría por sostener que se trata de cuestiones políticas no justiciables. Los jueces de la Corte que los han dictado y quienes creen que fueron decisiones plausibles pueden razonablemente afirmar que era necesario “hacer algo”, aun reconociendo las obvias objeciones a la incorrección de utilizar un proceso judicial para derogar con efectos generales una ley, máxime sin la intervención -ni siquiera con una representación como ”clase”- de todos los interesados, que en muchos casos sería todo el pueblo. Parece obvio que, de este modo, el proceso judicial lisa y llanamente sustituye al procedimiento de sanción y derogación de las leyes. Mi pregunta sería entonces, ¿hasta qué punto están dispuestos los jueces a sostener que el proceso judicial es idóneo para sustituir al debate democrático en las cámaras del Congreso que se conforman con representantes del pueblo? Si el proceso judicial es idóneo para proveer una norma general más racional o perfecta (si la objetividad existiera en este aspecto), ¿por qué no usarlo en todos los asuntos? Si solo es para los “disparates” (tesis Thayer, con las licencias del caso), ¿quién dice qué es un disparate y qué no lo es? ¿por qué deberían ser una minoría ilustrada en cierto saber técnico, -“el derecho”-, un órgano más autorizado para calificar como disparate cierta decisión, y no una mayoría de representantes que debaten en asamblea en dos cámaras con un control final del presidente de la Nación?

No creo que haya una respuesta técnica y canónica a estos interrogantes. Sí creo dos cosas a los fines de este texto. La primera es que legisladores, el presidente y los jueces deben actuar con conciencia de que cuando aplican la Constitución en estos asuntos están desarrollando una actividad política delicada y que todos conforman -así lo dice el texto constitucional- un mismo gobierno, el Gobierno de la Nación, y que el interés principal es el bienestar general y al proyecto común. En ese marco, el diálogo institucional, el respeto de reglas de deferencia recíproca y la responsabilidad es esencial. De otro modo, sin reglas, o con reglas que no se respetan, nada puede funcionar. No hay erudición constitucional que sirva para resolver el tema teórico, pues, en suma, si no existe ese sentido de destino común estos asuntos empiezan con una mala decisión de los órganos políticos y terminan con decisiones judiciales poco sustentables, por lo menos desde el punto de vista del consentimiento general y la participación democrática. Y, a veces, también con decisiones de fondo disparatadas. Porque no solo las mayorías en asamblea deciden disparates, a veces también lo hacen unos pocos eruditos. Ejemplos abundan como refiero en otro lado.

La segunda conclusión es que a nuestro hipotético presidente puede no importarle lo que yo piense sobre estas decisiones, pero sí es imprescindible que sepa que muchas veces los jueces de la Corte actúan del modo que lo hicieron en “Rizzo” (o que admiten jugarretas como las demandas contra el tratado con Irán o las jubilaciones de los jueces) y que todo esto es parte de nuestra práctica constitucional en las últimas décadas, para bien o para mal, según el paladar de cada sector, y en cada caso.

9. Fallos 338:249 “Colegio de Abogados de Tucumán” (2015)

La sentencia donde con mayor nitidez se extendió la legitimación activa es, tal vez, el de Fallos 338:249 “Colegio de Abogados de Tucumán” de 2015 donde el voto que encabeza admite legitimación activa mediante la invocación de “la simple condición de ciudadano” si bien aclara que ello ocurre en “situaciones excepcionalísimas, en las que se denuncia que han sido lesionadas expresas disposiciones constitucionales que hacen a la esencia de la forma republicana de gobierno”.

El mismo voto, afirma que eso “no debe equipararse a la admisión de la acción popular que legitima a cualquier persona, aunque no titularice un derecho, ni sea afectada, ni sufra perjuicio.” No me parece que aclare el punto. Dice, además, que debe presentarse “un nexo suficiente con la situación del demandante… aunque no se requiere que sea suyo exclusivo…”.[32]

La extensión de la legitimación es enorme y queda a la discreción del Tribunal. La relevancia política es insoslayable. La Corte refiere que cuando ella considere que están en juego “principios fundamentales” de la Constitución cualquier persona que tenga un “nexo suficiente” podrá presentar un caso donde el Tribunal decidirá. Aunque el demandante no pueda alegar que ese derecho sea “suyo exclusivo”.[33]

La primera pregunta es cuál es la fuente de este doble carácter de “legitimación” y, por ende, de “caso judicial”. Se supone que esa legitimación activa excepcionalísima, que se da solo en ciertos casos, pero no en otros y que, a su vez, confiere la facultad de intervención y revisión a los jueces federales, surge de alguna norma de la Constitución, porque es manifiesto que no está prevista en ninguna ley que regule las competencias del Poder Judicial. Pero el texto de la Constitución usa la palabra causa en pocas oportunidades y no parece autorizar la diferencia que hace la Corte en función de los derechos en debate.

La segunda observación es que, si el que demanda no es dueño exclusivo del derecho, ¿qué ocurre con los restantes cotitulares de ese derecho, que es juzgado por la Corte sin que ellos participen y, probablemente, ni se enteren del proceso? Podrían ser uno o millones de personas que, tal vez, no coincidan con el demandante, pero que se verían privados de un derecho que el órgano legislativo les había concedido.     

La concepción expuesta que venía siendo desarrollada alcanza en este caso un grado de nitidez en la transferencia de poder a los jueces que no ha sido suficientemente debatida por los juristas ni por la sociedad. Los políticos no parecen ni haber tomado nota. Tal vez porque fue expresada en un caso sin repercusión masiva, pero contiene una doctrina que sí se aplicara con alguna regularidad modificaría el equilibrio de poder, por lo que es aconsejable que nuestros presidente y senadores imaginarios la tengan muy en cuenta.

Termino acá con los casos que admiten procesos y actores fuera de la ortodoxa definición de caso y de legitimación para pasar a reseñar dos sentencias contemporáneas que juzgará el lector si contradicen lo antes descrito.

10. Fallos 333:1023, “Thomas” (2010)

No siempre la Corte acepta sustanciar las pretensiones de los accionantes que se quejan de las leyes que los afectan como “ciudadanos” y usa los procesos para dictar normas generales anulando leyes dadas por el Congreso.

Muchas veces, la mayoría, rechaza esas pretensiones y en ocasiones lo afirma con rigor técnico y fuerza discursiva. Voy a citar dos casos, pero hay muchos. Los que elegí están vinculados a intereses de medios de comunicación.

Luego de un profundo debate político y democrático, que no solo abarcó al Congreso sino a toda la sociedad, en 2009 se sancionó la ley 26.522 de servicios de comunicación audiovisual, llamada popularmente Ley de Medios. Sustancialmente, era una regulación de los medios de comunicación con ciertas reglas antimonopólicas específicas para ese sector.

El debate se enmarcaba en una confrontación política entre el gobierno peronista y algunos grupos empresarios, fundamentalmente el Grupo Clarín, que respecto de la ley había conformado una comunidad de intereses en contra de la norma con el grupo Vila-Manzano.[34]

Apenas sancionada la ley, el diputado Enrique Thomas promovió ante la justicia federal con asiento en Mendoza una acción para que se declare la nulidad de la ley alegando vicios en el procedimiento de sanción. Thomas se había opuesto a la sanción de la ley y perdido ampliamente la votación pues la norma tuvo amplio consenso parlamentario. El trámite parlamentario había sido impecable. La decisión del Congreso contaba largamente con las mayorías necesarias. Pero el juez y luego la Cámara federal de Mendoza suspendieron con efecto erga omnes la aplicación de la ley.[35]

La Corte, aun siendo una cautelar, la revocó con una contundencia tal que resolvió el fondo del asunto, lo que conllevó a la postre al rechazo de la demanda en primera instancia.

Dijo que la suspensión de una ley con efecto erga omnes tiene significativa incidencia sobre la división de poderes. No negó que pudiera disponerse, pero afirmó que esas medidas presentan gravedad institucional en la medida que trasciende el interés particular para comprometer el sistema de control de constitucionalidad y el principio de división de poderes. Por ello dijo el juez Petracchi que se exige una evaluación con “criterios especialmente estrictos”.

Sobre la legitimación (cf. cons. 4) señaló que “la invocación de la calidad de ciudadano, sin la demostración de un perjuicio concreto, es insuficiente para sostener la legitimación a los fines de impugnar la constitucionalidad de una norma” con cita de Fallos: 306:1125; 307:2384. Pues “el de «ciudadano» es un concepto de notable generalidad y su comprobación, en la mayoría de los casos, no basta para demostrar la existencia de un interés «especial» o «directo», «inmediato», «concreto» o «sustancial» que permita tener por configurado un «caso contencioso» (Fallos: 322:528; 324:2048)”.

Más aun, recordando el caso de Fallos: 156:318, reiteró la definición de causa como “los asuntos en que se pretende de modo efectivo la determinación del derecho debatido entre partes adversas… que debe estar fundado en un interés específico, concreto y atribuible en forma determinada al litigante (Fallos: 326:3007).

Y agregó: “En este sentido, el Tribunal rechazó de plano una acción de inconstitucionalidad recordando que «el demandante no puede expresar un agravio diferenciado respecto de la situación en que se hallan los demás ciudadanos, y tampoco puede fundar su legitimación para accionar en el interés general en que se cumplan la Constitución y las leyes» (arg. Fallos: 321:1352). De otro modo, admitir la legitimación en un grado que la identifique con el «generalizado interés de todos los ciudadanos en ejercicio de los poderes de gobierno…«, pues «… deformaría las atribuciones del Poder Judicial en sus relaciones con el Ejecutivo y con la legislatura y lo expondría a la imputación de ejercer el gobierno por medio de medidas cautelares» con cita de «Schlesinger v. Reservist Committee to Stop the War», 418 U.S. 208, de 1974 pp. 222, 226/227, y de Fallos: 321: 1252.

Luego, sobre el modelo de control de constitucionalidad, es decir, sobre las competencias de los jueces, dijo la Corte: “No existe ningún modelo impuro en el mundo que combine los modelos puros en forma que la competencia para hacer caer erga omnes la vigencia de la norma se disperse en todos los jueces, simplemente porque la dispersión de una potestad contralegislativa de semejante magnitud es inimaginable, dado que abriría el camino hacia la anarquía poniendo en peligro la vigencia de todas las leyes.”

“El modelo argentino es claramente el difuso o norteamericano en forma pura. En una acción como la precedente, ningún juez tiene en la República Argentina el poder de hacer caer la vigencia de una norma erga omnes ni nunca la tuvo desde la sanción de la Constitución de 1853/1860. Si no la tiene en la sentencia que decide el fondo de la cuestión, a fortiori menos aún puede ejercerla cautelarmente.

El destacado no obra en el original y pone de manifiesto una afirmación fuerte que, creo, contradice la doctrina de los otros casos. Claro, puede decirse que está matizado por la frase que la precede “En una acción como la precedente”. Pregunto entones: ¿Hay otras acciones en las que cualquier juez puede hacer caer la vigencia de una ley con efectos erga omnes? Los casos antes reseñados darían una respuesta afirmativa.

Mi coincidencia con la doctrina de “Thomas” es absoluta.

11. Fallos 334:326, “Multicanal” (2011)

Las empresas Grupo Clarín S.A. y Multinacanal S.A. demandaron al Partido Movimiento para la Reconquista (sic) y a la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia para obtener una “genérica declaración respecto de las potestades de la comisión para conocer en la concentración económica que procuraban llevar adelante”. Pretendían obtener una sentencia que declarara judicialmente que eran titulares del derecho a la adquisición de porcentajes accionarios de otra sociedad, que los actos ejercidos en virtud de tales derechos eran legítimos en tanto no generan distorsión en los mercados, etc. Parecía una consulta, actividad prohibida para los jueces desde el citado caso “Mendoza” del tomo 2 de Fallos.

Sin embargo, obtuvieron en las instancias inferiores una medida cautelar que fue recurrida por la agencia estatal.

La Corte, al entender en el recurso, revisó de oficio la legitimación y la existencia de caso y sostuvo que no había “ningún derecho debatido que deba determinarse para resolver una situación de conflicto… por lo que falta un elemento básico de la acción de mera certeza”, en tanto no había habido actividad de la Comisión.

Respecto del Partido Movimiento para la Reconquista, una entidad política de nula relevancia electoral y social, dijo la Corte que “… tampoco las manifestaciones del presidente del Partido Movimiento Popular para la Reconquista constituían una actividad que pudiera poner en peligro el derecho de los actores…” pues era una mera afirmación de recurrir a las vías judiciales o administrativas para hacer valer un eventual reclamo.

Se trataba, a mi modo de ver, de la invención de un caso ficticio en tanto no había conflicto entre partes adversas con la intención de lograr una sentencia que diera lugar a una cosa juzgada también ficticia. El caso es un ejemplo de los problemas y peligros que entrañan la ambigüedad en las definiciones de la legitimación activa, pasiva y caso.

La Corte recordó que la acción declarativa “no resulta apta para sustituir a las autoridades administrativas en el ejercicio de funciones que le resultan propias, ni para obtener el dictado de una genérica prohibición a las autoridades administrativas en el ejercicio de funciones que le resultan propias, ni para obtener el dictado de una genérica prohibición de demandar que, con efectos erga omnes, otorgue a quien la requiere una suerte de inmunidad jurisdiccional frente a terceros.” El destacado es añadido y resalta un concepto claro y relevante.

El Tribunal al admitir el recurso contra la cautelar, lisa y llanamente, rechazó la demanda.

IV. ¿Cuál es entonces el concepto de legitimación activa, pasiva y causa de la Corte? ¿Aceptación social del concepto amplio?

La reseña de casos no agota la jurisprudencia. Pero creo que muestra dos visiones. El lector juzgará si son o no compatibles.   

El jurista que investigue la definición de los tres conceptos referidos en la jurisprudencia de la Corte encontrará abundante material. Pero luego de la lectura de los fallos no digo que quedará desconcertado, pero sí le costará mostrar tres conceptos definidos como fruto de su estudio.

Tal vez ello ocurra porque -como se atribuye haber dicho a un gran juez de la Corte- ningún tribunal define claramente esos conceptos, ya que fijan el ámbito de su actuación y, por ende, de sus poderes.

Semejante consecuencia conlleva que cierta ambigüedad le permite a la Corte ejercer un poder nada despreciable con discreción política. Luego, cada cual valorará el modo en que lo usa.

Es bueno que nuestro primer mandatario imaginario lo tenga presente cuando piense en los candidatos.

Personalmente, creo que el concepto restringido es el más prudente en términos de preservar el sistema democrático de adopción de decisiones. Y que es el que contribuye a mejorar el debate público, y el sentido de responsabilidad del pueblo y de los políticos que deben ejercer la representación.

Sin embargo, admito que ante algunos disparates (si me permiten denominarlos así) surgidos de los órganos políticos, la solución de la decisión elitista de los jueces como “guardias platónicos”[36] evita problemas al sistema. De suyo, esto exige que tan poderosa y delicada herramienta quede en manos del juicio prudente de verdaderos estadistas.

V. El caso “Anadón”: la derogación de una ley que regulaba el modo de ejercer una de las competencias de la Corte con la finalidad de proteger el patrimonio estatal

La Corte derogó de hecho por medio de una sentencia un modo tradicional de intervención de ese Tribunal, regulado por el Congreso.

La ley establece que la Corte entiende por apelación ordinaria de las sentencias definitivas de las cámaras nacionales de apelaciones en las causas en que la Nación, directa o indirectamente, sea parte, cuando el valor disputado resulta superior a cierta cifra (cf. art. 24 DL 1285/1958).

La regla, conforme lo relata la propia Corte, tenía 113 años porque su antecedente databa de la ley 4055 de 1902.   

La sentencia fue dada en “Anadón” de Fallos 338:724 (2015) a petición del actor vencedor en el juicio, apelado por una repartición del Estado. La Corte consideró que el recurso, obviamente regulado para dar una protección -o control- mayor sobre el patrimonio estatal, había devenido irrazonable porque afectaba la función que la Constitución le atribuye a la Corte, según la misma Corte. Así dice que el recurso ordinario “… compromete el rol institucional que emana de su primera y más importante función, concerniente a la interpretación de cuestiones federales, en particular las referidas a la vigencia de los derechos fundamentales y el sistema representativo, republicano y federal.

La sentencia desarrolla ese concepto de auto percepción con la cita de los fallos que considera más relevantes de los últimos años, que podrían expresar algo así como la Corte Lorenzetti. En lo que hace al recurso, afirma en cierto sentido que el Tribunal debe reservarse para asuntos de trascendencia que no puede ser medida por lo cuantitativo.

Es obvio que el Congreso tuvo -y tiene en tanto no derogue la ley- otro criterio. No pretendo discutir cuál es el mejor. Seguramente, atiborrar al Tribunal con recursos que no puede ni siquiera desestimar con la aplicación discrecional del artículo 280 del Código Procesal no contribuye a una mayor dedicación a otras causas. La pregunta es si la Corte debe juzgar ese criterio que regla su competencia y si puede rechazar una función que el Congreso le encarga y que ejerció pacíficamente durante más de un siglo. También si corresponde que haga un alegato de sus “nuevas” funciones como exhibición de poder.

Lo razonable es que, si esa función no fuera necesaria pues el Estado puede encontrar eficaz protección contra sentencias de tribunales inferiores que injustamente afecten su patrimonio por la vía del recurso extraordinario (art. 14, ley 48), mediante el diálogo institucional y en el marco de la política judicial que el Ejecutivo debe desarrollar, se elabore un proyecto de ley que el Congreso sancione modificando la competencia de la Corte por apelación.   

La sentencia tiene una curiosidad más, donde la actividad legislativa de la Corte queda clara. No rechaza entender ahí en el recurso, sino que informa que a futuro los rechazará estableciendo una suerte de norma de derecho transitorio y de evitar la retroactividad.

El caso “Anadón” expresa un momento de la Corte, presidida por Lorenzetti, donde claramente se siente con legitimidad y poder para auto regular sus facultades, y declararlo abiertamente.[37] Nuevamente, el Congreso y el Poder Ejecutivo nada dijeron, más allá de alguna manifestación aislada. De algún modo, lo consintieron. El caso muestra que la actividad legislativa de la Corte es admitida cada vez con menos debate por los órganos políticos y la sociedad.

Si el criterio de la Corte de auto percibirse como reservada para cuestiones -a su juicio- trascendentes que actualmente identifica con la declaración de inconstitucionalidad de normas y actos de los poderes provinciales y federales (especialmente de estos) y lo extendiera a su competencia originaria -pues por la vía apelada ya cuenta con el artículo 280 del código procesal para rechazar sin fundar-, se corre el riesgo de que pierda la condición de Tribunal que resuelve controversias. Y de profundizar la conformación de un órgano que compite con los poderes Ejecutivo y Legislativo en el ejercicio de competencias que prima facie la Constitución atribuye a estos.             

VI. Funciones políticas de la Corte

Hay un conjunto de funciones de la Corte que se pueden denominar políticas. Las llamo funciones y no competencias porque son lo que el Tribunal debe desarrollar como parte del programa de gobierno común y, en mi opinión, debe hacerlo al resolver controversias al ejercer la facultad que le reconocen los artículos 31 y 116 de la Constitución.    

1. Contribuir a la Unidad Nacional

a) Esta es una función antigua o, mejor, tradicional. Aparece en el modelo de los Estados Unidos.

El aseguramiento de la Unidad Nacional es un función u objetivo político del Estado que compete tanto al Gobierno federal como a los provinciales. El involucramiento de estos últimos surge de todo el articulado de la Constitución y en especial del artículo 128. En el ámbito del Gobierno Federal es común a los tres departamentos: ejecutivo, legislativo y judicial.

Expresa la idea de construir en todo el territorio un solo ámbito de derecho para un solo pueblo.

La Corte, allá y acá, ha ejercido esta función asegurando que el derecho federal, es decir, las normas que la Constitución considera comunes a todo el país, descritas en el artículo 31, sean aplicadas y de modo uniforme en todo el territorio.

Son las normas que aplican las autoridades federales, entre ellos, los jueces del Poder Judicial de la Nación. No es solo un supuesto de especialidad técnica, sino fundamentalmente política. Dicho de otro modo, las normas que refiere el artículo 31 se excluyen del poder de aplicación de los gobiernos locales.

Un ejemplo clásico en Argentina de la Corte en este punto ha sido desde el siglo XIX la remoción de barreras comerciales que colocan las provincias, generalmente mediante impuestos distorsivos o el ejercicio del poder de policía afectando el comercio de productos venidos de otras provincias. La Corte, de ordinario, los ha considerado inconstitucionales porque se oponen a la idea de “un solo mercado” y, correctamente, las identifica con aduanas interiores encubiertas, prohibidas por la Constitución (ver arts. 9, 10, 75 inc. 13, etc.).

También se puede ver en las doctrinas jurisprudenciales sobre servicios públicos, pues la idea clásica es que cuando el Estado Nacional declara la necesidad de que una actividad sea servicio público (publicatio), las provincias no pueden interferir afectando sus fines, lo que incluye la ecuación económica que sustenta la prestación del servicio. De ese modo la Corte ha descalificado el intento de ejercer el poder tributario o de policía cuando afecta la política de desarrollo o social que conlleva la consagración de un servicio público federal, obviamente, más allá del acierto o error de los órganos electivos.

O cuando el Estado federal desarrolla políticas de bienestar social, sanitarias o educativas, y en materia ambiental si el bien o recurso en cuestión afecta a más de una jurisdicción.          

La Constitución, de acuerdo con la doctrina clásica, establece dos ámbitos de facultades absoluta y nítidamente separadas entre las provincias y la Nación.

En algunos casos, sobre ciertas materias, aparecen competencias que prima facie parecen asignadas simultáneamente a ambos ámbitos, local y federal. Cuando las medidas de ambos gobiernos -local y federal- sobre esa materia no son incompatibles, no hay conflicto. El problema es cuando son incompatibles, es decir, colisionan. La tesis clásica, sostenida por Joaquín V. González y tradicionalmente por la Corte, es que prevalece la decisión de la Nación. En verdad, González entendía que no existía concurrencia. La prevalencia se funda jurídicamente en el ya citado artículo 31 de la Constitución[38], y, políticamente, en la necesidad de preservar la unidad nacional.

b) Al prologar el libro del constitucionalista norteamericano Curtis decía Vélez Sarsfield, tal vez el jurista argentino más importante del siglo XIX según Enrique Petracchi, que dos soberanías no pueden coexistir, casi un principio lógico. Para él de este debate entre la preminencia de los estados y la Nación surge la “creación del poder judicial de los Estados Unidos”.

Textualmente dijo Vélez: “Dos soberanías no podían existir, la soberanía nacional y la soberanía de los Estados. ¿El Congreso debía tener o no un veto sobre las leyes de 1os Estados que causasen un conflicto con las leyes nacionales? Si las leyes de los Estados invalidasen las leyes nacionales, ¿podría el Congreso emplear la fuerza para hacer cumplir sus leyes? Si no era así, ¿qué importaban las leyes que la nación diera? Los Estados no concedían al Congreso veto sobre sus disposiciones, ni le permitían usar en ningún caso de la fuerza contra alguno de los Estados. De la discusión de esta importante materia, se verá salir la creación del poder judicial de los Estados Unidos, que no tenía ejemplo en las naciones de Europa.[39]

c) El antecedente norteamericano es interesante, porque a diferencia de la Argentina, allá la unidad normativa para todo el territorio solo se expresa en el derecho federal (Constitución, tratados -es decir, relaciones exteriores- y leyes federales) mientras que, en Argentina, hay códigos únicos en el “derecho común” (penal, civil, comercial, laboral y de minería) pero que aplican los jueces provinciales. Por ello, para asegurar la unidad del mercado en todo el territorio, la Corte de los Estados Unidos realizó una aplicación intensa de la cláusula comercial, lo que fue replicado por nuestra Corte invocando la regla análoga contenida actualmente en el inciso 13 del artículo 75. 

Dijo al respecto el juez Holmes: “No creo que si perdiéramos el poder de anular algún acto del Congreso se llegaría al fin de nuestra nación. Pero sí creo que la Unión peligraría si no pudiéramos hacer esa misma declaración con respecto a las leyes de los diferentes estados. Pues una persona que ocupa un lugar como el mío, ve como a menudo prevalece la política local entre aquellos que no están preparados para considerar los intereses nacionales y cuán a menudo se toma una medida que contiene disposiciones que la cláusula del comercio ha tratado de eliminar”.[40]

c) Sin embargo, en los últimos diez años y creo que desde el fallecimiento del juez Petracchi, es una función que está siendo cumplida con menos intensidad. Ello por la persistencia de referir con cierta insistencia a la llamada doctrina del “federalismo de concertación” y a un criterio -a mi juicio errado- de suponer que cumplir el mandato constitucional de constituir un país federal se concreta mediante el debilitamiento del Gobierno general.

Toda organización federal está en movimiento centrífugo o centrípeto. Desde hace algunas décadas se da el primer supuesto y existe una tendencia a la provincialización de competencias con detrimento del poder del gobierno central. O al reconocimiento de la validez de disposiciones provinciales que afectan políticas federales y que, tradicionalmente, la Corte hubiera descalificado con fundamento en el citado artículo 31.

e) Pero no sería adecuado imputar solo a la Corte esta tendencia, a mi juicio equivocada y peligrosa para la Unidad Nacional.

Tal vez la expresión más brutal de este proceso no sea de fuente judicial sino política. Me refiero a la decisión adoptada en la reforma de 1994 plasmada en el artículo 124 al disponer la provincialización de los recursos hidrocarburíferos (también los mineros) de modo contradictorio con, por ejemplo, la Constitución peronista de 1949 y aun la legislación posterior al golpe de 1955 no obstante la ya referida asombrosa derogación de la reforma constitucional por un bando militar. La idea de que los recursos hidrocaburíferos son de la Nación puede verse hasta en algunos exponentes del régimen conservador, pero sin dudas fue bandera de Hipólito Yrigoyen (le costó el gobierno por el golpe de 1930, como señaló Arturo Sampay en la Convención de 1949) y Juan Perón; también por juristas como el citado Sampay o Julio Oyhanarte.

f) En suma, en los últimos años en la Corte hay una tendencia a la revisión de los conceptos vinculados a la delimitación de las facultades entre la Nación y las provincias. Con una mayoría con cierta estabilidad en la actual integración y tal vez sin demasiada reflexión sobre sus consecuencias políticas -que exceden largamente las de coyuntura y mediano plazo- se va imponiendo una tesis sobre el federalismo que otorga enorme relevancia a las decisiones provinciales, al punto de admitir ciertos rasgos de contractualismo en las relaciones entre ellas y la Nación (hasta, por ejemplo, en servicios públicos[41]).

La tesis del “federalismo de concertación” se aleja de la doctrina clásica que considera que la Constitución establece dos ámbitos absoluta y nítidamente separados de competencias entre las provincias y la Nación. Un caso preocupante por lo que llega a admitir es la cautelar del caso “Entre Ríos” del 01.10.2019 (expediente 1829/2019/1), donde se negó al Gobierno Nacional (entonces presidido por Mauricio Macri) la facultad de reducir un impuesto coparticipable.[42]

La doctrina del “federalismo de concertación” no surge de la Constitución ni provee estándares claros para delimitar las facultades entre el poder federal y las provincias, especialmente en supuestos de facultades concurrentes, límites que son nítidos en la doctrina clásica. Esa indeterminación conllevaría más conflictos judiciales.

g) Curiosamente, la Corte mantuvo un criterio que pondero respecto del poder federal sobre los recursos hidrocarburíferos a pesar de la incorporación del artículo 124 en la Constitución y la llamada Ley Corta[43] que transfirió las competencias de concesión y administración del recurso a las provincias.

Es que, malgrado mi opinión en contrario por lo decidido, si el recurso es de las provincias y el que lo administra es la autoridad provincial, la ley de hidrocarburos, en muchos aspectos, dejó de ser federal y, si esto es así, pasó a integrar el Código de Minería, por lo que, en caso de controversias, deberían intervenir los jueces provinciales. Esto, desde el punto de vista político y del interés nacional parece difícil de justificar.

Pero lo cierto es que, sin quejas de empresas ni provincias, la Corte mantuvo la competencia originaria cuando empresas y provincias discuten sobre esa ley, lo que supone que para la Corte el caso tiene contenido federal preponderante. Más allá de la referencia normativa, no tengo dudas de que políticamente la relevancia federal es indisputable y es bueno que la decisión final de las controversias quede en el ámbito federal.      

h) Este proceso de debilitamiento del Estado nacional debe dar lugar a debate y mucha atención, especialmente en los partidos populares y ante el manifiesto interés de las grandes potencias por los recursos naturales argentinos.

Obviamente, el presidente elector deberá tener presente este punto.

2. Asegurar los derechos individuales

La canónica afirmación de que es función de la Corte establecer la interpretación final de la Constitución se expresa fundamentalmente en el aseguramiento de los derechos individuales, de las garantías constitucionales, especialmente a la autonomía, libertad, propiedad, participación electoral, comerciar, mercado único y libertad de expresión. 

La función solo puede ejercerla en las causas, y no en todos los asuntos, lo que nos remite al ya tratado tema del concepto de causa y de legitimado (activo y pasivo). En principio, a pedido de parte, aunque últimamente la Corte ha también extendido su competencia al admitir la declaración de inconstitucionalidad de oficio, lo que en muchos casos merece serios reparos si no se trata de derechos indisponibles o de sujetos en situación de vulnerabilidad.

Es una función donde ejerce como contrapoder, pero no suponiendo un programa político que confronte con el del Poder Ejecutivo y el Congreso, sino ejecutando la idea de las “cartas de triunfo” de los filósofos liberales.

3. Establecer agendas de temas que no confronten, sino que profundicen o complementen los programas del Poder Ejecutivo y el Congreso

Esta puede ser una función muy útil si es coordinada con el programa de país de la clase dirigente, ratificada por el voto popular. Claro, eso exige que exista un programa de país a mediano plazo y un consenso social razonable.

Puede tener origen en iniciativas de la conducción política. No necesariamente por el cauce de una negociación o diálogo que, en este último caso, no me parecería reprochable, sino por el modo de conformar la Corte. Es decir, por la elección de jueces con vocación de protagonismo y con ideas conforme al modelo a buscar.

Por ejemplo, la Corte designada por Alfonsín fue marcando agenda en temas sociales, con una clara línea liberal de protección de la autonomía en los casos de 1986 “Sejean” (Fallos: 308:2268) y “Bazterrica” (Fallos: 308:1392) sobre la inconstitucionalidad de la prohibición del divorcio vincular y de la penalización de la tenencia de drogas para uso personal, respectivamente.

También lo hizo con otros temas propios de la filosofía política liberal como el respeto de la autonomía, la privacidad y la libertad de expresión. Este último tema, la libertad de expresión, siguió siendo un derecho protegido por la Corte en casi todas sus integraciones, con algunas excepciones, a mi juicio implausibles.[44]  

En los Estados Unidos, la Corte Warren, de los años ’50 y ’60 puso en agenda la discriminación racial y los derechos individuales en general, como así también la necesidad de respetar la proporcionalidad en la representación del pueblo en las cámaras legislativas, haciendo efectivo el principio “una persona, un voto”.[45]

4) Dirimir las controversias entre las provincias preservando el equilibrio, y, de darse, entre ellas y el Estado Nacional, intentando soluciones negociadas preservando la idea de Unidad Nacional

En esta función que la Constitución le asigna con claridad los constituyentes pretendían evitar las guerras internas. Solo los conflictos limítrofes están fuera de su competencia.

La jurisdicción de la Corte cuando las provincias son parte no puede escindirse de la crucial intervención del Senado para la designación y remoción de sus integrantes.

La Constitución en el artículo 127 establece que la Corte debe dirimir las controversias entre las provincias. Algunos constitucionalistas han reconocido allí una facultad, que llaman “dirimente”, de resolver esos conflictos con mayor discrecionalidad política. Sin embargo, quienes han estudiado las decisiones del Tribunal en sus diversas integraciones afirman que esa jurisdicción dirimente no es reconocible en la práctica, pues todas sus sentencias fueron fundadas en derecho, o, si se quiere, emitidas con tal pretensión.

Ante lo ya dicho sobre la relevancia de la actividad cortista en el aseguramiento de la Unidad Nacional, no es necesario agregar mucho más. Basta unir aquello con esta decisiva función de resolver las controversias entre las provincias manteniendo la paz y la concordia.

En cuando a los conflictos entre las provincias y la Nación, el ejercicio de la competencia conlleva una responsabilidad de igual magnitud.

La Corte es parte del Gobierno de la Nación y vimos antes -con las autorizadas opiniones de Holmes y Vélez- de la relevancia de asegurar la unidad y aplicación del derecho federal. El ejercicio no debe hacer sentir a las provincias que existe parcialidad, sino el cumplimiento de la Constitución y sus designios políticos de preservación de la Nación como conjunto, como un todo.

Tradicionalmente la Corte, aplicando la cláusula de la supremacía federal contenida en el varias veces mencionado artículo 31 de la Constitución, tendía a darle la razón al Gobierno federal cuando alguna provincia ponía en cuestión la competencia de regular alguna materia vinculada con el comercio interior o exterior, el bienestar social, la salud, la seguridad nacional o un servicio público. Señalé también que la doctrina del “federalismo de concertación” puso es debate esta práctica constitucional, a mi juicio peligrosamente.

5) Abstenerse de interferir en decisiones políticas asignadas por la Constitución a otros órganos y, ante casos de groseros disparates, actuar con mesura y responsabilidad;

Tal vez sea discutible si la aseveración del subtítulo expresa adecuadamente una función o es solo una recomendación de prudencia o, si se quiere, simplemente, de ser estricto en la consideración de los conceptos de caso y de legitimación activa. No creo que sea importante, todas las clasificaciones son falibles.[46]

La función de gobierno de la Corte, como dije, no consiste en mi criterio en ser un confrontador de los poderes políticos ni el “control final de la constitucionalidad de todos los actos estatales”[47], salvo que exista un caso.      

Una forma de entender la función -o recomendación- pasa por entender la doctrina de las cuestiones políticas no justiciables. Sobre esta doctrina se ha escrito mucho y tiene variadas versiones. Tal vez desde un punto de vista analítico remite a la definición de los conceptos de causa y de legitimación activa y pasiva. Pero política o constitucionalmente requiere previamente de una definición conceptual, y ella remite a si existe en la Constitución un órgano que sea cénit de la interpretación constitucional en todos los asuntos.

La tendencia de las últimas décadas es que existe ese órgano y es, precisamente, la Corte. Eso supone cierto desprestigio de la doctrina de las cuestiones políticas, desprestigio a la que ha contribuido su mal uso o su invocación de modo poco claro para justificar o poner fuera del debate público decisiones opacas y no porque, necesariamente, conlleven una “razón de Estado”.    

Creo que es un error. Reitero, la Corte es intérprete fina solo en las causas. Pero más allá de la definición conceptual de causa y legitimado, considero que la Constitución establece un conjunto de decisiones que atribuye a los órganos políticos, es decir, el Presidente o el Congreso. Y lo hace de modo definitivo, más allá de su acierto o error.

Por ende, no parece razonable que, aquello que los constituyentes establecieron claramente que deben decidirlo los políticos termine por arte de magia en la pluma de los jueces de la Corte al dictar una sentencia. Entre esas decisiones, sin ser exhaustivo, pienso en la declaración de guerra, las relaciones exteriores en general, las remociones por juicio político, entre otras.

En este punto, que merece mucho más que estos pocos párrafos, es obvio que no puede haber definiciones o fórmulas tajantes que fijen fronteras indiscutibles, sino que esta función requiere de la sensibilidad de los actores, políticos y jueces, y de sus talentos como hombres (rectius: personas) de Estado. No me refiero como persona de Estado a un devorador de sapos, sino a funcionarios que saben distinguir los momentos históricos para la adopción de las decisiones, teniendo en consideración todas las circunstancias (en la medida de lo posible) y actuando con la intención de lograr el bienestar general.

6. Tener una visión del mundo y de la política exterior de la República Argentina[48]

Las relaciones exteriores son competencia exclusiva del Poder Ejecutivo, con la participación del Congreso.

Sin embargo, los jueces federales, y la Corte en particular, tienen un rol relevante en la aplicación de los tratados, especialmente en las últimas décadas a partir de la participación de la Argentina en el sistema interamericano de derechos humanos. La Corte ha hecho uso de las normas de los tratados y hasta creado o incorporado un control de oficio de la “convencionalidad”, discutible en tanto rompe la regla del contradictorio y de la potestad de las partes para limitar los alcances de la controversia.

Por otro lado, la tendencia a ampliar los temas judiciales reiteradamente mencionada en este texto se ha extendido hasta a la declaración de inconstitucionalidad de un tratado, modificando la política de relaciones exteriores decidida por el Poder Ejecutivo, una situación que en países como los Estados Unidos hubiera sido escandaloso.[49] 

También la Corte interviene en las extradiciones, si bien la última palabra es del Poder Ejecutivo.

Por fin, el derecho aduanero y los temas que hacen al comercio internacional son derecho federal por lo que la Corte tiene la palabra final en los casos que se susciten.

Como se ve, también en esto deberá prensar nuestro presidente al seleccionar su candidato.

7. Final: el concepto del derecho y la conducción corporación judicial 

Creo que han quedado enumeradas las principales funciones políticas.

Advierto sobre un tema soslayado en este texto y el debate jurídico local. Me refiero a cuál es la filosofía o el concepto del derecho que adoptó la Corte en sus diversas integraciones para resolver los casos, o, si se quiere, los “casos difíciles”.

Esto es si adopta una postura netamente positivista de respeto de la voluntad del legislador y, en ese caso, en base a su texto o intención, y en este último supuesto si remite a las expresiones históricas de los constituyentes, la infiere o la actualiza. O, si los jueces aplican valores, si los que extraen del sistema jurídico, de sus propias convicciones o de una racionalidad objetiva, o de fuente teológica. En estos últimos supuestos, si los ponen de manifiesto o los encubren en el texto de las normas legales o constitucionales, o en sus propios precedentes. Creo que no sería posible encontrar una respuesta fácil, y que habría que dar una respuesta para “cada” Corte. Tal vez, para cada fallo.

Tampoco debería descuidar el presidente que la Corte dejó de ser solo un tribunal de derecho. En un proceso que tal vez sea ajustado afirmar que nace en 1930 ha ido adquiriendo peso no solo político -aspecto largamente tratado- sino también burocrático y administrativo, y de conducción de la llamada corporación judicial. Fundamentalmente a partir de los años ’90 la Corte comenzó a crecer en personal, oficinas no directamente vinculadas al estudio de los casos al punto de que la Convención de 1994 estableció un programa político según el cual los jueces solo debían dictar sentencias, y para eso -entre otras funciones- creó el Consejo de la Magistratura.

El plan del constituyente de 1994 fracasó en este aspecto y la cláusula que lo consagra es letra muerta a partir de que desde el inicio del siglo XXI. La Corte recuperó y amplió sus recursos económicos al punto de que puede ahorrar las partidas que no ejecuta, lo que le permitió conformar un poder financiero extraordinario, ampliar aún más su personal y con la ayuda -consiente o por error- de los órganos políticos sumar competencias y organismos (como la DAJUDECO), asumir las funciones que el constituyente pensó para el Consejo de la Magistratura, ejercer una fuerte influencia sobre ese organismo y transformarse en la cabeza indiscutida del estamento o corporación judicial, lo que configura un grupo de poder nada desdeñable.   

Quedan estos puntos, como tantos otros, pendiente su estudio. Pero no por pendiente dejaríamos de advertirle al presidente imaginario que, también ahí, sería bueno que ponga un ojo.  

VII. Final: perfiles de jueces en la Corte: ¿juristas o políticos? ¿filósofos o estadistas? ¿técnicos?

Incidencia para la designación del plan de gobierno del presidente elector y del programa de mediano plazo de consenso social

1. El presidente ya reflexionó sobre la Corte, sus funciones constitucionales y su actuación de hecho. Escuchó a sus asesores sobre qué temas tratará, qué controversias resolverá, qué debería no hacer -según algunos- pero igual hacen, y hasta tal vez leyó estas líneas si no cayó en el aburrimiento mucho antes. Ahora sí, puede pasar al momento de seleccionar a la persona que designará e integrará el Tribunal si las dos terceras partes de los senadores presentes le dan el acuerdo.

Antes de pensar en hombres o mujeres concretas, deberá decidir qué perfil busca.

¿Un político o un jurista? ¿Un filósofo o un estadista?

Todos los modelos son válidos, depende de cómo está conformada la Corte, cuáles son las necesidades de la sociedad y del gobierno, y, fundamentalmente, cuál es el programa político del presidente que, como estadista, debe tener una visión a mediano y largo plazo.

Hubo muchos jueces que provenían de la actividad política, independientemente de sus cualidades como abogados. Abundan en el siglo XIX. El doctor Figueroa Alcora a principios del siglo XX ocupó la presidencia de los tres poderes, una carrera asombrosa (con algún acto institucional que hoy resultaría difícil de calificar como democrático). Actualmente, el juez Juan Carlos Maqueda, que integra la Corte desde hace más de veinte años, designado por Eduardo Duhalde, antes tuvo una extensa trayectoria como diputado, ministro en la provincia de Córdoba y senador, habiendo presidido el Senado. En los últimos tiempos, el juez Carlos Fayt también había desarrollado actividad partidaria.

Creo que sería un error considerar a los políticos como personajes ajenos a la actividad jurídica. Tienen a su cargo, tal vez, la más importante: crear el Derecho.

La identificación de la actividad jurídica con lo judicial tiñe no solo la percepción general, pero también la de los filósofos del derecho, cuyo punto de vista se centra demasiado, a mi juicio, en lo judicial.   

Muchos otros tuvieron actividad política, pero su trayectoria estaba conformada por tareas en el ámbito judicial o el ejercicio de la abogacía y la actividad académica. Pienso en Julio Oyhanarte, entre tantos otros.

2. Dentro del rubro de los jueces que su desempeño previo proviene de judicial abundan los ejemplos. Hay un caso singular, y es el del juez Esteban Imaz, designado por Arturo Frondizi. Imaz era secretario de la Corte y un profundo conocedor de la doctrina y práctica del Tribunal[50], autor de un libro casi canónico El Recurso Extraordinario junto con el doctor Ricardo Rey.

La designación de un secretario de la Corte por parte del presidente parecería suponer la intención política de reforzar una mirada técnica por parte del Tribunal de los asuntos a resolver, probablemente aconsejado por alguno de los jueces de esa época de fluido diálogo con Arturo Frondizi.

3. El Derecho puede ser abordado desde muchos ángulos y la función de Corte puede ser bien cubierta tanto con políticos como con juristas. Depende de qué Corte necesita el país conforme al programa de gobierno.

Por ejemplo, un país en guerra necesitará una Corte que acompañe ese esfuerzo gigantesco que demanda una campaña bélica.

Un país con bolsones de racismo o discriminaciones, con una legislación que convalida o no ayuda a evitarla, tal vez necesite una Corte activista que, a la manera de la Corte Warren, coloque en la agenda la modificación de esa legislación fallando en contra de su validez constitucional. Referí antes que la Corte designada por Alfonsín tuvo esa actitud de promover el respeto por la autonomía al sentenciar la inconstitucionalidad de la prohibición del divorcio o de la tenencia de drogas para uso personal, luego de un período oscuro de gran represión política y social por la dictadura militar.

También jugó un rol decisivo de apoyo a las políticas del gobierno de Alfonsín -expresando una clara voluntad popular- en materia de juzgamiento a las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, tanto al convalidar el juicio a la Juntas en todos los aspectos en los que fue cuestionado, como al declarar la validez de las decisiones políticas de poner límite a esos juzgamientos con la ley de obediencia debida.

Similar consideración corresponde para la Corte surgida de las designaciones de Néstor Kirchner luego del juicio político y las renuncias de algunos integrantes de la Corte de los años noventa, presidida por Julio Nazareno, que se unieron a los jueces Petracchi y Maqueda y convalidaron la invalidación de esa misma ley de obediencia debida y la validez de la continuación de los juicios a los represores, ahora respecto de los que, justamente, por aplicación de esa ley, habían eludido el juicio y el castigo.

La Corte, con diferentes integraciones, acompañó las decisiones políticas en un tema tan grave. Alguno puede señalar contradicciones. Personalmente tiendo a ver una continuación, como una obra colectiva del pueblo y su dirigencia durante cuatro décadas para construir el ideal de verdad y justicia, de acuerdo a las posibilidades de cada momento histórico.  

4. En suma, tal vez lo más importante a los efectos de la elección presidencial es que el titular del Ejecutivo tenga una idea clara de las funciones de la Corte y, de suyo,  un  programa de gobierno y proyecto de país, que sea compartido por la comunidad política y el pueblo. Es ahí donde la exigencia de la conformidad de las dos terceras partes del Senado tiene sentido.

Luego, dependerá de su talento acertar en la elección de la persona que integrará la Corte Suprema.


[1] Hace casi un siglo, el excelente Juicio Político, de Vicente Gallo. Algunas notas de Emilio Ibarlucía. Escribí algunos textos sobre el tema (Controles Constitucionales Sobre Funcionarios y Magistrados, Depalma, 1997, La Corte Suprema y su intervención en el juicio político parlamentario, ED-Constitucional, 14.05.2005, p. 4 y ss.; Id SAIJ: DACF070003). Para el que quiera estudiar el tema le aconsejo buscar los debates parlamentarios. Encontrará intervenciones de Montes de Oca, Joaquín V. González, Parry, Roca, Juan B. Justo, etc. breves y excelentes, y muy buenas defensas técnicas, algunas pintorescas. Ya en años recientes, no puedo no coincidir con las de Alberto Balestrini, Sergio Acevedo y Ricardo Falú, con quienes tuve el honor de trabajar.   

[2] Este paradigma del derecho como un saber técnico reservado a especialistas es alentado de hecho por los abogados y jueces al usar un lenguaje complejo y extender los textos innecesariamente. Hace medio siglo era extraña una sentencia de la Corte de más de veinte o treinta páginas. Hoy es habitual sentencias que rondan entre las cincuenta y cien. Esa extensión dificulta encontrar el argumento central de la decisión aún al experto -y, a veces, hasta a la misma Corte- para identificar su línea de doctrina. Además, desalienta por completo al común de la gente, incluso a la que tiene un fuerte interés en los asuntos públicos. Lo que conlleva a la postre un fuerte contenido antidemocrático.     

[3] Hay excepciones. Seguramente Arturo Frondizi conocía a Julio Oyhanarte, Raúl Alfonsín a Genero Carrió, Carlos Menem a Julio Nazareno, Eduardo Duhalde a Juan Maqueda y que Néstor Kirchner sabía quién era Raúl Zaffaroni. Pero creo que de ordinario se da lo que describí.  

[4] Decreto 222/2003.

[5] Dice el artículo 2 de la ley 27 que el Poder Judicial “Nunca procede de oficio y sólo ejerce jurisdicción en los casos contenciosos en que es requerida a instancia de parte.

[6] Las críticas en los últimos años son a veces furiosas desde lo político, pero creo que no se logra conformar un debate crítico que fructifique, porque la respuesta es del sector político que cree verse beneficiado por el fallo, que emite una contestación con igual carga de furia. No digo que no tenga contenido, sino que carece de sutilezas y que los contendientes no muestran interés por escuchar el argumento del otro para considerarlo y aun rebatirlo. En el ámbito académico la discusión es casi nula, el consenso mayoritario es elogioso al punto de rozar el dogmatismo.

[7] Y hasta puede haber un manto de dudas sobre la validez de esa práctica. Pero no voy a analizarlo acá. .

[8] El Código de Comercio argentino, redactado por el jurista uruguayo Acevedo y el argentino Vélez Sarsfield prescribía en sus declaraciones preliminares: “… III. Se prohíbe a los jueces expedir disposiciones generales o reglamentarias, debiendo limitarse siempre al caso especial de que conocen. IV. Sólo al Poder Legislativo compete interpretar la ley de modo que obligue a todos. Esta interpretación tendrá efecto desde la fecha de la ley interpretada; pero no podrá aplicarse a los casos ya definitivamente concluidos.”.

La regla fue tomada por Francia en el Code, aun vigente en su artículo 5: “Il est défendu aux juges de prononcer par voie de disposition générale et réglementaire sur les causes qui leur sont soumises.” (Création Loi 1803-03-05 promulguée le 15 mars 1803. https://www.legifrance.gouv.fr/codes/section_lc/LEGITEXT000006070721/LEGISCTA000006089696/#LEGISCTA000006089696). Una traducción posible es: “Queda prohibido a los jueces pronunciarse por vía de disposición general y reglamentaria sobre las causas que se les sometan”.

¿La sustitución de ese código por el actual Código Civil y Comercial debe considerarse la abrogación de esta regla? No me parece, porque a mi modo de ver es una norma constitucional inherente al régimen republicado. Decía Montesquieu que quien hace la norma no puede ser quien la aplica (El Espíritu de las Leyes, XI, VI; también ver Baudry Lacantitinerie, Traité théorique et pratique de Droit Civil, París, 1902, I, parag. 233s).

La regla corresponde a una antigua tradición, pues no es extraño que el poder político como legislador tenga la (vana, dice Alf Ross) esperanza de preservar su obra de miradas diferentes y hasta haya prohibido la interpretación de la ley o reconocer a los jueces como creadores del derecho.

Justiniano prohibió decidir de acuerdo con el precedente: non exemplis, sed legibus judicandum est (Codex 7, 45, 13 cit. por Ross, Alf, Sobre el derecho y la justicia, traducción de Genaro Carrió, Eudeba, Buenos Aires, 1963, p. 83,). Ross dice que similares normas hay en el Código Prusiano de 1794 y que, en Dinamarca, luego de aprobado el código en 1683 se prohibió a los abogados citar precedentes ante la corte suprema, lo que fue dejado de lado en 1771.

Según Savigny el acta de promulgación del Digesto del año 533 refiere a la prohibición de la interpretación literaria y lo completa así: “Los libros, y sobre todo los comentarios sobre las leyes, están prohibidos. Cuando haya duda sobre el sentido de una ley, los jueces deben someterla a la decisión del emperador, que es el solo legislador y el solo intérprete legítimo” (Sistema de Derecho Romano Actual, edición en español, Madrid, 1878, t. I p. 205).

[9] En ciertas situaciones esa doctrina es errada y resulta contraria a la idea constitucional, por ejemplo, si viola la prohibición de delegación de facultades constitucionales de la Nación en las provincias y viceversa.

El tema merece tratamiento aparte, lo mismo que la idea y práctica de tratados entre la Nación y una provincia o CABA como si fueran partes privadas en igualdad de condiciones transando derechos, o estados soberanos regidos por reglas análogas al derecho internacional. El concepto del “federalismo de concertación” fuera de las reglas que la misma Constitución prevé para que las provincias y el gobierno federal pacten es, a mi juicio, inconstitucional si, por ejemplo, el pacto se realiza sustituyendo el ejercicio por el Congreso de las atribuciones que le son propias.

[10] Dice el artículo 5 de la ley 27 de 1862 respecto de la Justicia Nacional: “No interviene en ninguno de los casos en que, compitiendo ese conocimiento y decisión a la jurisdicción de Provincia no se halle interesada la Constitución ni ley alguna Nacional.

[11] Entre los disparates en casos políticos ver, entre otros, “Pucci” Fallos 243:306, “Spangemberg” Fallos 256:54.

[12] Sí estaba prescrito en el artículo 95 de la Constitución de 1949, insólitamente abrogada por el famoso bando militar.

El stare decisis tiene origen anglosajón. Es interesante la descripción que realiza Alf Ross del modelo anglosajón y su evolucionó desde el siglo XIII. Comenzó con la recopilación de precedentes en colecciones de fallos que se utilizaban con fines prácticos, pues los jueces no consideraban estar obligados por sus razones, consolidándose recién en los siglos XVII y XVIII, para quedar definida en el siglo XIX la doctrina del stare decisis que describe así: a) un tribunal está obligado por las decisiones de tribunales superiores y, en Inglaterra, la Cámara de los Lores y el Tribunal de Apelaciones están obligados por sus propias decisiones; b) toda decisión relevante de cualquier tribunal es un argumento con autoridad suficiente para que se lo tome respetuosamente en cuenta; c) una decisión solo es obligatoria respecto de la ratio decidendi; y d) el precedente no pierde vigencia por el paso del tiempo, pero los viejos no se aplican a situaciones modernas.

Sin embargo, Ross señala que no es claro en qué medida los jueces anglosajones se sienten más obligados por el precedente que sus colegas de Europa continental. Pues la libertad de los jueces igual se evidencia en los cambios que van produciéndose en el derecho. Los cambios pueden explicarse porque como lo obligatorio es la ratio decidendi y no las palabras del juez del precedente o el dictum de la sentencia, se requiere una actitud interpretativa que otorga considerable libertad al juez. Y también porque esa actitud interpretativa es extensiva a las circunstancias fácticas. Extraer la ratio decidendi de un fallo es una actividad interpretativa compleja y sutil que permite una importante actividad creadora por el juez. Y esto es lo que hace posible la evolución del derecho.

Parecería que Ross cree que la doctrina del stare decicis es solo una ilusión que oculta la libre función creadora del derecho por los jueces transmitiendo la impresión engañosa de que las decisiones están determinadas por un conjunto de reglas objetivas. Ver: Sobre el derecho y la justicia, traducción de Genaro Carrió, Eudeba, Buenos Aires, 1963, pp. 82-88.

[13] El “debate” continúa en los tribunales, pero por medio de una metodología elitista, bilateral, con reglas formales y sacramentales, limitado a los legitimados que, además, deben actuar con la intervención obligada de un profesional rentado de formación universitaria (los abogados) y con un tercero superior a las partes (el juez). Es decir, que no atiende de ningún modo a las necesidades de un debate abierto, robusto y desinhibido como exige la sociedad democrática, por más que se publiquen edictos, se hagan audiencias o se invite a los “amigos del Tribunal” a opinar.

[14] Citado por Alexander Bickel en La Rama Menos Peligrosa, FCE, México, 2020, p. 38 (traducción de The Least Dangerous Branch, The Supreme Court in the Bar of Politics, 1962).  

[15] Hay normas en las leyes de defensa del consumidor y del ambiente. En este último caso, no parece que los políticos hayan reflexionado demasiado sobre las consecuencias de lo que sancionaron.

[16] Ver la nota del doctor Lozano que se cita en el capítulo referido al caso “Halabi”.

[17] Los casos de defensa de la competencia colocan en muchos casos al Tribunal en el problema no solo de la indivisibilidad del derecho que se invoca (argumento de Petracchi y Argibay en “Halabi”, aun cuando discutible en ese caso), sino que, aun cuando pudiera solo beneficiar al actor al remover a su respecto la práctica contraria a la competencia, ello ocasiona a veces que, lejos de generar una mayor transparencia en el mercado, lo que se logra si se limita al accionante el efecto de la sentencia, es aumentar la distorsión, pues persiste la afectación general y el actor se transforma en un privilegiado.

[18] Es discutible para analizar con detenimiento si las extensas consideraciones realizadas y reglas allí establecidas fueron luego aplicadas estrictamente en los casos posteriores.

[19] El decreto 375/2005 de abril de 2005 suspende el decreto reglamentario 1563/2004 de noviembre de ese año. La ley había sido sancionada en diciembre de 2003. La sentencia de Corte en “Halabi” es de febrero de 2009.

[20] Por ejemplo, si esta hubiera dispuesto que el Poder Ejecutivo sería ejercido por el primogénito varón del anterior gobernador, entre muchos otros supuestos que justificada abrogar una Constitución local que no cumpliera los requisitos del artículo 5 de la Constitución Nacional.

[21] Los argumentos son discutibles, pero no es de interés para este estudio.

[22] Thayer, James Bradley, The Origin and Scope of the American Doctrine of Constitutional Law, Harvard Law Review, t. 7, 3 (25.10.1893) pp. 129-156, leí la traducción de Mariano Vitetta “Origen y alcance de la doctrina estadounidense del Derecho constitucional”.

[23] Personalmente creo razonable la solución política dada por la Corte. También advierto la inexistencia de legitimación activa. ¿Son compatibles ambas afirmaciones? Es uno de los dilemas que este texto trata de exhibir, sin pretender dar la solución.  

[24] La obligación de las empresas de soportar los costos no parece un derecho del cual el actor, un abogado, pudiera sentirse agraviado. Ni un asunto dirimible sin la intervención de las empresas.

[25] La Cámara Federal había afirmado que la legitimación del actor «no excluía la incidencia colectiva de la afectación a la luz del 2° párrafo del art. 43 de la Constitución Nacional» por lo que la sentencia dictada en tales condiciones debía «… aprovechar a todos los usuarios que no han participado en el juicio».

[26] De lo mucho que se ha escrito recomiendo la nota del doctor Luis F. Lozano, A propósito del fallo “Halabi”, La Ley 27.11.2009, LL 2009-F , 777. El doctor Lozano elogia que la Corte fije reglas procesales generales, sustituyendo al Congreso que declara en mora (y sigue en mora, tácitamente delegando competencias legislativas en los jueces). Como bien señala, la Corte no las aplica al caso, sino solo en lo que respecta a los efectos de la sentencia que abarca a todos los ciudadanos que no fueron parte del juicios (es decir, todos, menos el doctor Halabi). Fuera de esto, los comentarios sobre los conflictos que la doctrina sentada por la Corte abre es excelente.

[27] En Fallos 333:1023 “Thomas” la Corte refirió a “Halabi”, así: “La sentencia dictada por esta Corte en el mencionado caso «Halabi» como no podía ser de otro modo no ha mutado la esencia del control de constitucionalidad que la Ley Suprema encomienda al Poder Judicial de la Nación en los términos señalados precedentemente, para convertirlo en un recurso abstracto orientado a la depuración objetiva del ordenamiento jurídico que es ostensiblemente extraño al diseño institucional de la República.

En esa sentencia, el juez Petracchi además dijo: “… esta Corte ha concluido que el citado art. 43 reconoce como legitimados sólo al defensor del pueblo y las asociaciones que propendan a los fines indicados por la norma (causa S.942.XLV «San Luis, Provincia de c/ Estado Nacional s/ amparo», sentencia del 2 de febrero de 2010).

[28] En lo formal, “Halabi” presenta otro problema. El grupo que el actor representaba a criterio de los jueces no agotaba necesariamente a la totalidad de los ciudadanos. Reitero que a mi modo de ver el Congreso no votó una ley que autorizara semejante intromisión en la privacidad, pero aun si lo hubiera hecho, puede existir un universo (minoritario) que crea que la ley -aun en esa disparatada extensión- contribuye a su seguridad y que está dispuesto a resignar su privacidad. Personalmente jamás lo admitiría, pero la posible existencia de un grupo (si se quiere parodiarlo, paranoico) que suponía que la ley lo amparaba, tenía derecho a por los menos intervenir en el juicio y se oídos.

[29] ¿Otro caso para Thayer? Probablemente.

[30] Este es otro tema para desarrollar extensamente. El artículo 120 de la Constitución ordena que el Ministerio Público defienda la legalidad. No la constitucionalidad. Pero en la práctica no es raro que los fiscales opinen que una ley es inconstitucional.    

[31] La posibilidad de que en un proceso se demande la derogación de una ley (reitero y subrayo, un supuesto prima facie excluido de las competencias de los jueces conforme a la interpretación tradicional de la Constitución) y, para peor, sin que en ese proceso judicial se integren aunque sea simbólicamente a todos los interesados y el Estado o Gobierno que asume la condición de demandada no defiende la legalidad sino que consiente la pretensión demandada, lleva a situaciones no ya paradójicas sino absurdas. Son ficciones de procesos, pero con consecuencias institucionales y normativas graves. Cito dos ejemplos. Uno es el caso donde se cuestionó la validez de un tratado suscrito con Irán y ratificado por el Congreso. Sin ingresar en el mérito político o diplomático del pacto o su contenido, allí el Poder Judicial, sustituyó al Poder Ejecutivo y al Congreso en el manejo de las relaciones exteriores. Difícilmente eso hubiera sido defendido por los constitucionalistas clásicos y menos aún habrían podido encontrar apoyo, por ejemplo, en la práctica constitucional de los Estados Unidos y la jurisprudencia de su Corte. Otro fue el consentir alguna sentencia o medida cautelar que permitía a una jueza permanecer en el cargo luego de cumplir los 75 años que la Constitución fija como límite, en lugar de requerir el segundo acuerdo si el Poder Ejecutivo pretendía la permanencia de la jueza.

[32] Copio un párrafo del considerando 9: “En estas situaciones excepcionalísimas, en las que se denuncia que han sido lesionadas expresas disposiciones constitucionales que hacen a la esencia de la forma republicana de gobierno, poniendo en jaque los pilares de la arquitectura de la organización del poder diagramada en la Ley Fundamental, la simple condición de ciudadano resultaría suficiente para tener por demostrada la existencia de un interés «especial” o «directo”. Ello es así ya que, cuando están en juego las propias reglas constitucionales “no cabe hablar de dilución de un derecho con relación al ciudadano, cuando lo que el ciudadano pretende es la preservación de la fuente de todo derecho. Así como. todos los ciudadanos están a la misma distancia de la Constitución para acatarla, están también igualmente habilitados para defenderla cuando entienden que ella es desnaturalizada, colocándola bajo la amenaza cierta de ser alterada por maneras diferentes de las que ella prevé” (Fallos: 317:335 y 313:594, disidencias del juez Fayt)”

El considerando 12 dice: “Que esta interpretación no debe equipararse a la admisión de la acción popular que legitima a cualquier persona, aunque no titularice un derecho, ni sea afectada, ni sufra perjuicio. En abierta contradicción a ella, la legitimación en este caso presupone que el derecho o el interés que se alega al iniciar la acción presentan un nexo suficiente con la situación del demandante, y aunque no se requiere que sea suyo exclusivo, resulta evidente que el Colegio -en su carácter de persona jurídica de derecho público con la categoría de organismo de la administración de justicia (art. 17 de la ley 5233)- será alcanzado por las disposiciones impugnadas a menos que por medio del recurso extraordinario federal se evite el eventual perjuicio denunciado.

[33] Creo que esta doctrina identificaría un período de la Corte donde fue determinante la incidencia del juez Lorenzetti.

[34] La ley luego fue atacada por el Grupo Clarín que logró su suspensión judicial por años, medida poco justificable, y luego fue convalidada por mayoría por la Corte (Fallos 336:1774). En esa mayoría destaco el, a mi juicio, excelente voto del juez Petracchi. Hubo también un amplio debate en la Corte con audiencias públicas.

La discusión constitucional de fondo era si podía haber normas para evitar las prácticas anticompetitivas en un determinado sector de la economía o mercado. Opino que la Constitución admite que el Congreso, si así lo considera adecuado, legisle ciertas reglas antimonopólicas para una rama de la economía (ej. la industria metalúrgica) y otra para otras (ej. los medios de comunicación).

[35] Ocupaba el cargo de Secretario Parlamentario de la Cámara de Diputados durante el trámite. Y colaboré con el servicio jurídico de la Cámara en la elaboración del recurso extraordinario contra la sentencia de la Cámara Federal que confirmó la cautelar y que la Corte revocó. Por ello, no soy imparcial en la consideración sobre la regularidad de la sanción y el mérito de la acción judicial que lo cuestionó, pero intento ser objetivo.

[36] Uso de intento la referencia para poder recordar la brillante frase de Learned Hand, que en una reflexión sobre la Corte no puede faltar: “Yo pienso que sería extremadamente molesto ser gobernado por un grupo de Guardias Platónicos, aun si supiéramos cómo elegirlos, lo que yo con toda seguridad no sé. Si ellos estuvieran a cargo del gobierno, yo perdería el estímulo de vivir en una sociedad en la que yo tuviera, al menos teóricamente, alguna parte en la dirección de los asuntos públicos. Por supuesto, yo sé qué ilusoria sería la creencia de que mi voto determina algo; pero al menos cuando voy a las urnas tengo la satisfacción en el sentido de que todos estamos participando de una empresa en común. Si usted replica que la oveja de una manada puede tener el mismo sentimiento, yo replicaría como San Francisco: ‘Mi hermana, la Oveja’”. La cita en Nino, Carlos, Fundamentos de Derecho Constitucional, Buenos Aires, Astrea, 1992, p. 685. 

[37] Firman la sentencia solamente los jueces Lorenzetti, Maqueda y Highton. Una mayoría ajustada. Pero no parece que con la integración posterior a 2015 vaya a ser modificado el criterio, o que el Estado insista en el uso del recurso.  

[38] Cuya función primordial, a mi juicio, es esta de establecer la preminencia del derecho federal por sobre el local. No ser una prescripción análoga a la pirámide de Kelsen. Visto de este modo las normas del artículo referido ordenan claramente la función que estoy describiendo.

[39] Prólogo de Historia del orijen, formación y adopción de la Constitución de los Estados Unidos, por Jorje Ticknor Curtis, Buenos Aires, Imprenta del Siglo, 1866.

[40] Papeles Legales Compilados, 1920, parág. 295-296; cit. por (Bowie, Robert y Friedrich, Carl, Studies In Federalism, traducción de Susana Barrancos, Estudios Sobre Federalismo, Buenos Aires, EBA, 1958,. pp. 361-380

[41] Ver los casos “El Práctico” y “Santa Fe c/Estado Nacional”, ambos del 24 de mayo de 2011.

[42] Más allá de que, en ese caso, opino que la competencia había sido incorrectamente ejercida por el Poder Ejecutivo. Pero la cautelar se fundó en la falta de facultades del gobierno federal. Es decir, que aun correctamente ejercida, le hubiera sido negada.

Un comentario con reflexiones interesantes en: Urdampilleta, Mariana, Nuevas Reflexiones sobre el caso “Provincia de Entre Ríosc. Estado Nacional” en La Ley – Suplemento Administrativo, Febrero 2002, N° 01.

[43]  Ley 26.147, sancionada con quórum estricto.

[44] Entre ellas, “Canicoba Corral c/Acevedo” de Fallos: 336:1148, donde se sancionó al demandado con la obligación de indemnizar al juez actor que se sintió agraviado por una fuerte crítica del entonces gobernador a su desempeño. El fallo fue por mayoría de cuatro votos contra tres disidentes. Es difícil de explicar la decisión de la mayoría con arreglo a las doctrinas anteriores y posteriores de la Corte en materia de libertad de expresión. Actualmente es objeto de revisión en el sistema interamericano de derechos humanos. No soy neutral por haber patrocinado al demandado.    

[45] Sobre este último aspecto, un ciudadano de la provincia de Buenos Aires y una ONG se presentaron ante la Corte en instancia originaria planteando la discriminación que sufren los habitantes de la provincia de Buenos Aires en la Cámara de Diputados de la Nación pues son subrepresentados por efecto de la ley de facto sancionada por el dictado Bignone en 1981. La Corte rechazó la demanda in limine luego de un extenso período de consideración, aun con dictamen de la Procuración General favorable a correr traslado de la demanda y una muy interesante disidencia del juez Maqueda. La sentencia está registrada en Fallos: 344:603, “Sisti”.

No soy neutral al analizar el caso. La demanda fue patrocinada por el doctor Hernán Gulko. El doctor Torcuato Sozio como presidente de ADC gestionó la presentación que se realizó en base a una idea de los doctores Enrique Paixao y Alberto Ferrari Etcheverry.

Su procedencia sería pasible de alguna de las críticas sobre legitimación y existencia de caso. Pero la gravedad de la subrepresentación y la violación del principio “una persona un voto” pone en cuestión la calidad de la representación democrática, que es, en suma, una de las bases esenciales de la legitimidad de todo el sistema jurídico y político. El tema debería ser tratado por el Congreso con urgencia.    

[46] Basta releer a Borges (El Idioma Analítico de John Wilkins, “Otras Inquisiciones”).

[47] Oyhanarte, Julio, Historia del Poder Judicial, Todo es Historia Nro. 61, 1972. En “Recopilación de sus Obras”, M. Oyhanarte, Buenos Aires, 2001, pp. 14 y ss.

[48] Debo al doctor José Pedro Bustos la consideración de este punto.

[49] Entre muchos otros, ver SC USA Zivotofsky v. Kerry, 576 U.S. 1 (2015).

Durante el gobierno de Cristina Fernández el Poder Ejecutivo suscribió un tratado con Irán con relación a la investigación del brutal atentado terrorista contra la sede de la AMIA. El tratado, cualquiera fuera su mérito, fue aprobado por el Congreso. Luego, fue declarado inconstitucional por un juez y el Gobierno, ya presidido por Mauricio Macri, consintió la sentencia. A mi modo de ver, el Poder Judicial no tiene competencia para intervenir en las relaciones exteriores juzgando el mérito de los tratados. Y si el Presidente Macri consideraba que el tratado era inválido, inconveniente o inoportuno, tenía la competencia constitucional -y el deber político si así lo creía- de denunciarlo. Consentir una sentencia no es la solución de un estadista.  

[50] Salvando distancias de tiempos y estilos, ¿podría haber una analogía si se analizara la designación del doctor Cristian Abritta, importante secretario de la Corte de las últimas décadas?

La elección de un secretario talentoso es también una opción política. Conlleva la decisión de valorar el conocimiento de la jurisprudencia e historia reciente de la Corte y buscar un saber técnico. Obviamente, no quita que el elegido sostendrá también sus valores al ejercer la función.        

¿Tiene la Ciudad de Buenos Aires facultades para gravar la renta proveniente de las operaciones con letras emitidas por el Banco Central?

noviembre 18, 2021

Los principios de supremacía federal y de inmunidad de los instrumentos de gobierno

I. Introducción  

1. La Ciudad de Buenos Aires (CABA) gravó desde el 01.01.2021 con el impuesto a los Ingresos Brutos (IIBB) la renta proveniente por toda operación con títulos, bonos, letras, certificados de participación y demás instrumentos emitidos por el Banco Central de la República Argentina (BCRA).[1]

Las leyes fueron sancionadas a fines de 2020 y promulgadas por el Jefe de Gobierno a pesar de la objeción del Gobierno de la Nación.[2] Entraron en vigencia no obstante la acción que el BCRA promovió ante la Corte Suprema.[3]  

Propongo analizar si CABA -o una provincia- puede establecer impuestos sobre instrumentos de política económica del Gobierno federal.

 2. Las Letras de Liquidez (Leliqs) son títulos que emite el BCRA con diferentes finalidades, entre ellas controlar la cantidad de circulante. Para ello fija un interés que constituye la tasa de referencia para el sistema financiero.[4] Las operaciones de pase consisten en la venta de títulos con obligación de recompra en un breve plazo, a precio fijado.

El punto fáctico del conflicto es si el impuesto afecta la política del BCRA. Si incide sobre el valor de los títulos, perturba su funcionamiento o de cualquier modo afecta la política monetaria.

3. Los gobiernos locales deben integrar el tesoro de sus estados con las contribuciones razonables que sus poderes legislativos dispongan sobre las manifestaciones de riqueza que se producen en el ámbito de la actividad privada, dentro de su jurisdicción territorial y material.

A mi modo de ver, no pueden establecer impuestos al Estado federal, directa o indirectamente, ni que afecten la eficacia de sus instrumentos de gobierno. Pues es prohibido a las provincias interferir en el ejercicio de competencias atribuidas por la Constitución exclusivamente al Gobierno de la Nación.      

4. La alícuota que fija la norma tributaria de CABA es del 8 % sobre la renta de los títulos.[5]

5. Es posible que CABA fundamente la legitimidad del tributo argumentando sobre la incidencia concreta del impuesto en el valor de la tasa. Es decir, haciendo hincapié en si el banco tomador traslada el costo del impuesto al BCRA, a sus clientes o lo absorbe. El argumento de CABA fincará en sostener que el impuesto pesa sobre los bancos privados, no sobre el BCRA. Y que por ello no afecta las políticas federales.  

Si el impuesto obligara al BCRA a pagar una tasa más alta sería indiscutible que afecta la política federal. Las consecuencias de elevar la tasa de interés, del costo del dinero y del déficit fiscal o cuasi fiscal son enormes.

6. Pienso que cualquiera fuera el grado de afectación, el tributo es inconstitucional porque las provincias -o CABA- carecen de facultades para gravar la gestión del Gobierno. Ello, con independencia de que, concretamente y de qué modo, afecte la política monetaria del Estado Federal.

7. El impuesto transgrede dos reglas constitucionales: (i) la de supremacía federal y, (ii) la de inmunidad de los instrumentos de gestión política. Ambas son doctrinas desarrolladas por la Corte Suprema. En cierto punto, están vinculadas.

8. La descripción del conflicto roza la fijación de las políticas económica y monetaria, que exigen uniformidad en todo el territorio y corresponden, exclusivamente, al gobierno de la Nación. Esto se relaciona a la idea de Unidad Nacional.[6]

Si cada provincia pudiera gravar los instrumentos de política económica y monetaria para proveer a su tesoro, no podría haber una política económica única para todo el país.[7]

II. El principio de supremacía del derecho federal

1. El federalismo supone el reparto de las competencias de gobierno en dos esferas. Un conjunto es dado por la Constitución al Estado federal a los fines de asegurar la Unidad Nacional y ejercer el gobierno general. Las restantes corresponden a las provincias.[8]

La Constitución Nacional delega en el Gobierno central las facultades vinculadas con la política económica y monetaria, los empréstitos, el valor de la moneda, la creación de instituciones, etc.[9] Puede desarrollar todas las acciones y crear las instituciones y normas que considere convenientes.

En ejercicio de esas facultades el Congreso creó el BCRA, a quien atribuyó el ejercicio de algunas de esas funciones. Otras las ejerce directamente el Poder Ejecutivo con sus ministros. Con arreglo a esas mismas competencias, el Estado federal creo ciertos bancos (ej. Banco Nación, etc.) para la promoción del crédito y otras finalidades.

2. Una regla fundamental de la Constitución es la de la supremacía del derecho federal. Cuando hay un conflicto entre una regla federal y una provincial prevalece la primera.[10]

Las provincias no pueden interferir en las políticas que desarrolla el gobierno federal. No ejercen el poder delegado por la Constitución a la Nación (art. 126 C.N.).

Afirmar que las facultades tributarias no fueron objeto de delegación en la Nación y son conservadas por las provincias no es objeción a la tesis que defiendo.

Esto último, así enunciado, es sólo parcialmente cierto. Las facultades tributarias son repartidas por la Constitución en el gobierno de la Nación y al de las provincias según la materia, y tanto unas como otras están sujetas a las reglas que surgen de la Constitución y las leyes nacionales.[11]

3. La regla de la supremacía federal obra en todo el texto constitucional, pero se consagra el artículo 31, que es clave para entender el reparto de poder y, a mi modo de ver, dirimente en el conflicto entre CABA y el Gobierno federal.[12]

III. La supremacía del derecho federal en la jurisprudencia de la Corte Suprema[13]

1. La supremacía del derecho federal se expresa en la jurisprudencia de la Corte de diversas maneras, desde el caso de Fallos 3:131 (“Mendoza, Domingo y otro c/ Provincia de San Luis”) de 1866.

Tal vez la más extensa refiere a la eliminación de los impuestos provinciales que, con la intención de beneficiar a la economía local, instituyen de modo directo o indirecto “aduanas locales” o barreras arancelarias. Puede verse desde el citado caso de 1866 -o el de Fallos 26:94 de 1884 (“José Benci y Cía.”)- hasta los más recientes de Fallos 338:1455 (“Colegio de Escribanos de la Ciudad de Buenos Aires”), entre muchos otros. Algo de esto aparece en Fallos 337:234 de 2014 (“Banco Credicoop”) sobre el que volveré.

Otro modo en que se expresa la supremacía federal en la jurisprudencia de la Corte es en el ámbito de los servicios públicos. Si bien no hay unanimidad en considerar a la actividad bancaria como servicio público, la similitud es indisputable y, por ende, aplicable la doctrina elaborada sobre esa materia que prescribe que cuando el Estado federal establece que una actividad es servicio público, las provincias no pueden interferir en la regulación del servicio ni afectar la ecuación económica con tributos.[14]

Otro ejemplo puede verse con relación a los establecimientos de utilidad nacional. Es decir, a la capacidad local para imponer sobre los asentamientos territoriales de la Nación. Fundamentalmente establecimientos del Ejército Argentino, los Ferrocarriles, etc.

Creo que el BCRA no es un establecimiento de utilidad nacional, sino un órgano federal que ejecuta una función administrativa y políticas del Gobierno Nacional, y el impuesto de CABA opera sobre esa actividad, no sobre sus bienes inmuebles. Grava su actividad, no el patrimonio inmobiliario. Pero es de interés la referencia porque, si lo fuera, también regiría la doctrina de la supremacía federal. La reforma del 94 zanjó un debate previo aplicando la regla que vengo describiendo, aun con una especial deferencia hacia el poder tributario local por la consideración de la materia inmobiliaria. Las facultades tributarias locales tienen límite en la interferencia en el cumplimiento de los fines de esos establecimientos, es decir, en el desarrollo de las políticas del gobierno federal (art. 75 inc. 30, CN). La imposición cabe sobre el establecimiento en tanto inmueble, siempre que no afecte el cumplimiento de los fines.  

Los anteriores no son los únicos aspectos en los que la supremacía federal aparece en la jurisprudencia de la Corte, pero son los que resultan más cercanos al caso del impuesto de CABA.

Cabe una acotación final a este punto. La Corte reconoce la doctrina de la primacía federal y la aplica pacíficamente. No obstante, la actual composición tiene una particular deferencia en favor de las competencias locales, como se ha expresado en fallos recientes de 2021.[15]    

IV. Derecho federal y BCRA    

Una rápida mención sobre las normas y políticas del BCRA.  

La Carta Orgánica del BCRA (ley 20.539, texto ley 24144) regula las misiones y funciones de la institución.[16]

De su texto se pueden extraer algunas conclusiones.

La primera es que el BCRA ejerce competencias relevantes del Gobierno federal en materia de política monetaria. La segunda es que sus bienes están sujetos al tratamiento que disponga el Gobierno federal. Por fin, que no puede asumir obligaciones que restrinjan o condicionen sus funciones sin autorización del Congreso.

V. Inmunidad de los instrumentos de gobierno: jurisprudencia de la Corte  

1. Por fin, veamos doctrina de la inmunidad de los instrumentos de gobierno, según la Corte.

Puede sintetizarse así: los instrumentos, medios y operaciones por los cuales tanto el Gobierno Nacional como las provincias ejercen sus poderes están recíprocamente exentos de los impuestos de los estados.

2. Surge de estos casos.

En el de Fallos 18:340 de 1876 (“Fiscal General de la Provincia de Buenos Aires”) la Corte dijo que la facultad de las provincias para imponer contribuciones se limita a todo aquello que existe bajo su autoridad o que es de su propia creación; pero que no puede extenderse a los objetos o instituciones autorizadas por el Congreso como medios para el propósito del ejercicio de los poderes conferidos al gobierno general.

Se trataba de la pretensión de establecer un impuesto sobre un acto del Banco Nacional.[17]

El de Fallos 147:239 de 1926 (“Banco de Córdoba”) trató la controversia suscitada por la provincia de Córdoba que negó validez a una ley de la Nación que, actuado como legislatura local, estableció un régimen previsional en la Capital Federal. La provincia se negaba a realizar los aportes que le exigía la Caja de Jubilaciones por los empleados de la sucursal del Banco de Córdoba instalada en esta ciudad. Decía estar amparada por el derecho de darse su banco de Estado y regularlo por las normas de esa provincia.

La Corte, con dictamen coincidente del procurador Larreta, sostuvo que ninguna provincia puede legislar si no es con referencia a las cosas y a las personas que se hallen dentro de su propia jurisdicción, pues los poderes conferidos por la Constitución son para ser ejercidos dentro de su territorio.[18]  

En Fallos 186:170 de 1940 (“Banco de la Provincia de Buenos Aires”), equiparando el privilegio concedido a la provincia de Buenos Aires por el pacto del 11 de noviembre de 1859 con el de inmunidad del Estado Nacional, sostuvo que el poder de establecer impuestos, nacionales y provinciales, cede ante la facultad reconocida por la Constitución a la Nación y a las provincias, de crear bancos de estado, que son instrumentos de gobierno. Recordó que las provincias no pueden imponer impuestos a los medios de gobierno del Estado, con cita de Marsahll en “Mc Culloch v Maryland” y de Fallos 147:239.

Dijo la Corte que los instrumentos por los cuales tanto el Gobierno Nacional como las provincias ejercen sus poderes están exentos de impuestos, recíprocamente. Ni la Nación puede gravar los instrumentos de gobierno de las provincias, ni éstas los del Estado federal. Ello, siempre que se trate de instrumentos u operaciones esenciales para la ejecución de las funciones de los respectivos gobiernos y que éstos sólo pueden cumplir (ver, pp. 232-233).

La misma doctrina aplicó n Fallos 196:369 al banco de Estado de la provincia de Mendoza, aun cuando esa provincia no hizo reserva alguna con la Nación, como la de Buenos Aires en el pacto de pacificación de 1859. La línea jurisprudencial continúa en Fallos 247:325.[19]

También se aplicó en Fallos 249:292, donde recordó que, por amplios que sean los poderes impositivos provinciales, no es pertinente sostener que puedan extenderse hasta gravar los medios y actividades del Gobierno Nacional, pues de otro modo sería ilusoria la supremacía de la Nación, que la Constitución establece en su artículo 31 (Fallos 249:292, considerando 3).

Se trataba de una demanda de repetición deducida por el Banco Nación por un impuesto pagado cuando existía exención legal.

Es de interés el voto de Oyhanarte, considerandos 9 a 13, especialmente el último, donde refiere que el principio de supremacía nacional tiene alcance omnicomprensivo y debe aplicarse no sólo a las cosas, bienes, instrumentos, medios y operaciones ligados a fines nacionales, sino también cuando están en juego los planes trazados o la política adoptada por el Congreso teniendo en vista los intereses del país como un todo.[20]

3. De lo anterior se deduce que las provincias no están facultadas para ejercer el poder tributario si obsta al logro de los fines constitucionales del Gobierno Federal. No pueden gravar los medios o instrumentos de que éste se vale para el desempeño de sus funciones (Fallos 295:338[21]). Similar doctrina surge de Fallos 333:538.

En suma: las provincias no pueden gravar los medios o instrumentos de que se vale el gobierno nacional para el desempeño de sus funciones, pues de otro modo se afecta la supremacía de la Nación, que la Constitución establece en su artículo 31.

VI. Mc Culloch v. Maryland y su doctrina  

1. La Corte cita en uno de sus fallos “Mc Culloch v. Maryland” (17 US (4 Wheat) pp. 316, 400-1). Es el caso de la Suprema Corte de los Estados Unidos donde fue reconocido el principio de supremacía del derecho federal. Ocurrió en 1819, en la Corte de Marshall.

Es de interés pues refiere prácticamente al mismo supuesto fáctico e estudio: un estado subnacional (o ciudad autónoma) que pretende gravar la actividad de un banco federal.

2. Al resolver, invalidando el impuesto local, la Corte, además del principio de supremacía, dejó expresado una máxima política: la facultad para imponer impuestos involucra la facultad para destruir (“That the power of taxing it by the States may be exercised so as to destroy it is too obvious to be denied.”). Una teoría política que admite que las partes tengan la potestad de “destruir” al todo conlleva la inestabilidad.

3. Volvamos al caso. El estado de Maryland había establecido un impuesto a la actividad del Banco de los Estados Unidos.

 Se presentaban dos interrogantes. El primero fincaba en si el Congreso de la Unión tenía competencia para crear un banco. En caso afirmativo, si Maryland podía válidamente exigirle el pago del impuesto.

Al primero, la Corte le dio respuesta con la doctrina de los poderes implícitos del gobierno federal (cuya creación se atribuye a Story en un caso anterior).  

Pasemos al segundo, que es el que interesa. Marshall se preguntó si podía legítimamente el estado de Maryland obligar a esa sucursal del banco federal a tributar por un impuesto determinado.

Al responder, recordó que está expresamente prohibido a los estados establecer gravámenes sobre las importaciones y las exportaciones, salvo las que sean absolutamente indispensables para la ejecución de las leyes sanitarias. Y razonó que, si esta prohibición existe, impidiendo a los estados crear determinados impuestos o aranceles a importaciones o exportaciones, entonces, el carácter supremo de la Constitución debía impedir que los estados ejercieran esa misma potestad de una manera que fuera incompatible con las leyes federales.  

Maryland afirmaba que no había norma expresa que prohibiera la imposición. Pero para Marshall la prohibición surge de un principio constitucional, que es que ella y las leyes que desarrollan sus reglas son normas supremas, que prevalecen sobre las constituciones y las leyes de los estados.

Dijo: “La soberanía de un estado se extiende a todas las cosas sobre las que tiene autoridad o que ha consentido se encuentran en su territorio. Pero, ¿se extiende también a los instrumentos empleados por el Congreso para ejecutar los poderes que le han sido otorgados por el pueblo de los Estados Unidos? Creemos que no. Se trata de poderes otorgados no por un solo estado, sino por el pueblo norteamericano a la Federación, cuyas leyes, enraizadas en la constitución, son supremas. Por consiguiente, el pueblo de un solo estado no puede atribuirse una soberanía que se extendería al pueblo de los Estados Unidos…”.[22]

Así, sostuvo que “En buena lógica, llegamos a la conclusión de que se desmorona el derecho de los estados a gravar los medios de ejecución del gobierno federal. Semejante derecho no ha existido jamás, de manera que ni siquiera se plantea la cuestión de si ha sido otorgado o no”.

Añadió: “Si los estados pudiesen gravar cualquier medio de ejecución con el que el gobierno federal, dentro de sus competencias, quisiese poner en práctica, entonces, podrían obligar a tributar cualquier otro medio. Podrían gravar el correo, la emisión de moneda, los derechos de propiedad industrial, los formularios aduaneros, los procedimientos judiciales. Podrían establecer tributos sobre toda la Administración Ejecutiva Federal hasta un punto en el que todos los fines de la Unión serían anulados.”.[23] Si así fuera, sostuvo, el pueblo de toda la Unión dependería de los estados.

Concluyó: “Esta Corte ha estudiado el presente asunto con la máxima de las atenciones. Ha llegado a la conclusión de que los estados no tienen derecho, a través de los impuestos o con cualquier mecanismo, a retrasar, intervenir, impedir, obstaculizar de uno u otro modo la puesta en práctica de las leyes aprobadas por el Congreso con el fin de ejecutar los poderes de la Unión. Creemos que esta es la consecuencia inevitable de la supremacía de la constitución.”[24]

4. La doctrina de “Mc Culloch” es de autoridad. En palabras de Charles E. Hughes, a partir de esa sentencia “la doctrina de que el Congreso podía seleccionar los medios apropiados, no prohibidos por la Constitución, para realizar fines legítimos y de que los estados no podían gravar los instrumentos del gobierno federal quedó así basada sobre cimientos inexpugnables”.[25]

5. En Fallos 186:170 (p. 233) nuestra Corte señaló que “Mc Culloch” fue tomado como antecedente por los constituyentes de 1853 al otorgar expresamente al Congreso la facultad de crear la banca nacional, y que la opinión de Marshall y Story son “el más autorizado comentario” para interpretar esa y otras cláusulas de la Constitución “cuya redacción y antecedentes corresponde a lo que se ha llamado con propiedad la ´edad de oro´ de la Corte de los Estados Unidos”.

6. Otro caso de interés es “Weston v. Charleston” (27 US 449), también de la Corte de Marshall, donde se trató sobre la imposición de bonos emitidos por el Gobierno federal.

Dijo la Corte que los bonos emitidos por los Estados Unidos no pueden ser gravados por los estados.[26]

La doctrina de la inmunidad fue extensamente desarrollada con posterioridad.[27]

VII. El caso “Banco Credicoop c/Entre Ríos”       

1. La nota que el BCRA remitió al Jefe de Gobierno de la Ciudad previo a la promulgación de la ley cita el caso de Fallos 337:234 “Banco Credicoop”.

La provincia de Entre Ríos había establecido un impuesto «a la capacidad prestable» generada con recursos locales y no utilizada en el territorio provincial. Una barrera arancelaria inconstitucional para beneficiar a residentes en esa provincia en detrimento de los residentes en otras.

La Corte se preguntó si el impuesto avanzó sobre “aspectos que atañen al manejo de la regulación del mercado del crédito de la Nación, delegada normativamente al Banco Central; y si su aplicación y efectos perturban el comercio y la libre circulación de mercaderías dentro del territorio de la República Argentina”. Es decir, refirió a su compatibilidad con los artículos 9°, 12 y 75, inciso 13, de la Constitución.

Luego desarrolló dos tipos de argumentos. Unos que descalificaron el impuesto como barrera arancelaria, y otros que refieren a la interferencia en las competencias federales. Interesan, para el tema, los segundos. Recordó el BCRA es el “encargado del manejo de la política monetaria (y la regulación del crédito)… con facultad de emitir moneda, fijar y defender su valor, y dictar las normas necesarias para poner en ejercicio los poderes antecedentes. Refirió la potestad de regular y orientar el crédito y “la estrecha vinculación que hay entre la moneda y la circulación de los medios de pago que crean los propios bancos” recordando que al BCRA le compete “articular el adecuado flujo de un medio y su presencia dentro de la economía.”. Concluyó que “Si las herramientas que se emplearen… fueran manejadas localmente por alguna provincia… provocaría una distorsión de ese mercado…” y que, por tanto, la provincia excedió sus facultades al dictar una norma relativa a la “selección” del crédito con la intención de que los recursos captados en el ámbito de la provincia de Entre Ríos no salgan de ella y sean aplicados a residentes en ella. Ello por afectar “la política monetaria, crediticia y cambiaria y las consecuentes actividades de fiscalización de dichas políticas” que “resultan inherentes al Banco Central, por constituir la ley de entidades financieras una ley especial de carácter federal que el Congreso Nacional está facultado a dictar en miras del interés nacional, para ser aplicadas en todo el territorio de la República”.

VIII. Impuesto inconstitucional – Impuesto sin causa

Conclusión de lo hasta acá expuesto es que se trata de un impuesto inconstitucional. Por ende, un impuesto sin causa válida, pues no hay obligación sin causa (art. 499 del C.C. de Vélez, v. art. 502; en igual sentido arts. 726 y 1796 CCyC). Por ello, susceptible de repetición.

IX. El posible argumento de la CABA fundado en que no grava al Gobierno de la Nación sino a los bancos – Doctrina del caso de Fallos 186:170

1. El Gobierno de CABA podría argumentar que el impuesto pesa sobre los bancos privados, sobre sus ingresos, y no sobre los bienes del BCRA. Y que, por esa razón, lo antes expuesto en orden a la inmunidad de los bienes del Estado y la supremacía federal es irrelevante.

Creo que ese argumento no es consistente. En primer lugar, debería probar que fácticamente el impuesto de hecho no afecta y que jamás podría afectar el modo en que el BCRA decide la fijación de la tasa, y su resultado. Es decir, que jamás el banco tomador de los títulos podrá o intentará trasladar la tasa al emisor, deudor de los intereses. Y, en el caso de los bancos federales (BNA, etc.), que el impuesto no puede afectar las políticas de promoción para las que fueron creados.

2. En caso de Fallos 186:170 la Corte analizó un impuesto que la Nación pretendía percibir gravando la renta de los intereses de ciertos bonos que el Banco de la Provincia de Buenos Aires había emitido como consecuencia de préstamos hipotecarios (v. página 235).

Los intereses de los bonos eran gravados en el momento de su percepción por los tenedores.

Dijo la Corte: “… acerca del impuesto al interés de los bonos hipotecarios… no puede desconocerse que el gravamen introduce una causa perturbadora en el régimen del título que, sin dudas, lo perjudica. El valor de cotización de ese papel se mide por el interés que produce: por consiguiente, la ley nacional no solo está legislando donde se ha comprometido a abstenerse, sino que además origina un descenso en la cotización del título que, sin dudas, redunda en perjuicio del Banco emisor”.

Agregó que cuando se dice que el gravamen afecta tan solo a los tenedores de bonos y no al banco emisor, se olvida que éste es la fuente de deuda de donde proviene esa utilidad y esos intereses, y que aquella se encuentra sometida, lo que autoriza a los órganos de percepción de impuestos del estado emisor de la norma impugnada a realizar controles e inspecciones, con capacidad de obstruir o dificultar el ejercicio de las funciones de gobierno que la doctrina de la inmunidad busca proteger (páginas 238 y ss.).

Se podía decir que para la Corte el impuesto afectaba al banco emisor desde que incide en la cotización del título. Y, en el caso, permitía a los órganos de gobierno del Estado que estableció el tributo, contralorear, inspeccionar al banco emisor y, así, obstruir o dificultar el ejercicio de las funciones que la Constitución procura proteger.[28]     

3. El impuesto que pretende cobrar CABA no pesa sobre una renta derivada del riesgo que asume el capitalista al prestar una suma de dinero. Sino sobre el costo que representa para el Estado esterilizar una masa de dinero, para sacarlo de la plaza. Es decir, se grava directamente el costo que representa para el Estado el ejercicio de la política monetaria.

La adquisición por la entidad financiera de los títulos del Banco Central o la realización de las operaciones de pases pasivos, es voluntaria. Son encajes remunerados y voluntarios.

La menor rentabilidad de las operaciones puede afectar la tasa. Eso invalida el eventual argumento de CABA. En cualquier caso, en palabras de la Corte, el gravamen introduce una causa perturbadora en el régimen de los títulos.   

4. El punto merece ser desarrollado analizando el escenario fáctico, por ejemplo, cómo está liquidando cada banco, y cómo incide en las políticas del BCRA.

Esto, más allá de lo expuesto estrictamente desde el punto de vista de las normas y principios constitucionales, cualquier fuera la incidencia real el impuesto sobre la tasa y las decisiones de las autoridades federales.  

X. Final

El caso que deberá resolver la Corte a mediano plazo presenta un conflicto de reglas constitucionales digno de estudio. Espero haber hecho una descripción que haya resultado de interés.


[1] Código Fiscal con vigencia para el año 2021 (leyes 6382, Código Fiscal -art. 183, t.o. d. 207/2020 modific. por ley 6323- y 6383 de CABA).

[2] El ministro Guzman dijo: “Gravar con Ingresos Brutos un instrumento de política monetaria le genera un problema a todo el resto del país, a todas las provincias y a la ciudad de Buenos Aires”, pues “implica encarecer el costo del crédito y todas las empresas se perjudican en la posibilidad de generar trabajo e invertir”.

[3] Su pedido de medida cautelar aun no fue tratado.

También antes de que entrara en vigencia la ley, un conjunto de bancos privados inició una acción declarativa, pero ante un juez federal de primera instancia quien, naturalmente, se declaró incompetente y remitió el proceso a la Corte Suprema.

Los bancos con domicilio en CABA están pagando el impuesto, pues la Corte no se expidió sobre la cautelar.

Aún no se promovieron acciones de repetición, que, a mi modo de ver, es una acción de condena procedente.

[4] La página del BCRA señala que esa tasa indica el sesgo de la política que adopta la autoridad monetaria para alcanzar sus metas de inflación.

Allí se pueden ver los objetivos de esa política, donde la tasa juega un rol decisivo. No es relevante para esta nota el acierto o error de esas políticas, ni si alcanzaron los objetivos.

http://www.bcra.gov.ar/Institucional/Tasa_de_politica_monetaria.asp

[5] Suponiendo que la tasa de Leliq se mantenga en 38 %, gravar la renta con el 8 % conlleva afectar su rendimiento en un 3,04 %. Ello si se considera que la alícuota se aplica sobre lo que paga el BCRA sin descontar el costo del fondeo (fuera de préstamos de terceros, plazos fijos o cuentas a la vista). En este último caso se introduce el problema de la posible superposición con el impuesto a las ganancias, punto que no trato en esta nota.

De suyo, el punto fáctico es relevante. Pero cualquiera fuera el modo en que se esté liquidando el impuesto, el punto nuclear del análisis jurídico no varía.    

[6] Es una idea arraigada en la historia institucional. Aun antes de 1953. Para evitar citas habituales, recuerdo las palabras de Pedro Ferré, gobernador de Corrientes, de 1832, referidas por Arturo Sampay: “Toda la economía de las provincias es patrimonio exclusivo de la Nación, ya que a ella pasaron la totalidad de los supremos derechos de los antiguos reyes… salvo las que la Constitución discierna provinciales” (Cuestiones Nacionales, Corrientes, Imprenta del Estado, 1832 y 1833, p. 18, cit. por Sampay, Arturo, Las Constituciones de la Argentina, Buenos Aires, Eudeba, 1975, p. 36).

[7] No podría, por ejemplo, ejercer de la facultad de fijar el valor de la moneda, que la Corte describe como “un acto de autoridad y soberanía privativo del Gobierno de la Nación” Fallos 225:135, “Bustillo” y muchos otros.

[8] El modelo de la Constitución sancionada en la Argentina es el de la de los Estados Unidos. Pero la nuestra tiene reglas que acentúan el poder del gobierno central, y lo configuran de un modo más intenso. Al punto que, a diferencia de los Estados Unidos, el “derecho común” es sancionado por el Congreso para todo el país (art, 75 inc. 12, es cierto, con la reserva de aplicación por las autoridades locales).

La idea -con mayor o menor intensidad y usando herramientas variadas-, aquí y allá, es asegurar la Unidad Nacional en base a un cuerpo de normas únicas para todo el territorio (el derecho federal) y un gobierno central con facultades suficientes para mantener la paz interior, gobernar, asegurar un ámbito uniforme para el comercio y relacionarse con el exterior.  

[9] Art. 75 incs. 4, 6, 7, 11, 13, 18 y 19, C.N.

[10] Siempre es oportuna la cita de Vélez, quien al recordar análoga disposición de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica dijo: “Dos soberanías no podían existir, la soberanía nacional y la soberanía de los Estados. ¿El Congreso debía tener o no un veto sobre las leyes de 1os Estados que causasen un conflicto con las leyes nacionales? Si las leyes de los Esta­dos invalidasen las leyes nacionales, ¿podría el Congreso emplear la fuerza para hacer cumplir sus leyes? Si no era así, ¿qué importaban las leyes que la nación diera? Los Estados no concedían al Congreso veto sobre sus disposi­ciones, ni le permitían usar en ningún caso de la fuerza contra alguno de los Estados. De la discusión de esta importante materia, se verá salir la creación del poder judicial de los Estados Unidos, que no tenia ejemplo en las naciones de Europa.” Ver prólogo de Historia del orijen, formación y adopción de la Constitución de los Estados Unidos, por Jorje Ticknor Curtis, Buenos Aires, Imprenta del Siglo, 1866.

[11] Dice Alberdi que “El tesoro de provincia se compone de los recursos no delegados al Tesoro de la Confederación”: cf. Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina, Tercera Parte, Capítulo III, II.

[12] Dice así: “Esta Constitución, las leyes de la Nación que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con las potencias extranjeras son la ley suprema de la Nación; y las autoridades de cada provincia están obligadas a conformarse a ella, no obstante cualquiera disposición en contrario que contengan las leyes o constituciones provinciales…”.

Se complementa esta regla con una que se atribuye a Alberdi, que no está en la Constitución de los Estados Unidos. Es el actual artículo 128 que ordena que “Los gobernadores de provincia son agentes naturales del Gobierno federal para hacer cumplir la Constitución y las leyes de la Nación”.

[13] Una de las funciones esenciales del Poder Judicial de la Nación y de la Corte es asegurar esa supremacía. Esto es resaltado en el sistema estadounidense por el juez Holmes, quien sostuvo en 1913: “No creo que si perdiéramos el poder de anular algún acto del Congreso se llegaría al fin de nuestra nación. Pero sí creo que la Unión peligraría si no pudiéramos hacer esa misma declaración con respecto a las leyes de los diferentes estados. Pues una persona que ocupa un lugar como el mío, ve como a menudo prevalece la política local entre aquellos que no están preparados para considerar los intereses nacionales y cuán a menudo se toma una medida que contiene disposiciones que la cláusula del comercio ha tratado de eliminar”: Holmes, Oliver W., Papeles Legales Compilados, 1920, parág. 295-296; ver su cita en: Bowie, Robert y Friedrich, Carl, Studies In Federalism, traducción de Susana Barrancos, Estudios Sobre Federalismo, Buenos Aires, EBA, 1958,pp. 361-380.

[14] En este punto la Corte desarrolló la regla de la unidad de jurisdicción que junto con la supremacía federal en la regulación y ejecución de los servicios públicos constituye la doctrina constitucional en el punto. El juez Oyhanarte dijo que “Todo servicio público reconoce un titular, pero nada más que uno: el Estado o poder concedente, que tan solo delega la prestación. El servicio se halla bajo la inspección y el control de ese Estado o poder concedente (Fallos: 188:247, p. 257), con exclusión de toda voluntad extraña (Fallos: 183:429, p. 435), lo cual resulta comprensible o, más bien, inevitable, por cuanto dentro de la coordinación armónica de intereses entre concedente –o titular- y concesionario –o delegado- no cabe la intromisión de otra voluntad soberana” (Fallos 250:154). 

En Fallos 179:42, 188:247; 189:272, entre otros, la Corte ratificó la doctrina de la primacía federal y unidad de jurisdicción, señalando con relación a una concesión que “no es posible concebir la intromisión de otra entidad soberana con facultades impositivas, porque sea por error, por falta de un conocimiento cabal o íntimo de las cosas, o sea por un criterio divergente, podría establecer impuestos que rompan el equilibrio existente y hagan imposible la continuación de servicios” (Fallos 189:272, considerando 4).

[15] Por ej. “Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires” del 05.05.2021; “Farmacity” del 30.06.2021, si bien se requeriría un análisis particular de cada uno de ellos, su materia fáctica y cada voto.

[16] Los arts. 4 y 14 dicen así: “Son funciones y facultades del banco: a) Regular el funcionamiento del sistema financiero y aplicar la Ley de Entidades Financieras y las normas que, en su consecuencia, se dicten; b) Regular la cantidad de dinero y las tasas de interés y regular y orientar el crédito; c) Actuar como agente financiero del Estado nacional y depositario y agente del país ante las instituciones monetarias, bancarias y financieras internacionales a las cuales la Nación haya adherido, así como desempeñar un papel activo en la integración y cooperación internacional; d) Concentrar y administrar sus reservas de oro, divisas y otros activos externos; e) Contribuir al buen funcionamiento del mercado de capitales; f) Ejecutar la política cambiaria en un todo de acuerdo con la legislación que sancione el Honorable Congreso de la Nación; g) Regular, en la medida de sus facultades, los sistemas de pago, las cámaras liquidadoras y compensadoras, las remesadoras de fondos y las empresas transportadoras de caudales, así como toda otra actividad que guarde relación con la actividad financiera y cambiaria; h) Proveer a la protección de los derechos de los usuarios de servicios financieros y a la defensa de la competencia, coordinando su actuación con las autoridades públicas competentes en estas cuestiones.

En el ejercicio de sus funciones y facultades, el banco no estará sujeto a órdenes, indicaciones o instrucciones del Poder Ejecutivo nacional, ni podrá asumir obligaciones de cualquier naturaleza que impliquen condicionarlas, restringirlas o delegarlas sin autorización expresa del Honorable Congreso de la Nación.

El artículo 41 dispone: “Las utilidades del Banco Central de la República Argentina no están sujetas al impuesto a las ganancias. Los bienes y las operaciones del banco reciben el mismo tratamiento impositivo que los bienes y actos del gobierno nacional”.

[17] Ver también, Fallos 18:162.

[18] El caso trataba de la jurisdicción territorial. Entiendo que resulta aplicable respecto de la jurisdicción material, o en razón de las personas. La doctrina aparece en Fallos 61:133, considerando 4, página 164.

[19] Las excepciones que se refieren en los considerandos 8 y 9 no parecen relevantes para el caso.

[20] Con cita de “Southern Pacific Co. v. Arizona”, 325 U.S. 761 (1945), opinión del juez Stone.

[21] La doctrina es correcta, más allá ser la Corte instaurada el 24 de marzo de 1976.

[22] La traducción puede merecer objeciones.

[23]If the States may tax one instrument, employed by the Government in the execution of its powers, they may tax any and every other instrument. They may tax the mail; they may tax the mint; they may tax patent rights; they may tax the papers of the custom house; they may tax judicial process; they may tax all the means employed by the Government to an excess which would defeat all the ends of Government. This was not intended by the American people. They did not design to make their Government dependent on the States.”

[24]The Court has bestowed on this subject its most deliberate consideration. The result is a conviction that the States have no power, by taxation or otherwise, to retard, impede, burden, or in any manner control the operations of the constitutional laws enacted by Congress to carry into execution the powers vested in the General Government. This is, we think, the unavoidable consequence of that supremacy which the Constitution has declared.”

[25][25] Hughes, Charles Evans, La Suprema Corte de los Estados Unidos, FCE, México, 1946, p. 103. Hughes fue presidente de esa Corte,

[26]A tax imposed by a law of any state of the United States or under the authority of such a law on stock issued for loans made to the United States is unconstitutional.”

[27] Entre los muchos casos que la aplican, ver: “Indian Motorcycle v. Unites States” 283 US 570 y sus citas, especialmente las del punto 12 de la sentencia expuesta por el juez Van Devanter, donde recuerda que los bonos de los Estados Unidos emitidos para recaudar fondos para fines gubernamentales, y los intereses correspondientes, son inmunes a los impuestos estatales, porque tal impuesto, aunque sea de una cuantía insignificante y se imponga sólo a los tenedores de los bonos, supondría una carga para el ejercicio por parte de Estados Unidos de su poder para pedir dinero prestado. (“It has been adjudged that bonds of the United States issued to raise money for governmental purposes, and the interest thereon, are immune from state taxation, because such a tax, even though inconsiderable in amount and imposed only on holders of the bonds, would burden the exercise by the United States of its power to borrow money”), con cita de Weston v. Charleston, 2 Pet. 449, 468, 7 L. Ed. 481; The Banks v. Mayor of New York, 7 Wall. 16, 19 L. Ed. 57; Home Savings Bank v. Des Moines, 205 U. S. 503513, 27 S. Ct. 571, 51 L. Ed. 901; Northwestern Insurance Co. v. Wisconsin, 275 U. S. 136140, 48 S. Ct. 55, 72 L. Ed. 202.  

[28] Citó en apoyo de ese razonamiento la sentencia de la Suprema Corte de los Estados dada en el caso “Charles Pollock v The Farmers Loan and Trust Co.” de 1895 y en el ya recordado “Weston v Charleston”, de la Corte de Marshall.

Facultades de la Nación y las provincias ante emergencia sanitaria

May 4, 2020

1. Qué entendemos por derechos vinculados a la salud

Creo adecuado primero delimitar en qué consiste el derecho a la salud en la Constitución o, mejor, a qué referimos cuando aludimos al poder provincial o nacional para regular esa materia.

a) Se dice que la Constitución de 1853/1860 era parca en conceptos vinculados a la salud y que, por ello, se consideraba su regulación un poder no delegado a la Nación. Como derecho individual se lo entendía como garantía innominada, como uno de los no enumerados (art. 33 C.N.).
Es probable que, por el desarrollo de la ciencia médica, los servicios de salud no fueran una porción relevante de la actividad estatal y, por ello, de preocupación de políticos y constituyentes. Dicho de otro modo, no parece un asunto que generara conflictos entre el interior y Buenos Aires si los pocos hospitales existentes debían ser construidos y administrados por las provincias o por el gobierno federal.

Tampoco la intervención como autoridad sanitaria generaba pugnas de poder. Dice José María Rosa que durante la epidemia de fiebre amarilla ocurrida entre febrero y mayo de 1871, durante la presidencia de Sarmiento, el gobierno nacional no tomó medidas ni desarrolló acciones, más que mudar la residencia del presidente a la ciudad de Mercedes, a 100 kilómetros de Buenos Aires, y contribuir con 10.000 pesos a una colecta privada (Historia Argentina, Buenos Aires, Ed. Granda, 1969, t. VIII p. 246). Según Rosa, la epidemia fue consecuencia de la aglomeración de soldados y prisioneros de la guerra del Paraguay y causó 16.000 muertes, más del 8 % de la población de la ciudad, de 200.000 habitantes. La atención sanitaria estuvo a cargo del esfuerzo de organizaciones no estatales, de las familias que no abandonaron la ciudad, junto con el gobierno local. En pocas palabras, la Nación se desentendió del problema, y la autoridad local se ocupó solo parcialmente.

En ese período (segunda mitad del siglo XIX) el derecho a la salud aparece en los fallos de la Corte como una obligación del Estado de asegurar la salubridad pública mediante el ejercicio del poder de policía, al reglamentar las industrias, el urbanismo, etc. Casi como un derecho difuso, pero sin titularidad para su ejercicio. No vi fallos vinculados a la creación, regulación y administración de los hospitales, algunos existentes desde el siglo XVIII como el actual Hospital Elizalde (ex Casa Cuna) de 1779.

En Fallos 7: 150, “Plaza de Toros”, de 1869, la Corte afirma que la policía sobre seguridad, salubridad y moralidad está a cargo de las provincias. El caso refiere al ejercicio de “industria lícita”. En el caso de los saladeros de Fallos 31: 274, la Corte trata de la competencia para regular las normas en un caso de salubridad pública y declara legítima la legislación de la provincia de Buenos Aires que restringió la industria de los saladeros por las razones de salubridad pública. Por esa razón rechaza la demanda por daños de los propietarios de los establecimientos. No estuvo en debate una cuestión de jurisdicción respecto del ejercicio de la competencia, que fue ejercida por el poder local, en un asunto donde los efectos no parecen haber sido interjurisdiccionales. Recordemos que es previo a la ley de federalización de la ciudad de Buenos Aires.

En los fallos la salubridad pública es vista como una obligación política del Estado. Pero el ejercicio de la competencia resulta del poder de policía para limitar la propiedad y regular el derecho a ejercer industria lícita, y así lo resuelve la Corte.
El derecho a la salud como un derecho subjetivo cuyo correlato es una obligación del Estado nacional, provincial o municipal no aparece con la nitidez que hoy lo conocemos.

b) En el siglo XX con el constitucionalismo social, en la reforma de 1949, abrogada luego del golpe de 1955 por un bando militar, se incorporó en la primera parte el “derecho a la preservación de la salud” como una “preocupación primordial y constante de la sociedad, a la que corresponde velar para que el régimen de trabajo reúna los requisitos adecuados de higiene y seguridad, no exceda las posibilidades normales del esfuerzo y posibilite la debida oportunidad de recuperación por el reposo”. En la cláusula del progreso, como competencia del Congreso se agregó el proveer lo conducente “a la salud pública y asistencia social” y “aguas y servicios públicos que sean necesarios para asegurar la salud y el bienestar social de sus habitantes”.
Además de la referencia a la salud como un derecho del trabajador, seguramente esas normas son consecuencia de una sociedad que empieza a apreciar el avance de la medicina y exige el goce de sus beneficios.

Por otro lado, si bien hay algún antecedente más remoto, algunos sindicatos como la Unión Ferroviaria a principios del siglo XX comienzan a brindar servicios de salud. En la década del 40, con Carrillo, se institucionalizan las obras sociales sindicales que se desarrollan hasta la enorme extensión actual.

Avanzado el siglo, la salud como un negocio adquiere relevancia. Tanto el de los medicamentos y, por ello, el de los laboratorios , como por las empresas que ofrecen seguros de salud. Esto es, el pago regular de una prima como contraprestación de servicios de salud privados en caso de enfermedades del contratante.

2. Descripción fáctica del derecho a la salud en la actualidad

El servicio de salud es brindado por tres vías en la Argentina: a) los servicios públicos, del estado nacional, provincial y municipal, solventados por el tesoro público, federal o local; b) los servicios privados regulados mediante contratos concertados entre clientes y empresas comerciales que se sostienen por el pago del precio por los particulares, regulado en general y con diferente intensidad según los períodos por la autoridad nacional; y, c) los que reciben los trabajadores registrados por intermedio de las obras sociales sindicales, del personal de dirección, financiado por un aporte del trabajador y otro del empleador, fijados por una ley federal, y obras sociales de las universidades nacionales, de empleados públicos de provincia, del Poder Judicial de la Nación, del Poder Legislativo de la Nación y de las Fuerzas Armadas y de Seguridad con regulaciones particulares.

Se calcula que, actualmente, el sistema público presta un tercio de los servicios. Los otros dos tercios corresponden al sector privado a cargo de empresas comerciales y obras sociales sindicales. En algunos casos, las obras sociales subcontratan los servicios de las empresas de medicina prepaga. En un análisis político la unificación de los servicios dados por obras sociales y empresas comerciales no es el adecuado o merece consideraciones adicionales. Pero a los fines constitucionales es irrelevante.

La regulación de la medicina prepaga (dada por empresas) y aquella que brindan las obras sociales sindicales y del personal de dirección, corresponde a la Nación. En el primer caso, por ser una actividad comercial queda alcanzada por la facultad de dictar el código de comercio (art. 75 inc. 12 C.N.) y por la cláusula comercial (art. 75 inc. 13 C.N.). En el segundo, está regulado por una ley federal que establece un seguro obligatorio de salud tomando una parte del salario, sancionada por el Congreso en uso de atribuciones conferidas por las cláusulas del progreso (art. 75 inc. 18 C.N.) y de dictar el código del trabajo (art. 75 inc. 12 C.N.).

Por el lado de las provincias, ellas pueden conservar organismos de seguridad social para empleados públicos y profesionales (art. 125 C.N.).

Respecto del sistema público de salud que brinda el estado nacional, provincial y municipal, en general es dado directamente por cada administración.

El estado nacional cuenta con pocos establecimientos. La fuente constitucional es la cláusula del progreso en el caso de la Nación y la reserva del artículo 121 en el caso de las provincias.

Como se ve, solo una parte pequeña de los servicios de salud hoy existentes en nuestro país son regulados por las provincias.

3. La idea de la salud como poder no delegado y la tesis de las facultades concurrentes

a) La salud como competencia de las provincias: crítica
Con cierta tendencia a la descripción en abstracto , algunos constitucionalistas decían antes de la reforma de 1994 que la salud era una facultad no delegada por las provincias en la Nación. Otros, que eran facultades concurrentes.

Según la descripción realizada en el punto 2, la tesis de la salud como facultad no delegada no resulta plausible como descripción de la práctica, de la realidad. Tampoco parece adecuada desde el punto de vista del análisis del texto, aun antes de 1994.

La cláusula del progreso (antes de 1994, art. 67 inc. 16; luego art. 75 inc. 18 C.N.) confiere al Gobierno de la Nación un marco de competencias lo suficientemente amplio para dictar normas en esta materia. También, obviamente, lo hace la cláusula comercial para todo lo que fuera interjurisdiccional (art. 75 inc. 13 C.N.), pues su prescripción excede lo meramente mercantil. Y ya vimos que, por la cláusula de los códigos (art. 75 inc. 12 C.N.), el universo de contratos de medicina privada y la regulación de los medicamentos, su comercio, etc. queda también alcanzado por la competencia federal.

Con posterioridad a la reforma de 1994 esta conclusión se refuerza a partir de la incorporación de los tratados en el artículo 75 inciso 22 que ponen como obligación de los estados parte la protección del derecho a la salud. La referencia a la salud de los consumidores y usuarios del artículo 42 completa el marco de las atribuciones en materia de salud, en condiciones normales, sin emergencia, que la Constitución confiere al gobierno federal.

El poder de hacer tratados por parte de la Nación conlleva el de transformar o reafirmar el carácter federal de una competencia, aun cuando ella fuera originariamente provincial. Oyhanarte refiere a la atribución de la competencia federal en base a criterios objetivos que hagan al “área y dimensión” del asunto de que se trate. (En la jurisprudencia de la Corte de los Estados Unidos, entre otros casos, es relevante “Missouri v. Holland” (1920), 252 U.S. 416, 433. En palabras del juez Hughes: “si bien a través de los tratados sería imposible cambiar la estructura de nuestro gobierno, el poder de hacer tratados se extiende a todas las cuestiones que es apropiado resolver en las relaciones entre las naciones y en los arreglos pacíficos de las controversias internacionales”: Hughes, Charles Evans, La Suprema Corte de los Estados Unidos, versión española, México, FCE, 1946, p. 115).

b) La tesis de las facultades concurrentes
Los constitucionalistas clásicos referían que la regla del federalismo era la separación entre las atribuciones de los gobiernos federal y los locales. Ello a partir de la delegación de facultades por la Constitución en la Nación y en las provincias, declarando que las no enumeradas son de estas últimas.

Sin embargo, para algunos autores, existía una esfera común para ambas soberanías y a ese poder lo denominaban “concurrente” (ver González, Joaquín V., Manual de la Constitución Argentina, Ángel Estrada, Buenos Aires, 9na. Edición, pp. 700 y ss. parag. 689 y ss.; uso el término soberanías a pesar de los reparos por las tesis de la unidad para seguir la descripción de González y porque es útil para advertir la dificultad del ejercicio simultáneo).

Joaquín V. González, de algún modo, negaba la existencia teórica de facultades concurrentes, pero aceptaba que se dieran supuestos en la práctica constitucional. Para él, la facultad es de la Nación o de las provincias. Por ello, no hay poder delegado por la Constitución en la Nación de modo parcial. Dos soberanías no pueden coexistir decía Vélez Sarsfield al prologar la versión castellana de una obra de Curtis. Así el artículo 31 de la Constitución establece la preponderancia de la regla nacional por sobre la provincial. Sin embargo, González admite la concurrencia cuando la Nación no ejerce la competencia y las provincias concurren a ejercerla en el ámbito local. Por ello las denomina poderes concurrentes simultáneos (González, Manual…, cit. pp. 700 y ss. parag. 689 y ss.).

c) Jurisprudencia de la Corte
La tesis de las facultades concurrentes es desarrollada por la Corte en muchos fallos. La tesis que podríamos calificar de clásica es que la Nación, como vimos, tiene amplias facultades para ejercer competencias en todo lo que resulte beneficioso para el bienestar general, conferidas en la cláusula del progreso. Se trata de una competencia muy amplia.

Las provincias también pueden ejercer facultades sobre esa materia siempre que no impidan, afecten, contradigan o retarden las políticas dispuestas por el gobierno federal. Ni siquiera pueden contralorear su ejercicio.

Esto puede verse en una línea de fallos, donde las competencias de la Nación y de una provincia convergían sobre un mismo objeto o materia. Generalmente son casos vinculados al ejercicio de facultades tributarias por las provincias sobre establecimientos nacionales. La doctrina es aplicable a cualquier supuesto en que concurran competencias de la Nación y de las provincias sobre un mismo objeto o sobre la misma materia.

Cuando el ejercicio de ambas facultades no puede coexistir en forma armónica, prevalece la de la Nación por el principio de supremacía establecido en el artículo 31 de la Constitución. De suyo, se aplica a cualquier materia vinculada con el bienestar general. Destaco los casos de Fallos 173: 128, 249:292, voto de Oyhanarte y 301: 1122, voto de Frías.

En esta línea, creo de interés el caso de Fallos 310:2812 “Estado Nacional c/Santiago del Estero, provincia de”, de 1987, vinculado con el Programa Alimentario Nacional (PAN). Porque, por un lado, la Nación y la provincia demandada pretendían ejercer la misma competencia sobre un tema vinculado al bienestar general, y, por otro, porque remite a un tema que puede ser análogo con la salud pública,

El Gobierno Nacional por medio de la ley 23.056 había creado un plan de asistencia social y alimentario. En él, permitía cierta participación de las provincias. La provincia de Santiago del Estero sancionó una ley que, entre otras disposiciones que la Nación entendió incompatibles con el plan federal, establecía un régimen diferente para distribuir la ayuda del previsto en la ley federal. Por ello, demandó la inconstitucionalidad de la norma local ante la Corte. La provincia al contestar alegó que la misma ley le reconocía esas atribuciones pero que, en caso de que no surgieran de ella, ejercía el poder de policía de fuente constitucional en el marco de facultades concurrentes con la Nación.

La Corte afirmó que la Nación tiene facultades para establecer programas asistenciales y todo lo concerniente a promover el bienestar general, conferidas por la cláusula del progreso. Con respecto a las facultades concurrentes admitió la potestad legislativa de la Nación y una provincia sobre un mismo objeto o materia, pero siempre que no medie una incompatibilidad manifiesta. Con cita de Fallos 137: 212, 246:237, 298:341; 301: 1122, voto de Frías y “Ambros-Parmigiani” del 01.04.86 recordó que las provincias carecen de facultades “para retardar, impedir o de cualquier manera contralorear” el cumplimento de leyes nacionales, doctrina fundada en el principio de supremacía prescrito por el artículo 31 de la Constitución, aplicable toda vez que “estén en juego los planes trazados o la política adoptada por el Congreso Argentino es la promoción de la prosperidad del país” (cita del voto de Oyhanarte en Fallos 249:292).

En algunos casos más recientes en materia de salud, la Corte admite la existencia de facultades concurrentes. Se puede ver en el caso de Fallos 338: 1110 “Nobleza Piccardo” respecto de la publicidad sobre el tabaco, donde consideró que cierta limitación a la publicidad de su consumo dispuesta por la provincia no contradecía políticas o normas federales. También en Fallos 315:1013 “Leiva”, de 1992. Acá la controversia se planteó entre una norma local y una federal respecto del personal habilitado para trabajar en los bancos de sangre, su extracción, etc. La Corte sostuvo que la ley de Entre Ríos que establecía que la dirección técnica de los bancos de sangre y su extracción estarían a cargo de un bioquímico eran inconstitucionales pues resultaban incompatibles con la letra y con el espíritu de la ley nacional 22.990. Recordó que el ejercicio de facultades concurrentes puede considerarse incompatible cuando media una repugnancia efectiva, de modo que el conflicto deviene inconciliable.

Si bien este parece ser un criterio aceptado en la jurisprudencia, es prudente referir que actualmente hay una tendencia en la Corte a la revisión de los conceptos vinculados a la delimitación de las facultades entre la Nación y las provincias. En su actual composición sostiene, en algunos fallos, al menos en una mayoría con cierta estabilidad en esta materia, una tesis sobre el federalismo donde otorga enorme relevancia a las decisiones provinciales, al punto de admitir cierto contractualismo en las relaciones entre ellas y la Nación. Es la llamada doctrina del federalismo de concertación. La tesis se aleja de la doctrina clásica expresada, entre otros, por Joaquín V. González, y que surge de los fallos reseñados. Es un tema relevante, para tratar con mayor detenimiento. La doctrina, a mi modo de ver, no provee estándares claros para delimitar las facultades del poder federal y las provincias, los que sí aparecen nítidos en la doctrina clásica. En principio, no creo que pueda jugar algún rol en el análisis de la materia de estas líneas, pero por el modo difuso y aun sorpresivo en que aparece en algunos casos pienso que corresponde advertir sobre este criterio que a veces aflora en la reciente jurisprudencia.

4. Fuente de las facultades del Gobierno de la Nación para disponer medidas en el marco de una emergencia sanitaria que abarca más de una jurisdicción provincial – Inexistencia de necesidad de declarar el estado de sitio – La Autoridad Sanitaria

Hecho un repaso del concepto de salud en la Constitución y el reparto de competencias en situaciones normales, veamos en el caso de emergencia sanitaria como el que se vive actualmente.
a) El primer interrogante es si el Gobierno de la Nación tiene facultades para restringir y suspender el ejercicio de derechos constitucionales.
En el decreto de necesidad y urgencia 297/2020 el Presidente invocó razones de orden público, seguridad y salud pública para limitar el ejercicio de derechos. Se cita la ley 27.541 que declara la emergencia sanitara y el decreto de necesidad y urgencia 260/2020 que la extiende a la situación del Covid 19. Pero parece fundar la competencia en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), cuyo artículo 12 inciso 1 reconoce el derecho a circular libremente pero, en el artículo 12.3, establece que el ejercicio de los derechos admitido en el tratado pueden ser objeto de restricciones por ley “para proteger la seguridad nacional, el orden público, la salud o la moral públicas o los derechos y libertades de terceros, y sean compatibles con los demás derechos reconocidos en el presente Pacto”. También en la Convención Americana sobre Derechos Humanos cuyo artículo 22 inciso 3 declara que el ejercicio de los derechos a circular y residir en un Estado consagrados en el artículo 22.1 “…no puede ser restringido sino en virtud de una ley, en la medida indispensable en una sociedad democrática, para prevenir infracciones penales o para proteger la seguridad nacional, la seguridad o el orden públicos, la moral o la salud públicas o los derechos y libertades de los demás”.
Los tratados admiten la restricción de los derechos que ellos protegen, si es dispuesta por ley.

b) Existen otras fuentes de competencia.

Una es la cláusula del progreso, ya mencionada (art. 75 inc. 18, C.N.) que prescribe que corresponde al Congreso proveer lo conducente al bienestar en todo el país.

Ya vimos que esta cláusula es suficientemente amplia y, obviamente, abarca a la salud.
Si se adoptara la tesis descrita de que es una facultad de ejercicio concurrente con las provincias, en el caso corresponde a la Nación porque la pandemia no solo afecta a todas las provincias, sino a todo el mundo. Por lo tanto, rige la cláusula comercial del artículo 75 inciso 13 que otorga la jurisdicción a la Nación cuando la situación supera el territorio de una provincia , como así también las vinculadas a las relaciones exteriores y control de las fronteras. Y, en su caso, el principio de supremacía federal del artículo 31 de la Constitución, como vimos en la jurisprudencia de la Corte (entre otros, Fallos 310:2812 “Estado Nacional”, cit.).

La otra surge del Código Penal. La Constitución habilitó al Congreso a dictar el código penal. Éste la ejerció y, en lo que acá interesa, sancionó los artículos 205 y 239 que prescriben la sanción del que desobedezca la normas que emita la autoridad sanitaria.
La ley prescribe que es sancionado con prisión quien viole las medidas adoptadas por la autoridad competente. En el caso de la pandemia por el Covid 19, la autoridad competente es el Poder Ejecutivo y, en particular, el ministro de Salud (cf. decreto 260/2020, art. 2).

En tal virtud, la autoridad sanitaria posee competencias para disponer medidas que, obviamente, restringen derechos.

c) La tesis que sostiene que el único modo de suspender el ejercicio de derechos es la declaración del estado de sitio no me parece correcta. La Constitución permite la restricción o suspensión de derechos determinados conforme describí antes, sin las consecuencias más gravosas para la libertad individual que conlleva la declaración del estado de sitio. Esto es, la suspensión de las garantías constitucionales (de modo indeterminado) y la autorización al presidente para detener personas y trasladarlas de un punto al otro del país. Además, se debería analizar si se verifican los requisitos para su declaración: conmoción interior que ponga en peligro el ejercicio de la Constitución y las autoridades.

5. Facultades de las jurisdicciones locales como autoridad sanitaria

Las autoridades locales podrían ser la autoridad sanitaria y ejercer competencias si la situación no supera el territorio de su jurisdicción. Como en el caso del Covid 19 se trata de una pandemia, la autoridad es la federal.

Ahora bien, eso no impide que las autoridades locales tengan atribuciones en sus territorios, siempre que, como vimos arriba y surge de la jurisprudencia de la Corte, no contradigan, retarden o contraloreen las políticas y disposiciones federales. Ello en base a una doble fuente.

En primer lugar, la constitucional. Pues la facultad de promover el bienestar y la prestación de servicios de salud, etc. también corresponde a las provincias, fuera por la tesis de los poderes reservados por la Constitución a ellas, o por la concurrencia en el ejercicio de la promoción del bienestar, aun en la tesis de González cuando no es ejercida por la Nación.

En segundo lugar, en el caso de la pandemia, por la autorización expresa del Gobierno Nacional establecida en el decreto 297/2020 cuyo artículo 10 prescribe: “Las provincias, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y los municipios dictarán las medidas necesarias para implementar lo dispuesto en el presente decreto, como delegados del gobierno federal, conforme lo establece el artículo 128 de la Constitución Nacional, sin perjuicio de otras medidas que deban adoptar tanto las provincias, como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como los Municipios, en ejercicio de sus competencias propias”.
Así, las autoridades locales, aun en el marco de la pandemia, pueden disponer normas y políticas en ejercicio de las facultades propias y como delegados de la autoridad federal a los fines de asegurar el cumplimiento de las políticas federales.

6. Final

El análisis que intenté realizar puede parecer un poco abstracto, pero creo que es el marco en el que deben estudiarse las soluciones jurídicas a asuntos y conflictos tales como: las decisiones de autoridades locales (provinciales y municipales) de restringir el tránsito, la regulación de las exequias e inhumaciones, la intervención de las autoridades sanitarias en el sistema privado de salud, entre muchas otras que se van produciendo.
04.05.2020.

Extinción del dominio y del pudor

enero 29, 2019

1.  Año récord

En 2018 el gobierno batió récords de inflación, fuga de capitales, aumentos de tarifas y tasa de interés. Más que caminar por la cornisa, está como el Coyote cuando el Correcaminos lo lleva al precipicio: en el aire. Si por ahora no cae no es por la magia del dibujo, sino de los dólares del FMI.

Ante esa situación es entendible que use el poder de su exitoso ministerio clandestino de comunicación para presentar un tema por semana que, al menos, aturda y desvíe la atención.

Su pretensión de máxima es mojarle la oreja a la oposición que, si bien no puede imponer agenda, al menos no entra en los falsos debates que propone el Ejecutivo, como la deportación masiva de inmigrantes, la compra de pistolas Taser o, ahora, el sorprendente decreto de necesidad y urgencia sobre la extinción del dominio.

2. Mejor ignorarlo

¿Qué deberíamos hacer entonces ante el disparate que contiene el Decreto 62/2019? Tal vez ignorarlo. Porque desde cierta perspectiva no cambia mucho, pero es una clara expresión del desinterés del Poder Ejecutivo por la seriedad institucional. Ya se encargarán litigantes y jueces de darle cauce. Si es que antes el Congreso no lo modifica o anula. Esto último es improbable porque la política de comunicación se impone a la racionalidad en el derecho, y es difícil que se reúna una mayoría que diga lo obvio: no había necesidad ni urgencia, y este decreto no solo es innecesario, sino que tiene aspectos inadmisibles. (Si el Congreso no se reunió para derogar un DNU como el que suprimió el Fondo Sojero y así afectó a todos los municipios y provincias sacándoles una caja que no solo tenían prevista por la Ley de Presupuesto para 2018 sino que, además, ahora se hacía más atractiva por el aumento de los derechos de exportación, no es previsible que se declare inválido este DNU).

3. Una institución exótica

Cuando se debatió en el Senado, dije (https://www.elcohetealaluna.com/cuadernos-responsabilidad-patrimonial-y-garantias-constitucionales/) que la “extinción del dominio” era una institución exótica que constituía una máquina de humo para justificar la omisión de actuar ya sobre las empresas encuadernadas o vinculadas con Odebrecht. Por ejemplo, sobre IECSA. Que —en la versión que toma ahora el DNU— era una suerte de acción (¿real?) de responsabilidad civil con consecuencias sobre la cosa, a ejercer antes de la sentencia penal. Es decir, modificando el criterio tradicional de que la sentencia penal condenatoria hace cosa juzgada respecto de la acción civil en cuanto a la existencia del hecho, pero que no tiene el efecto opuesto cuando es absolutoria, porque las pruebas y su consideración son menos estrictas en el proceso civil que en el penal. Y concluía: ¿para qué cambiar o inventar algo nuevo cuando lo que existe es idóneo? La legislación vigente permite accionar contra los autores de los delitos por el daño al Estado. Antes de la condena (con cautelares) o después (sin tener que discutir los hechos). Y sugerí esperar para un análisis la sanción definitiva, si es que el Congreso daba semejante ley.

El Congreso tuvo el pudor que no alcanzó a Macri. Veamos qué produjo el “mejor equipo en cincuenta años”.

4, ¿Podía el Presidente legislar?

El DNU no es una herramienta para que el Ejecutivo confronte con el Congreso. Solo es procedente, como dice Paixao, cuando el Congreso no puede sancionar la ley; no cuando el Congreso no quiere hacerlo.

Tampoco había “necesidad y urgencia”. Jamás puede haberlas cuando el derecho vigente permitía al Estado —como a cualquier damnificado— realizar las acciones de reparación del daño respecto de todos los actos, sean delitos o no, que lo perjudican ilegalmente. En los casos en los que el Estado no es damnificado patrimonial directo, el Código Penal prevé la pena de decomiso de las cosas o ganancias que son producto del delito. Y, por si fuera poco, como el delito ofende el orden público y la moral siempre estuvo a mano la acción civil por la nulidad absoluta del acto de adquisición de bienes con el producto de cualquier delito.

Así, en contra de la consideración del Congreso y sin necesidad y urgencia, el Presidente no puede dictar normas que son competencia del Poder Legislativo. Que el Poder Ejecutivo dicte normas de rango legal no es una picardía electoral, es un acto muy grave. Es la negación de la República y del principio sintetizado por Montesquieu: el que hace la norma no la aplica.

5. Decomiso anticipado

La acción de extinción de dominio (AED) creada en el DNU procedería cuando existe un proceso penal y el fiscal cree que determinados bienes fueron adquiridos con la actividad que se imputa como delictiva. Sin necesidad de que haya sentencia penal condenatoria, el Ministerio Público puede requerir al fiscal penal que solicite medidas cautelares, y si son concedidas puede iniciar la AED en el fuero federal civil con la pretensión de transferir el dominio de la cosa que considera que fue adquirida con el producto de un delito, en favor del Estado, que luego debe subastarla.

La acción puede ser deducida contra el imputado de un delito o contra terceros que no son imputados ni parte en el proceso penal. Todo un tema aunque se declaran a salvo los derechos de terceros de buena fe a título oneroso.

Si el juez civil hace lugar a la sentencia, dispone la subasta de los bienes.

Sería una especie de decomiso anticipado, resuelto ante un juez no penal, pero, como veremos, sujeto al resultado final de la causa penal.

¿Cuál es entonces la gran innovación del DNU? El Estado siempre pudo por el decomiso en la sentencia penal o por la acción civil de daños ser resarcido del daño patrimonial y accionar sobre las cosas frutos del delito.

Que en la AED el bien se subaste como propiedad del Estado y en la acción de reparación se subaste siendo de titularidad del deudor no parece un cambio que justifique un DNU.

6. Un superprivilegio

No es claro cómo opera la AED ante las normas concursales, es decir, frente al régimen legal de gestión (en el concurso) y reparto (en la quiebra) del patrimonio de un deudor en cesación de pagos. Que el supuesto delincuente sea insolvente y tenga muchos acreedores no es improbable. El DNU no precisa si el Estado avanzaría sobre los bienes que integran el patrimonio del deudor supuesto delincuente con una suerte de super privilegio sobre todos los acreedores (trabajadores, bancos, proveedores, fiscos provinciales y municipales, etc.) que tendrían menos bienes sobre los cuales cobrar, o si deberá verificar sus derechos ante el juez concursal como todo acreedor y concurrir a votar (en el concurso) o recibir a prorrata (en la quiebra), aun cuando la acción no sea atraída. En tal caso, el concurso —o los acreedores— sería tercero de buena fe.

7. La carga de la prueba

El DNU invierte la carga de la prueba y es el demandado el que debe probar el origen lícito del bien. Un tema complejo. En el régimen siempre vigente no es necesario porque la sentencia penal hace cosa juzgada respecto del hecho y la culpa, lo que facilita enormemente la prueba en la acción civil.

8. No por mucho madrugar

Por último, dirá Macri que agiliza el recupero. Veremos qué tan veloces son estos procesos, pero se hacen a costa de suponer la culpa, lo que expone al proceso a ser considerado inconstitucional por violar el principio de inocencia (art. 18 C.N.). Pero es muy importante advertir que, aun con sentencia en la AED, la cosa juzgada solo es tal con relación a los bienes, pero no al derecho del demandado. Pues queda siempre sujeto al resultado del proceso penal, y si allí el demandado es absuelto o sobreseído, el Estado debe restituir el bien o derecho a su anterior poseedor o titular y, de resultar imposible, entregarle un valor equivalente en dinero. (El DNU no refiere a la absolución por prescripción, pero es obvio que también libera al demandado de toda responsabilidad.)

Es decir que todo queda a las resultas del juicio penal. Si pensamos que el ranking de condenas no es muy alto… ¿cuántas AED exitosas habrá? ¿Luego de cuántos años?

9. Hay una acción civil idónea

¿Es plausible afirmar que es una verdadera innovación que la AED proceda aun en delitos donde el perjudicado patrimonialmente no es el Estado?

No parece, porque el DNU cuando autoriza acuerdos, señala que deben “compensar el detrimento patrimonial del Estado Nacional o el daño causado a la sociedad” (art. 10), lo que da una pauta sobre la finalidad de la acción creada.

Si el “daño causado a la sociedad” es resarcible con dinero, entonces la acción civil de reparación era (es) también idónea.

10. La propiedad inviolable

Lo anterior nos lleva a reflexionar qué es lo que hace legítimo que el Estado se apropie de una cosa. El artículo 17 de la Constitución declara la propiedad inviolable y prohíbe la confiscación. La ley que dispone la privación debe tener una causa legítima para que la privación de la propiedad no sea indemnizable.

La respuesta del DNU podría ser: la causa legítima se funda en que el demandado adquirió la cosa ilícitamente, con dinero producto de determinados delitos. (Por cierto, solo procede la AED por algunos delitos, no cualquier delito, un punto central en el DNU.)

La legitimidad de la acción de daño y de esta AED estaría fundada en la violación del orden público y la moral que supone el delito, que daña a la sociedad y, en algunos casos, también patrimonialmente al Estado como persona jurídica.

Si alguna duda hubiera, el Código Civil y Comercial en el artículo 386 ya declaraba nulos de nulidad absoluta los actos que contravienen el orden público y la moral. Pueden ser calificados así todos los actos de adquisición de bienes o las ganancias fruto de delitos penales. Estas nulidades no prescriben. Si bien la consecuencia sería retrotraer los actos, unido a las acciones civiles de reparación y la pena de decomiso conforman un marco jurídico más que suficiente para actuar sobre los patrimonios mal habidos, sin recurrir a instituciones tan cuestionables como la AED.

No noto ningún cambio apreciable para mejorar la recuperación de los bienes provenientes de delitos. Hubiera bastado, antes y ahora, la decisión política de ordenar las acciones de reparación, objetivamente, sobre todos los responsables.

11.  Un mamarracho draconiano

El DNU contiene un mamarracho draconiano. Hasta el nombre es engañoso. Porque en la AED el dominio no se extingue. Se transfiere. La extinción del dominio es (o era, hasta este DNU) un concepto del derecho civil, de derechos reales, que refiere a cuando una cosa deja de existir, se destruye o se consolida en otra cosa perdiendo individualidad. Es decir, siguiendo el uso del castellano, cuando desaparece.

Para el Macri jurista, ahora las cosas se extinguen cuando pasan al Estado. Después se ve que renacen y son rematadas… Hasta modifica el artículo 1907 del Código Civil y Comercial sumando confusión. No hago una cuestión por el uso de las palabras como si contuvieran propiedades esenciales, pero respetar el uso tradicional de los términos y los conceptos jurídicos, y aun el uso habitual coincidente con el del diccionario, parece algo prudencial de parte de un Presidente.

12. Hay delitos y delitos

El DNU presenta otros aspectos reprochables y discutibles (como, por ejemplo, que si el delito perjudica al patrimonio provincial, los bienes se los queda el Estado federal), pero el detalle más llamativo es que solo se habilita la AED para algunos delitos (vinculados con las drogas, trata de personas, contrabando, delitos contra la administración pública, etc.). Pero no para otros. ¿Cuál es el motivo?

¿Por qué no todos? ¿Otros no dañan a la sociedad?

Llama mucho la atención que el delito que más sufre el patrimonio público, que es la evasión de impuestos (bajo ciertas circunstancias es

Por el contrario, el resultado del blanqueo que Macri promovió para regocijo de su clase social, mostró el enorme patrimonio mal habido de las clases pudientes. El origen de ese dinero era delictivo o, cuanto menos, de una infracción a la ley tributaria: de la evasión. Seguramente una porción importante de esa masa de dinero y otros activos tuvo origen en otros delitos, pero la evasión es indiscutible.

Lejos de rasgarse las vestiduras para perseguir la recuperación del patrimonio evadido, el Presidente promovió una amnistía y premió a su clase con tasas de interés y el ocultamiento de sus conductas inmorales.

 

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Sobre quién determina el enemigo externo: ¿los jueces? A propósito del auto de procesamiento a la ex presidente por traición a la Nación

diciembre 20, 2017

El procesamiento de la ex presidenta y otros ex funcionarios, por el juez Bonadío a fines de 2017, además de su relevancia política, presenta temas de interés jurídico. Acá expreso algunas reflexiones sobre el tipo penal de la traición a la Nación y la gravedad que conlleva que un juez establezca quién es el enemigo externo.

No es discutido que el Poder Ejecutivo firmó un tratado con Irán que el Congreso aprobó en sesiones públicas. No hay objeciones al trámite parlamentario. La imputación es que los funcionarios idearon la creación de derecho por medios constitucionales para ayudar a imputados de un horroroso crimen, que el juez califica de enemigos en un cuasi estado de guerra.

El juez parece ubicar en la intención de los imputados el carácter delictivo. La intención de mejorar las relaciones con Irán no puede constituir delito (firmar tratados para mejorar las relaciones es una prescripción constitucional: art. 99, inc. 11), como no lo fue en su momento que el gobierno de facto y luego el de Alfonsín lo hicieran con Gran Bretaña al finalizar la guerra de Malvinas.

El delito de traición a la Nación fue puesto en la Constitución por motivos claros. En un país violento y políticamente inestable, la acusación de traición era habitual. En el siglo XIX, y de suyo antes, la pena de muerte era derecho, y se usaba. Aun actualmente, la acusación política de traición a la Nación se aplica sin rigor pero con demasiada facilidad al adversario político. En épocas donde la legitimidad del poder se fundaba más en el ejercicio que en un proceso participativo, reglado, etc. la identificación del adversario político como un enemigo, un traidor, era fácil y peligrosa.

Para coadyuvar a la pacificación y sentar bases a futuro, el constituyente de 1853 incluyó este delito en la Constitución y lo excluyó de la facultad del Congreso de dictar el Código Penal. El Poder Legislativo solo fija la pena. El modelo está tomado de la Constitución de los Estados Unidos (aun cuando Soler señala diferencias sustanciales) y viene de la tradición inglesa. Fue un signo de racionalidad y civilización que los políticos limitaran la grave acusación de la que podían ser víctima. Dice Madison, para evitar las “traiciones artificiales y de nuevo cuño” (El Federalista, XLIII).

Si en derecho penal no se acepta la analogía y la adecuación típica de la conducta exige rigurosidad, en este delito la exigencia es mayor. Por eso el artículo 119 dice que es traición a la Nación: “únicamente en tomar las armas contra ella, o en unirse a sus enemigos prestándole ayuda y socorro” (resaltado añadido).

Enseñaba Joaquín V. González que “En cuanto al delito en sí, la Constitución quiere que no esté jamás en el arbitrio del legislador ni de los jueces” y por ello “ha limitado el poder de la ley a los términos de su propia definición para evitar que ni ella, ni los jueces puedan nunca ultrapasar los límites marcados, y fijando una línea clara de división entre los poderes de legislar y los de administrar justicia”. Para él, el término “únicamente” reafirma la decisión del constituyente que así “ha expresado toda la protesta contra errores antiguos y su voto porque la justicia argentina no se convierta en auxiliar de la opresión, atentando contra la vida de los ciudadanos, por extensivas o criminales interpretaciones de esta clausula y de la ley que las aplica, las cuales son técnicas y de sentido limitado y estricto” (Manual de la Constitución Argentina, 9na ed., parag. 648 y ss.).

El delito exige el estado de guerra. Así surge del uso del término enemigo y la referencia a las armas, de las fuentes históricas y de la opinión de los autores. Los pocos casos donde la Corte aplicó la figura fueron en ocasión de la guerra con el Paraguay en el siglo XIX. La única condena es en el caso de Fallos 4:175 que trata de un ciudadano paraguayo que habría enviado ayuda a Paraguay durante la guerra. Es detenido por Mitre por decreto, y luego de un proceso es condenado. En el caso de Fallos 9:108, también en ocasión de esa guerra, la Corte aceptó tácitamente el uso del criterio restrictivo aplicado por los tribunales inferiores para absolver al acusado. No puedo asegurar que haya habido declaración de guerra con Paraguay, pero es indudable que hubo estado de guerra. Hubo guerra.

El término “enemigo” refiere a un estado de guerra, operaciones militares, beligerancia. El concepto jurídico del enemigo y de guerra tiene siglos de tradición jurídica. El juez no profundiza el estudio del concepto, descarta prácticamente la tradición jurídica y hasta considera en desuetudo la declaración de guerra. (Es llamativo el uso de un término técnico de creación o abrogación del derecho para una regla de una constitución escrita, también para una práctica política).

El juez parece sostener que no es necesario el estado de guerra o que el estado de guerra puede darse sin declaración y sin hostilidades recíprocas. Sin decisión política de las partes de estar de guerra. En suma, afirma que puede haber enemigo externo, sin guerra ni voluntad de tal de ambas partes.

En el caso, para el juez, el requisito del tipo se satisface con una agresión ilegítima (cuya calificación como agresión militar es discutible) aunque no sea respondida en términos militares o con actos diplomáticos propios de un estado de guerra, ni mucho menos el Congreso autorice al Ejecutivo a declarar la guerra, ni éste lo haga.

Textualmente dice: “… esta agresión ilegitima valida el derecho a la legítima defensa y si el Estado agredido decide responder por la fuerza se da una situación de hecho de estado de guerra y la conformación de un «teatro de operaciones» donde se dirime por las armas la cuestión planteada.

Si el Estado agredido ilegítimamente decide responder por otros medios, descartando el uso de la fuerza por empeñamiento de sus fuerzas armadas, esto no significa que el acto de guerra por agresión no se haya cometido y que quienes lo perpetraron no revistan el carácter de enemigos de la Nación y que cualquier manera de ayudarlos o socorrerlos no configure la acción típica señalada por el Código Penal Argentino como el delito de traición a la Patria.” (Subrayado añadido).

Es también relevante el concepto de enemigo. ¿Quién es el enemigo, una nación o una persona? Para el juez enemigos son las personas. A mi modo de ver, el enemigo es una nación. La guerra es entre naciones. El otro punto relevante es quién lo define.

Las relaciones exteriores son encargadas por la Constitución al Poder Ejecutivo (art. 99: 1, 11, 15, etc.). Los tratados son negociados por el Poder Ejecutivo y aprobados por el Congreso. Es doctrina admitida acá y en Estados Unidos que el Poder Judicial no interviene en las relaciones exteriores, al menos en lo que refiere a todo lo que concierne a los temas políticos en la concertación e interpretación de los tratados; son temas políticos no justiciables (Joaquín V. González Manual… cit. parag. 611; Oyhanarte, Recopilación de sus obras p. 743 y ss.; CS Fallos 169:255; “Martín & Cia. S.A.” del 6/11/963, entre otros).

¿Quién declara de acuerdo a la Constitución el estado de guerra o la calificación de enemigo? Si las relaciones exteriores, la autorización para la guerra, su declaración la formación y conducción de las hostilidades, etc. son atribuciones exclusivas y excluyentes del Poder Ejecutivo y del Congreso de la Nación, no parece que la Constitución confiera facultades a los jueces nacionales para sustituirlos. La facultad de declarar la guerra conlleva el poder de hacerla. Así en la jurisprudencia de la Corte (Fallos 211: 162; 497).

Los jueces actúan en procesos de persecución de delitos o en causas contenciosas, y ni uno ni otro parecen idóneos para resolver sobre la existencia de un estado de guerra o la calificación de enemigo a otra nación (o aun a personas físicas como en la tesis del juez). Una interpretación racional de la práctica constitucional no permite suponer que los jueces puedan descubrir o declarar quién es el enemigo externo, sin que ninguno de los presidentes de la Nación (jefe supremo de la Nación, además de comandante en jefe de las fuerzas armadas: art. 99 incs. 1° y 12 CN) lo hayan resuelto, declarado o aun advertido, en más de veinte años.

Suponer estado de guerra con Irán al momento de la negociación del tratado es contraintuitivo y difícil de fundar en los hechos y conductas de ambas naciones. (Por cierto, en 1994 estaba en reunión la última convención constituyente, autorizado intérprete si existían dudas o un cambio de paradigma que impactara sobre el texto constitucional).

La definición del enemigo tiene consecuencias severas. No es un asunto que pueda quedar en la duda, sujeto a recursos o decisiones de las limitadas partes de un proceso (penal o contencioso), ni es un derecho disponible por ellas. Sus efectos no se limitan a las partes del juicio sino que tiene efectos sobre toda la Nación. Esto es así salvo que no se tome en serio la decisión del juez o que exista una categoría de “enemigo” aplicada en el proceso penal diferente de la establecida en la Constitución.

El estado de guerra o la definición del enemigo es una declaración política que corresponde al Presidente y al Congreso. La decisión judicial que pone en duda la existencia de un enemigo de la Argentina debería ser atendida por los Poderes Ejecutivo y Legislativo. También es deseable la intervención rápida de la Corte.

Enrique Hidalgo

15.12.2017

¿Los decretos delegados dictados por el presidente Macri que disminuyen o eliminan derechos de exportación son inconstitucionales?

enero 3, 2016

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El contrato de Perón con la Compañía California Argentina de Petróleo S.A.

abril 27, 2012

Ante la discusión sobre la política sobre hidrocarburos es probable que los críticos de la expropiación de la mayoría de las acciones de YPF S.A. sostengan que Perón en el período inmediato anterior a su derrocamiento, tuvo una política proclive a las multinacionales por la proyectada vinculación con la California. El análisis del contrato no permite esa conclusión.

1. En un período de alza del petróleo luego de la finalización de la segunda guerra mundial, Perón, entonces presidente, suscribió en abril de 1955 un contrato con una empresa controlada por una poderosa compañía petrolera (more…)

Un párrafo sobre la doctrina del código de Minería

junio 28, 2010

En una época en que las grandes extensiones desérticas se ofrecían a la colonización y abundantes recursos naturales esperaban que se los descubriera y explotara, la teoría que fundara la adquisición mediante el descubrimiento y la apropiación de la res nullius, reservando algunas cosas como res extra commercium, no creaba grandes dificultades. En cambio, en un mundo multitudinario, la teoría de las res extra commercium parece ser incompatible con la propiedad privada, y la teoría del descubrimiento y la ocupación diríase que implicara un gran desperdicio de los recursos sociales. A este aspecto, podemos comparar el derecho de minería y el derecho de aguas en el dominio público, que se desarrollaron según los principios del descubrimiento y la posesión conforme con las condiciones de 1849 y la legislación federal de 1866 y de 1872, con la legislación reciente formulada según las ideas de conservación de los recursos naturales. En cuanto a lo primero se impone una mayor consideración, puesto que el argumento por el cual se excluyen algunas cosas del dominio privado parece aplicarse cada vez más a la tierra y a los bienes muebles. Así, Herbert Spencer afirma, refiriéndose a las res comunes: “Si un individuo interfiere en las relaciones de otro en cuanto a los medios naturales de los cuales depende la vida de ese otro, infringe los derechos semejantes de los demás por los cuales se miden los suyos propios”.
Pero si lo expuesto es verdadero respecto del aire, la luz natural y las aguas corrientes, los hombres insistirán en preguntar por qué no ocurre lo mismo con la tierra, los artículos alimenticios, las herramientas y utensillos, el capital y hasta quizá los artículos suntuarios de los cuales depende una vida humana verdaderamente civilizada. Asimismo, si en vez de considerar la propiedad como el ideal de un máximo de actividad individual, según lo hizo Spencer, la consideramos ideal de la efectividad máxima del orden económico, habrá que hacer una distinción, como ocurre en el derecho soviético, entre los instrumentos de producción, que se supone se usarán de manera más eficientes si están socializados, y los bienes de consumo, “artículos para la consumición y el bienestar personal”, destinados solamente al uso y consumo de la vida personal, sin que puedan producir nada. En consecuencia, han venido a ser espinosas cuestiones de la teoría filosófica del derecho, cómo formular una explicación racional del llamado derecho natural de propiedad y la manera de fijar los límites naturales a tal derecho.”

Roscoe Pound, Introducción a la Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 1972, TEA, pp. 147-148, traducción de An Introduction to the Filosophy of law, 1922 y 1954, The Yale University Press.

1. En el debate político de este momento en la Argentina está en cuestión la minería en su forma moderna.

El cuestionamiento de esta actividad económica está centrada en: a) su capacidad para afectar el medio ambiente, especialmente por el uso de productos químicos y agua, y, b) los beneficios fiscales concedidos en los ’90 y la posibilidad de invocar la prórroga de jurisdicción para defender sus intereses si el minero es extranjero.

Hay otros dos temas que no están tan presentes en debate público. Uno es el dominio originario provincial de los recursos naturales; el otro el tipo de código de Minería que rige en la Argentina como un derecho de propiedad de particulares y no de asignación racional por la sociedad de sus recursos no renovables. (more…)

Valor boca de pozo de hidrocarburos a los fines del cobro de regalías en una interlocutoria de la Corte Suprema

febrero 10, 2010

1. La interlocutoria de la Corte Suprema que motiva estas líneas fue dictada en autos: Y. 49. XLIII.ORIGINARIO. “Y.P.F. S.A. c/ Mendoza, Provincia de y otro s/ medida cautelar” del 7 de abril de 2009.

2. Dice el fallo que YPF S.A. como productor de hidrocarburos[1] en la provincia de Mendoza, promovió acción declarativa (art. 322 CPCCN) contra esa provincia, a fin de que se haga cesar el estado de incertidumbre causado por la interpretación que ella efectúa con relación al art. 6 de la ley 25.561[2], y en virtud de la cual le exige el pago de diferencias por regalías, pretendiendo que las correspondientes a hidrocarburos vendidos en el mercado interno se recalculen y paguen como si se hubiere tratado de operaciones de exportación, es decir adicionando el derecho de exportación que recae sobre los hidrocarburos o, lo que es equivalente, considerando como valor de boca de pozo los precios de exportación, que fueron notoriamente superiores.

3. En principio no creo que exista aún un caso por no haber gravamen actual y poder la empresa defenderse cuando la provincia inicie la acción de cobro. Luego, es discutible si el cobro de regalías (more…)

La pobreza y la representación política

octubre 19, 2009

Desde hace unos meses aparece como tema mediático la pobreza. Así lo señaló la Iglesia por medio de altas jerarquías. De él se hicieron eco casi todos los medios. También los políticos. Algunos lo descubrieron con ocasión de las elecciones, otros, de buena fe, lo plantean desde hace años.

Es bueno que la pobreza ocupe el centro del debate político. Lo malo es que lo ocupe por una o dos semanas y sea luego reemplazado por alguna epidemia, un crimen resonante o algún triunfo deportivo. Algunas apariciones parecen irónicas: ¿no lo es que predique sobre la pobreza un ex ministro de Obras Públicas que contribuyó a desarrollar una política económica nefasta para el desarrollo nacional que, entre otras cosas, privatizó las fuentes de energía y los servicios públicos en condiciones monopólicas, con tarifas dolarizadas, con cesión de jurisdicción a favor de tribunales extranjeros, aun arbitrales?[1] (more…)