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Cómo elegir un juez de la Corte Suprema

May 15, 2023

Cómo elegir un juez de la Corte

(Reflexiones no solo para presidentes y senadores)

Enrique Hidalgo[1]

I.

Un presidente ante la posibilidad de designar 

1. El presidente ante la vacante

Supongamos que un presidente (o presidenta) de la Nación se encuentra en la situación de tener una o varias vacantes en la Corte Suprema de Justicia. Cree hallarse en un momento excitante de su mandato. De contar con el acuerdo del Senado, designará un juez que integrará hasta cumplir los 75 años el Tribunal que resuelve los más relevantes casos judiciales y cuyas doctrinas inciden en la definición de los principios que rigen la vida social.

Su primera intuición es que se trata de un tema placentero y simple. Tiene que elegir a un buen jurista o a un buen político con sensibilidad jurídica. Cree que el asunto le llevara una mañana. Tal vez alguna consulta.

Comienza preguntándose por las competencias de la Corte y su práctica. Consulta con sus asesores en derecho. Recibe respuestas que difieren. Paralelamente solicita a sus colaboradores que le sugieran nombres y le den fundamentos de la elección. La cantidad de personas que sus allegados creen que son adecuados para el cargo lo abruma; sobran nombres, pero cuando les pide que le expliquen por qué los creen buenos candidatos, salvo excepciones, se repiten: “es una gran jurista”, “sabe mucho de derecho”, “será un buen juez”. Alguno susurra, “es amigo” (el presidente ni lo escucha).

Nuestro imaginario presidente advierte ahí que ejercer esa competencia adecuadamente no será tan sencillo.       

Mucho se ha escrito sobre la Corte Suprema como órgano. Sobre sus facultades, los orígenes y la evolución de la competencia que se le atribuye de revisar la constitucionalidad de las leyes en las controversias entre partes contenciosas. También sobre sus aciertos y errores. Y, menos, sobre los límites de sus competencias. 

Hay literatura sobre la remoción de los jueces de la Corte.[2] Pero, al menos en la Argentina, es escaso el debate y poco lo escrito sobre el modo de elección de un juez de la Corte.

Es curioso que tan importante decisión no haya sido motivo de análisis por los juristas, valoración por los politólogos y, especialmente, reflexión por los políticos, que son los que ejercen la competencia.

La razón probablemente sea que desde mediados del siglo veinte la función judicial es cada vez más descripta por los académicos como un ejercicio técnico, neutral desde el punto de vista de los valores o las preferencias políticas (en sentido amplio), y que requiere un saber sofisticado, alejado no solo del conocimiento de las masas, sino también de los dirigentes políticos a los que, sin embargo, la Constitución les encarga no solo la designación de los jueces de la Corte, sino también la elaboración de las políticas legislativas y ejecutivas sobre aspectos tan relevantes como la salud, la educación, el bienestar económico, la demografía o la seguridad, sobre las cuales, esos jueces juzgarán las controversias que con posterioridad se susciten. Los políticos serían entonces versados para todos esos asuntos, pero que tendrían vedado el saber jurídico, sea lo que esto signifique.[3]

Esta descripción es difundida por muchos académicos como refiero en la nota a pie anterior, y, lamentablemente, parece ser aceptada por la sociedad. Esa descripción de los académicos sobre el rol de un juez, y en particular de un juez de la Corte es falsa. Y ese es uno de los puntos por cuales el tema que propongo discutir es muy importante.

Cuando empecé a escribir este texto pensé que sería breve y que solo intentaría interesar al lector político, jurista u observador a que reflexione sobre el asunto. Pero al correr de la escritura advertí la cantidad de puntos que deben ser tratados con materias tan complejas -y sobre las que se ha dicho tanto- como la definición del concepto del derecho, la función de los jueces, la distribución constitucional de las competencias y su significado político en la confrontación de intereses entre clases sociales, grupos de poder económicos, religiosos, entre muchos otros. En lo que parece más técnico pero que tiene un enorme contenido político, es fundamental el concepto de legitimación activa y de causa, pues eso hace a la extensión de las competencias de la Corte. También la Corte es uno de los modos en que la Argentina se vincula con el mundo al aplicar los múltiples tratados que el Poder Ejecutivo suscribe y el Congreso aprueba.  

Obviamente, no pretendo tocar todos estos temas.

2. ¿Es un mérito no conocer al futuro juez?

Volviendo al tono introductorio de estos párrafos, más allá de cualquier discurso en contrario, las elecciones de los candidatos a la Corte han tenido causa, en la mayoría de los supuestos, en consejos de terceros respecto de abogados o jueces cuyas ideas los presidentes electores dicen no solo no conocer, sino que tampoco conocían a los futuros jueces.

Más aún, ese desconocimiento es generalmente exhibido como un mérito: “jamás hablé con el futuro juez de la Corte a quien ni conozco” es una frase común de los presidentes, a la que me pregunto si cabe agregar o inferir “y tampoco he leído sus textos o sentencias”.

La conclusión es que el mensaje del presidente de turno sería: “designo a tal, a quien no conozco ni he leído, porque terceros me han dicho que es un “jurista sabio» y será un buen juez de la Corte”.[4]

3. ¿La Constitución es lo que los jueces dicen que es?

El debate sobre la designación no hace centro en la futura función del juez. Eso ocurre porque no hay cabal conciencia de cuál es esa función y, en particular, la función política de la Corte de ser parte del Gobierno de la Nación y su relevante rol de contribuir a la Unidad Nacional asegurando la aplicación uniforme del derecho federal. Ser parte de un proyecto colectivo, cumpliendo un cierto rol. De ordinario acompañando, y en ocasiones llamando la atención. Por cierto, puede haber otras posturas. Se expande la idea de que la Corte debe ser un lugar de libres pensadores que dicten sentencias según sus ideas y preferencias jurídicas (que conllevan obviamente valores) sin preocuparse de las consecuencias. Creo que es una postura interesada, y errada.  

La Corte, a mi juicio, no debe ser un contradictor intelectual o moral de las decisiones mayoritarias. Puede serlo en caso de violaciones a derechos individuales asegurados en una garantía federal o ante disparates (subrayo el concepto) de los órganos políticos. Su rol principal, en mi criterio, no es ser árbitro de la extensión de las facultades de los otros poderes. Puede, tal vez, tener que expedirse para resolver un caso sobre ese aspecto y debería tratar de evitar ese punto, tratarlo solo si es imprescindible para restaurar un derecho claramente avasallado o corregir, reitero, una decisión que no puede ser convalidada bajo ninguna interpretación plausible de la Constitución, en sentido estricto. Pienso que el principal rol de la Corte es justamente aplicar las normas que emanen del Congreso. No es una tercera cámara. No debe legislar. La Constitución no es lo que dicen los jueces. Es, por regla, lo que dice la mayoría. Por su puesto, si la mayoría realiza una interpretación manifiestamente incompatible con la Constitución los jueces deberán ante el reclamo del afectado, restaurar la garantía. Ahora bien, aparecen tres puntos conflictivos: cuándo se da esa incompatibilidad, quién puede pedirla y cuál es el efecto si el juez la declara.   

La aguda reflexión filosófica de la corriente llamada realista en los Estados Unidos a principios del siglo XX, cuyo mayor referente fue el juez Oliver Wendel Holmes ha sido banalizada en el debate político, y así se llega a decir con sentido prescriptivo “la Constitución es lo que los jueces dicen que es”. Así dicho, es una estupidez.

Por supuesto, no es lo que dijo el brillante juez Holmes. Pero en la discusión social se lo refiere con insistencia y como prueba de la autoridad de los jueces. No como un método de análisis, de la visión de la realidad judicial con los “ojos del hombre malo”, de descripción o de modo de estudiar una situación dada.         

Pongamos esa idea en un diálogo imaginario en el trámite del acuerdo senatorial ante la designación del candidato del Poder Ejecutivo:

Señor senador: Dígame señor candidato a ocupar un lugar en la Corte Suprema, ¿qué es para Usted la Constitución?

Futuro juez de la Corte: La Constitución es lo que a mí y a mis colegas de la Corte se nos ocurra decir luego de que Usted y sus colegas me den el acuerdo.

Si esta fuera la atribución de poder que la sociedad le da a los jueces, la reflexión previa debería ser muy cuidadosa. Obviamente, no creo que la Constitución sea lo que a los jueces de la Corte se les ocurre que es. Pero igual me parece que es muy importante reflexionar sobre a quién se designa y bajo qué criterios y método.   

Omito el supuesto de la designación de determinada persona porque el presidente o sus consejeros creen que fallará lo que ellos le pidan, es decir, un juez dócil al telefonazo. Al describir la escena imaginaria, el presidente ni escuchó al asesor que ponderaba al candidato porque “es amigo”.

No niego que puede haber ocurrido, y cada uno podrá pensar algún ejemplo desde el siglo XIX, pero no me parece que sea lo habitual y resulta una patología de grave corrupción moral y material que no entra en el ámbito de la materia que quiero poner en debate.

4. Un buen jurista que será un buen juez

La síntesis de esta introducción es que los presidentes nombran, habitualmente, a abogados o jueces que terceros se los describen como “buenos juristas que serán buenos jueces en la Corte”.

Y, agrego, “que comparten nuestros valores”: los del consejero y el presidente aconsejado. O al menos estos así lo creen.

Con esto, parece que la sociedad se conforma porque no es mucho más lo que se discute.

En los últimos años, se agregó un análisis de sus conductas previas, más bien referidas a generalidades, en muchos casos relevantes y en otras no.

El punto relativo a los valores no es expuesto, o al menos no lo es con la claridad que debería. Se mezcla en la crítica o ponderación de las conductas del pasado. Tal vez hay prurito en abordarlo porque rompe el paradigma del juez neutral que solo “deberá aplicar la ley y la Constitución”, y eso es algo postulado como tan objetivo como resolver un problema matemático. Entonces, no hay que preocuparse, y ni preguntemos: si es buen jurista, será infalible.

Luego de la postulación presidencial los medios de comunicación hacen un análisis del currículum del elegido. Casi puede decirse que lo pesan: cuentan los libros, las conferencias, los artículos y sus éxitos, si son abogados, o las sentencias renombradas si son jueces. Se mide la cantidad, no la calidad. Las instituciones académicas normalmente aplauden al elegido, de ordinario una persona que integra ese círculo. En algunas situaciones, casi un amigo.

Este proceso previo surgió en los últimos años, a partir de la mala gestión de la Corte de los ’90 presidida por los jueces Julio Nazareno y Eduardo Moliné O´Connor, removida por juicio político o por renuncias provocadas por la iniciación de ese proceso parlamentario. El presidente Néstor Kirchner estableció entones en 2003, en base a una propuesta de varias organizaciones no gubernamentales, un proceso de evaluación pública de los candidatos que se desarrolla antes de la designación presidencial y el acuerdo senatorial.[5]  

Fue una decisión acertada que habilita un cierto debate público respecto de los elegidos. Permitió que algún tema controvertido, como por ejemplo el aborto o el pago de impuestos por los jueces, fuera motivo de debate público ante el Senado.

Pero ese procedimiento, que estaba seguramente inspirado en los debates que en algunas ocasiones se dan en los Estados Unidos, en la Argentina no se centró en las ideas de los nominados respecto de su futura función, sino en encontrar en sus historias académicas o profesionales razones para atacarlo, aun por temas no directamente vinculados con sus posiciones respecto de la actuación futura en la Corte.

La discusión sobre la idoneidad del candidato, cuando se dio, muchas veces reprodujo la confrontación política entre oficialismo y oposición, sin relación con el modelo de Corte Suprema que el futuro juez podría contribuir a conformar. O en aspectos de su pensamiento vinculados a temas confesionales o personales.

Al momento de escuchar las ideas sobre temas relacionados con las competencias de la Corte, en alguna ocasión se llegó a afirmar que no podría contestar por el riesgo de colocarse en situación de prejuzgamiento.

Semejante afirmación es desacertada. Remite a la errada y antidemocrática consideración de que el derecho es un tema de pocos elegidos, casi misterioso.

La elección es entonces de una persona, cuyas ideas no se expresan.

Las autoridades políticas, electas por el pueblo, al designar al juez de la Corte le estaría diciendo: cuando sentencie, sorpréndame. O, tal vez, enséñeme. Este es un punto central que motiva este texto.  

Obviamente, está muy bien el control de la rectitud moral del candidato, y si bien la tensión política parece alejar la objetividad en la crítica, si hubiera buena fe e inteligencia en la crítica no sería un obstáculo para lograr un debate robusto. Pero, reitero, creo que el debate casi nunca hace centro en aspectos relevantes de la función de la Corte y, por ello, del futuro integrante.           

En definitiva, la afirmación “buen jurista que será buen juez de la Corte” no dice nada.

O puede decir demasiadas cosas, que sería bueno aclarar. Su rectitud anterior en el pago de los impuestos, el currículum de antecedentes académicos, etc. es una condición relevante en algunos aspectos, pero existen otros aspectos que son fundamentales y más relevantes que alguna erudición académica, que resultan soslayados en la práctica constitucional de designación.

Tampoco es pertinente la alusión a que “necesitamos un laboralista” o “a la Corte le falta un penalista”, cuando por regla la Corte tiene vedada la competencia de interpretar el derecho común (art. 75 inc. 12, C.N.). Tampoco creo que el sexo sea una condición preponderante. Ni la provincia donde nació.

Que exista un debate frutífero depende, como es obvio, de que exista un concepto claro de qué Corte quieren los políticos y la sociedad, y, por tanto, qué pretenden que haga la Corte. Mejor dicho, que ese tema esté presente y se expresen los diferentes puntos de vista sobre el modelo de Corte.

Dicho de otro modo, de qué idea de Corte tiene y quiere el presidente que designa, para lo cual fue electo por el voto popular. En todo caso, negociando con otros partidos para lograr el voto de las dos terceras partes de los senadores. Los dos tercios requeridos por la Constitución deben entenderse no como un obstáculo superior que dificulte la discrecionalidad, sino como la suposición de que además de un programa de gobierno, el presidente tiene una idea de país que comparte y logra el consenso de un conjunto tal que reúne semejante mayoría senatorial.

Entonces, el quid es qué idea de Corte tienen y quieren los políticos. Si es que tienen alguna.

5. Cortes y golpes de Estado

Omito, en principio, en las reflexiones las designaciones de jueces de la Corte durante las dictaduras nacidas de golpes militares, luego de remover a escobazos y plomo a la precedente, de origen democrático.

La Corte de 1930 no fue removida, porque el gobierno de facto logró un pacto con ella, que lo reconoció como legítimo, y, como contrapartida, el presidente José Félix Uriburu le concedió al tribunal la facultad de designar a su presidente, modificando la práctica constitucional iniciada con Bartolomé Mitre que copiaba el sistema de los Estados Unidos. ¿Fue ese pacto de la Corte con Uriburu el inicio de la autarquía judicial?

El gobierno nacido del sangriento golpe de 1955 sí cambió la Corte, con argumentos realmente insólitos, como mucho o casi todo lo que salió de esa gestión, que hasta abrogó una reforma constitucional con un bando militar. Lo mismo ocurrió en 1966 y en el nefasto 1976. Seguramente, no ocurrirá nunca más.

Este recordatorio de que muchas veces la Corte fue integrada por jueces designados por presidentes originados en la fuerza y no en el voto popular permite señalar un punto que a veces no se hace notar. Y es que cuando se cita un fallo de la Corte hay que advertir quiénes lo firman y cuál es su origen. Porque la Corte no es un ser único, con un siglo y medio de vida, sino un órgano integrado sucesivamente por diferentes jueces.

Hubo muchas cortes. Muchas de ellas conformadas ilegítima e inconstitucionalmente. Otras con el vicio de la proscripción del Peronismo. No digo que no pueda haber sentencias de interés nacidas de esos procesos, dadas por juristas inteligentes. Pero creo que siempre es relevante tener presente el origen. No debe ser soslayado. Porque el derecho no es un saber objetivo ni una ciencia exacta. Y tampoco lo es la actividad jurisdiccional. 

II.

Competencias jurisdiccionales y funciones políticas de la Corte, tradicionales y nuevas. Las funciones vinculadas al gobierno y su rol para asegurar la Unidad Nacional. ¿Cénit de interpretación constitucional? El concepto de causa y la legitimación activa  

1. Introducción  

La selección de un integrante de un órgano supone conocer cuál es su función.

Es un tema complejo. Se ha escrito y se escribe mucho, tal vez no tanto en la Argentina con sentido descriptivo y aun crítico sobre las funciones jurisdiccionales y políticas de la Corte, las tradicionales y las que ha asumido en las últimas décadas. La mayor parte de la literatura es de análisis jurídico, casi descriptivo, de las sentencias. En general con tono elogioso, a veces reverencial. Esto es parejo en juristas, políticos y medios de comunicación.  

Quiero desde ya introducir un aspecto de las funciones políticas de la Corte que es para mí la más importante; me refiero a garantizar la aplicación uniforme en todo el país del derecho federal. Es un rol primordial para asegurar la Unidad Nacional, que es uno de los grandes objetivos no solo de la Constitución, sino de la Nación como unidad política y del Pueblo que la habita.

Conlleva un rol político claro de la Corte -y de todo el Poder Judicial de la Nación- de ser parte del gobierno de la Nación en la consecución de un programa común.

Esta función a veces es soslayada, menospreciada o, directamente, desconocida. Haré alguna referencia más extensa más adelante.

Por otro lado, aparece la función de ser “el máximo intérprete de la Constitución”, afirmación que se repite como un dogma y que, si no se efectúan varias aclaraciones, no tiene fundamento ni en el texto ni el concepto de reparto político de la Constitución.

Es una frase que parece tener autoridad y se la ha repetido tanto, aun en los fallos, que pasó a ser un dogma. Supone que los tres poderes clásicos no están en equilibrio, sino que hay uno que es el cénit de la interpretación constitucional. Esto puede ser cierto si se limita la facultad de los jueces a los “casos”, los procesos judiciales. Y no se lo extiende a todos los asuntos.[6] Si esto es así, la clave es definir qué es “caso”, y para ello es decisivo entender quiénes pueden demandar qué cosas ante los jueces y cuál sería la contraparte. En palabras de los juristas, los conceptos de “caso”, “legitimación activa”, “pretensión”, “legitimación pasiva” y “efecto u oponibilidad de la sentencia”.

Adelanto que sería mucho más frutífero que el presidente y los senadores se pregunten y le pregunten al candidato por estos conceptos antes de, por ejemplo, saber si quiere o no pagar el impuesto a las ganancias, que en definitiva es una decisión del Congreso.    

2. Algunas dificultades para elaborar una visión crítica: volumen de causas

A diferencia de otros países, como los Estados Unidos, salvo pocas excepciones no es usual la crítica jurídica de los fallos de la Corte o de sus roles y funciones políticas.

Tal vez a partir de los años ’90 comenzó una crítica más bien política sobre la Corte presidida por Nazareno que decantó en los juicios políticos de 2001 y 2003.

Actualmente existe también un debate, en el que prefiero no ingresar. Aun cuando tengo opiniones, en este texto evitaré la discusión, no porque soslaye su relevancia, sino porque me interesa escribir sobre otro aspecto de la relación entre la Corte y la política.[7] Mi intención es llamar la atención sobre los aspectos que deben tenerse en cuenta cuando un presidente elige un juez de la Corte, no predicar para que elija este o aquel modelo. En cualquier caso, obviamente tengo valoraciones y preferencias que seguramente aparecen en el texto.

Insisto entonces en que no hay una tradición de análisis crítico de las doctrinas que la Corte va estableciendo como sí se advierte en los Estados Unidos respecto de su Suprema Corte. La referencia a las doctrinas de la Corte argentina por jueces, abogados, la misma Corte o los políticos, en la mayoría de los supuestos es análoga a la alusión a textos revelados que, con el tiempo, se transforman en canónicos.  

Es posible que el volumen de sentencias que emite la Corte argentina dificulte la crítica. Son cientos de sentencias que abarcan muchos temas, tanto constitucionales y federales como de derecho común (aunque sobre esta materia la Corte no debería opinar).

En muchos casos aparecen párrafos con ideas o doctrinas –a veces obiter pero otras veces integran efectivamente el razonamiento que funda la decisión- pero que luego no son seguidos en otros fallos o, aun, se los contradice. De ese modo no es tan fácil identificar las líneas de pensamiento que, por otro lado, no solo se deben extraer de lo que la Corte dice, sino también de lo que no dice. Esto último, muy relevante en términos políticos y que hace también a la conducta institucional del Tribunal.

Todo esto hace que no sea tan clara la conformación de las doctrinas que la Corte va construyendo al resolver las controversias y que debería ir marcando un punto de vista sobre la aplicación de la Constitución. Esas doctrinas, a la par, expresan los valores que los jueces quieren aportar o imponer a la sociedad y a los demás órganos constitucionales.

La cantidad de decisiones en una enorme variedad de temas, la profusión de votos particulares, y su extensión a veces innecesaria, conlleva a que las doctrinas muchas veces queden difusas.

Ahora bien, no parece haber dudas de que esas decisiones expresan valores. Tal vez la omisión de su exhibición antes de la designación tenga su correlato en cierto ocultamiento durante el ejercicio de la función.

Tomando como ejemplo para la comparación el caso de los Estados Unidos, al ser menos las sentencias, es más fácil reconocer las doctrinas, sus modificaciones y discutir sus valores. La limitación de casos supone también funciones diferentes de cada corte.

La Corte argentina en lo procesa actúa simultáneamente como corte constitucional, como casación de derecho federal y como única instancia cuando una provincia o la Ciudad de Buenos Aires es parte y la materia predominantemente federal, o si dos provincias o una provincia y el Estado Nacional son parte, cualquiera fuera la materia. Además, como una suerte de tercera (o cuarta) instancia en temas de derecho común -aun cuando la Constitución lo prohíbe- mediante la doctrina de la arbitrariedad.

La Suprema Corte de los Estados Unidos, en vez, selecciona sus casos exclusivamente de temas de derecho federal, son muchos menos e interviene de ese modo con una voz clara en el debate político sobre los temas que elige. Se dice que alguna vez se discutió en los Estados Unidos la obligatoriedad de la Corte de tratar todos los casos, es decir, reconocer una suerte de derecho del litigante a la resolución fundada del caso federal que pudiera presentar. Obviamente, fue desechada. Ese debate también aparece en Argentina cuando se critica la posibilidad de la Corte de declarar inadmisible un recurso con la sola adjetivación de ser tal, fundado en lo prescripto en el artículo 280 del Código Procesal. Creo que es una exigencia incorrecta. Es preferible que la Corte tome solo algunos casos y los estudien y resuelvan los jueces, no sus asesores. También que pueda callar para mantener vigente una decisión que no desea convalidar por sus fundamentos, pero que tampoco considera prudente revocar. Ello, entre otros motivos.

La Corte argentina también selecciona, pero, reitero, con un volumen de pronunciamientos enorme. Al punto de que es muy difícil, sino imposible, que cada juez pueda analizar la decisión en cada caso, por lo que son, en cierto modo, gestores de equipos -cada vez más numerosos- en los que delegan los asuntos que no consideran de especial relevancia. Existe así una parte de la producción del tribunal que no es, digamos, artesanal.[8]

Esta tendencia se ha visto incrementada en las últimas décadas. La comparación entre la cantidad de casos fallados por la Corte designada por Raúl Alfonsín y el número de asesores letrados de entonces con la actual, demostraría un aumento que llamaría la atención.

Lo anterior pretende ser solo una descripción. Conlleva valoraciones según cada uno interprete cuáles deben ser el modo de funcionamiento del tribunal. 

3. Primera mención del problema de los jueces emitiendo reglas generales

Siendo un tribunal, parece de Perogrullo decir que su función es la de “dirimir controversias entre partes adversas”, según la definición clásica de la misma Corte y lo que prescribe la antigua ley 27.

Esto significaría que la Corte solo debería resolver controversias y que sus decisiones serían solo oponibles a las partes que intervienen en el proceso, ofrecen prueba, alegan, etc., esto es que, en definitiva, ejercen el derecho de defensa.

También cabría inferir que la Corte, como cualquier juez, no podría establecer reglas generales, fuera por sanción o por abrogación.

La prohibición a los jueces de dictar normas de alcance general, es decir, legislar, no es un tema nuevo y resulta de la mayor importancia.[9]

Cuáles deberían ser y cuales son efectivamente las funciones de la Corte y la actuación del juez que la integra, modifica radicalmente la elección del magistrado. Exige determinadas cualidades para cierta función, y otras si esta cambia. Naturalmente, el presidente debe contemplar qué Corte pretende, lo que supone una idea de cuáles deberían ser sus facultades, pero al designar no puede obviar cuáles son las que efectivamente realiza.

Retomo el punto sobre los efectos de la decisión de la Corte. Siendo un Tribunal que dirime una controversia, la decisión debería quedar constreñida a las partes, pero no es así. Los fallos de la Corte siempre expresaron “algo más” que la resolución de una controversia. Antes de ingresar en lo medular de este asunto, una breve síntesis para recordar las materias que trata la Corte puede ser útil. Quien las conozca, puede salteara el apartado.

4. Derecho federal, derecho común por vía de arbitrariedad y competencia originaria

En apretada síntesis y obviando matices, la Constitución prescribe que el Poder Judicial de la Nación resuelve las controversias regidas por el derecho federal, que es el que establece el artículo 31 de la Constitución, es decir, la misma Constitución, los tratados con otros países y las leyes federales. No son federales en este sentido -aunque sí rigen en todo el país- las normas que integran los llamados códigos de derecho común (civil, comercial -los concursos y quiebras merecen una aclaración que extendería este texto-, laboral, minería y de la seguridad social). Tampoco el derecho público provincial. Ni los tratados entre las provincias, aun cuando la Corte, en los últimos años, en muchos fallos refiere a una doctrina o institución no tradicional, el “federalismo de concertación”, que por el modo confuso en que es expuesta puede aparecer a veces como derecho federal.[10]   

La aplicación del derecho común queda reservada a los jueces provinciales y, en principio, prohibida para los jueces federales, concepto que incluye a la Corte. La excepción es cuando los jueces federales y la Corte intervienen en casos regidos por el derecho común en razón de las personas, es decir, porque alguna de las partes es un órgano federal o una persona con derecho al fuero federal.

Por último, si la controversia es de derecho federal y una de las partes es una provincia o aún si es no es derecho federal pero la controversia se suscita entre dos provincias o una de ellas y el estado nacional, el tribunal competente es la Corte en instancia única (originaria).

La Corte, con cierto afán expansivo de sus facultades, primero respecto de las atribuciones jurisdiccionales de los jueces provinciales y federales inferiores y, luego, de los órganos políticos, ha creado la doctrina de la arbitrariedad, mediante la cual interviene discrecionalmente -aunque de ordinario razonadamente- en temas de derecho común o local. El argumento constitucional es que no lo hace para aplicar el derecho común o local, sino para subsanar graves vicios del proceso o de la sentencia que afectan la garantía constitucional al debido proceso adjetivo. Pero, en los hechos, marca una línea jurisprudencial o una mirada al menos, sobre instituciones de derecho común cuya interpretación y aplicación, prima facie tiene vedada (art. 75 inc. 12 C.N.).[11] No obstante, hay que decir que más de una vez la doctrina de la arbitrariedad es una bendición ante graves errores de jueces inferiores.  

Lo anterior merece muchas aclaraciones y debate. Lo expongo porque creo que resulta útil para entender el núcleo de esta nota. Debatir respecto de la función de un juez de la Corte conlleva supone conocer los rasgos básicos de su competencia jurisdiccional formal.

5. Efectos de una decisión de la Corte sin consecuencias políticas

Serán oportunos unos párrafos sobre los efectos de las sentencias de la Corte.

La importancia de la decisión de la Corte sobre un tema jurídico es tal que supone establecer una suerte de casación en los temas de derecho federal.

En otros supuestos la controversia puede haber puesto en debate un principio o un valor que al sentenciar los jueces consideran fundamental y que, además, entienden que la Constitución prescribe su aplicación. De ese modo contribuyen a reafirmar o imponer ese valor o principio.

Pero también ha habido casos, y esto con mayor frecuencia en los últimos veinte años, donde ha confrontado con las atribuciones de un órgano político nacido del voto popular.

Por fin, muchas veces -la mayoría- convalida de modo afirmativo o tácito (el importante rol de la Corte al “no hacer”).

Tomemos la primera enunciación, la más general referida a la función de casación en derecho federal, sin efectos políticos del tipo de los descritos en los demás casos.

Esa influencia de las decisiones de derecho federal se fue extendiendo a temas de derecho común, a pesar de la restricción citada (art. 75 inc. 12 C.N.). En estos casos la Corte ingresa por vía de la doctrina de la arbitrariedad por lo que, como regla, más que establecer una doctrina positivamente lo que debería hacer es descalificar la que sustenta la sentencia que revoca, pero de hecho afirma una interpretación sobre el derecho común.

Esa casación de hecho en casos de derecho común y federal se produce por diversos motivos. En primer lugar, porque, de ordinario, los razonamientos de una sentencia de la Corte están bien formulados, pues sus integrantes tuvieron casi siempre una versación más que aceptable, tiempo para la reflexión y, como ni siquiera tienen la obligación de tomar el caso en el enorme universo de asuntos regidos por el derecho común en el que ingresan por vía de arbitrariedad, la decisión es clara y expuesta con autoridad. La Corte también ha dicho sus disparates, y no solo en casos políticos[12], sino también de derecho federal y común. Pero tomemos la regla, no las excepciones.  

En segundo lugar, porque difícilmente los tribunales inferiores contradecirían la doctrina de la Corte.

Y, por último, los abogados, conocedores de las anteriores razones no aconsejarían a sus clientes plantear casos fundados en la doctrina perdedora.

Ahora bien, esa casación de derecho federal -y aun de derecho común-, es decir, decisiones casi con efectos generales respecto de los futuros casos, en la inmensa mayoría de los supuestos resolvían hasta los últimos veinte o treinta años controversias jurídicas sin mayor relevancia política, aun cuando trataran temas importantes para cualquier gobierno (ej. el valor de la moneda, la validez de alguna regulación o tributo, etc.). Uso esa referencia un tanto ambigua para decir que eran casos que no tenían consecuencias políticas entendiendo esto último como una decisión que:

  1. Pone en cuestión la competencia de otro órgano constitucional y, por ello, de un modo u otro, anula esa facultad o el Tribunal lo sustituye en su ejercicio;
  2. Establece una regla de derecho general (legis latio) obligatoria para todos, aun para los que no intervinieron en el proceso; o, más aún,
  3. Establece una regla general de derecho, cuyo alcance es tal que en ningún caso hubiera podido permitir que todos los afectados intervinieran en el proceso como parte actora o demandada.  

Esa influencia indirecta que como referí era una especie de casación de hecho comenzó a ser casi de derecho o de stare decisis no prescripto por la Constitución.[13] Actualmente la Corte misma reprocha con cierta severidad a los tribunales inferiores que no aplican sus doctrinas sin dar razones plausibles para apartarse.

Esto no parece irrazonable en tanto, por un lado, no impida que las partes y los tribunales puedan alegar y disentir con la doctrina si poseen razones plausibles para ello y, por el otro, si no se transforman las reglas del razonamiento de la Corte en normas generales con igual valor a una ley sancionada por el Congreso.

Como se verá a lo largo del texto, un punto en el que el presidente designador debe prestar mucha atención es a los efectos que una sentencia de la Corte produce, más allá de las partes que intervienen en el proceso.

III.

Continuación: Funciones de la Corte

La ampliación de la legitimación activa y del concepto de causa. Consecuencias sobre las competencias de otros órganos de la Constitución

1. La influencia indirecta referida en el capítulo anterior adquiere una característica especial a partir de que la Corte -y los jueces inferiores- comenzaron a extender la condición de legitimado para iniciar una acción.

Este punto es decisivo para entender la actual extensión de las facultades de los jueces federales y de la Corte, porque al ampliar la legitimación activa a personas que no pueden invocar ser el titular o el “dueño” del derecho cuyo reconocimiento se reclama en una sentencia, se amplía casi sin limitación el concepto de “causa” o “caso”, que es lo que delimita la competencia de los jueces federales y de la Corte conforme lo que ordena el artículo 116 de la Constitución.

Si el límite de la competencia queda borroso, la facultad se expande. Y si el árbitro de respecto de la esa línea demarcatoria es el mismo órgano que ejerce la competencia, la extensión puede ser infinita.

Algunos a veces se alarman y hablan del “gobierno de los jueces”. No creo que llegue a tanto, por las características de la función judicial, pero sí produce efectos perniciosos en el sistema y en el funcionamiento de los otros órganos.

Se empobrece el debate político pues los legisladores y la sociedad no agota, ni profundiza, la discusión en los ámbitos que les son propios, suponiendo que la sanción del Congreso y la promulgación por el Presidente no son el último paso para la vigencia de una norma, sino que continuará el debate en los tribunales.[14]

Se produce una transferencia en la decisión política a un grupo reducido de personas, poseedores de un saber técnico que, además, se expresan en un lenguaje que deja afuera de la discusión a la mayoría de la población. Así, la democracia se empobrece.

Este es un punto relevante. La suposición de que la decisión del Congreso no es final, relaja la rigurosidad de los políticos y el interés de la sociedad en producir un debate robusto que enmarque la decisión de sus representantes, tanto antes de su elección como al momento de discutir la norma en el parlamento.

No me extenderé. Sobre la idea de dejar a la decisión judicial el debate final a sobre los asuntos que afectan los asuntos y valores fundamentales de una sociedad, la reflexión del juez Learned Hand enriquece. Sobre la incidencia de la revisión de constitucionalidad como modo de asegurar y preservar los valores fundamentales de equidad y sentido de justicia que establecen las constituciones, e imaginando un supuesto donde la institución de la revisión judicial no existiera, dijo: “No creo que nadie pueda decir que qué quedará de ellos (los citados valores); no se si solamente servirán como consejeros, pero lo que sí creo es: que, a una sociedad tan desgarrada que el espíritu de moderación ha desaparecido, ningún tribunal puede salvarla; que, a una sociedad en la que el espíritu florece, ningún tribunal necesita salvarla; que, en una sociedad que evade su responsabilidad al confiar a los tribunales la educación del espíritu, el espíritu perecerá al final”.[15]

2. Causa

a) Los conceptos de causa y de parte legitimada son esenciales para entender la actuación de la Corte en temas de relevancia política.  

La Constitución establece que los jueces (la Corte) ejercen su competencia en las “causas”. Fuera de las causas, no tienen facultades.

En el año 1865 en el caso “Mendoza” del tomo 2, página 253 de la colección de Fallos, la Corte estableció que no tiene competencias para evacuar consultas ni establecer cuál es el derecho aplicable a una situación si no existe un “caso”, el que fue definiendo como una controversia actual entre partes contenciosas o casos ocurrentes entre partes contradictoras, tal como por otro lado prescribe la también antigua ley 27.

Esa delimitación del poder de la Corte tradicionalmente suponía, entonces, un proceso donde una persona, física (humana) o ideal, pública o privada, se jactaba de ser titular de un derecho afectado por otro u otros. La idea del proceso es que puedan participar todos aquellos a los que la sentencia puede afectar. Es decir, que puedan intervenir expresando su visión de los hechos y del derecho, ofrecer prueba, controlar su producción y apelar de la decisión final.

Solo así, si han podido ejercer su derecho de defensa protegido por el artículo 18 de la Constitución la sentencia les será oponible y nacerá de ella una o varias obligaciones válidas.

La inferencia lógica y valorativa de lo anterior es que de quien no es parte o no intervino en el proceso, la sentencia nada puede exigir. En el juicio entre A y B no pueden nacer obligaciones exigibles a C.

Esto supone que el que inicia el juicio y contra quién se deduce a demanda son los dueños del derecho en disputa. Pueden transarlo -salvo excepciones y bajo condiciones-, pueden desistir -expresa o tácitamente, también en ciertas condiciones-, etc.

Pero si la legitimación activa se extiende al punto de que cualquier afectado por una ley puede reclamar de un juez -y luego de la Corte como último tribunal- una declaración sobre las prescripciones de esa ley con efectos que interesen a otros, o aún a todos (erga omnes), el poder de los jueces se modifica radicalmente. Crece de un modo en el que, la regla de la prohibición a los jueces para interpretar la ley con alcance general o aun dictar normas de alcance general, queda en la nada.

b) Si bien pueden encontrarse en la historia de la Corte desde el siglo XIX pronunciamientos que han afectado a terceros que no intervinieron en el proceso, y me refiero a una afectación no nacida de los efectos indirectos de la repetición de esa decisión por los jueces inferiores, es indudable de que en los últimos treinta años, y especialmente en los últimos quince, esa ampliación del poder de los jueces, provocada por las mismas sentencias de la Corte y jueces inferiores, ha sido significativa. Y ha modificado el equilibrio del poder entre los órganos de la Constitución.

Hubo decisiones de carácter general de la Corte que ni siquiera fueron adoptadas en procesos. La Acordada de 1930 que reconoció la validez del gobierno nacido del golpe militar que derrocó a Hipólito Yrigoyen -con quien la Corte de ese entonces no se llevaba nada bien- y cerró el Congreso es un supuesto paradigmático. Otros pueden ser las Acordadas de la Corte presidida por Julio Nazareno que declaró inaplicable la Ley de Impuesto a las Ganancias que obligaba a los jueces a tributar.

Pero aun dejando de lado estos supuestos difícilmente defendibles desde cualquier punto de vista, hay una serie de procesos donde se aceptó la legitimación activa de personas o instituciones que se declaraban afectadas por una ley, pero que en ningún caso podían invocar la titularidad del derecho en el sentido antes expuesto, esto es, como único titular del derecho con capacidad de transar, desistir o renunciar a él.

3. Procesos colectivos

Modernamente, a veces con invocación de intereses colectivos o difusos vinculados a temas ambientales o de defensa del consumidor y del usuario, con arreglo a la prescripción del artículo 43 de la Constitución, incorporado en 1994, se han producido innumerables demandas denominadas “amparos colectivos”.

En la Argentina no se han regulado con detalle las denominadas “acciones de clase” de uso extendido en los Estados Unidos.[16] Se trata de una técnica que pretende lograr que un interés o derecho que abarca a muchas personas o una situación que dé lugar a que muchas personas pueden invocar un daño o interés por un mismo acto o hecho, pueda ser debatido mediante un proceso ante los tribunales, y superar la situación descrita donde la sentencia termina disponiendo sobre derechos e intereses de sujetos que no intervinieron. Se realiza mediante la asunción por uno de los actores de una suerte de representación delos intereses de los afectados, a quienes la cosa juzgada afectará. El procedimiento es complejo y sofisticado.[17]

En Argentina, los políticos reconocieron la existencia del tema en la Convención de 1994, el Golem empezó a caminar. Las demandas colectivas fueron avanzando por la acción de abogados creativos (en varios sentidos) ante lo cual los jueces advirtieron una enorme fuente de poder, que a la vez podía revestirse de un discurso “moderno” y hasta progresista. Los políticos, como en casi todos estos temas, se desentendieron de su responsabilidad en la regulación de semejante herramienta, y se transformaron es espectadores del diseño político del nuevo modo de actuación de los tribunales. O, peor aún, adoptaron el discurso modernista, aplaudiendo o criticando las decisiones según expresaran sus preferencias ideológicas, pero no advirtiendo el modo ni quienes las adoptaban. Tampoco que, en definitiva, los jueces los estaban reemplazando. Algunos todavía no se dieron cuenta, y eso que la Corte se los dijo en “Halabi”.

La Constituyente de 1994 fue multitudinaria y no es fácil encontrar qué quisieron prescribir en los textos, que fueron fruto de negociaciones que no saldaban y que a veces la solución era una redacción ambigua, vaga o incompleta.   

Parecería que la Convención al incorporar una acción como la que surge del artículo 43 para los “derechos de incidencia colectiva” (ambientales, de defensa de la competencia[18]) pretendió limitar los legitimados al defensor del pueblo y a ciertas asociaciones que deberían cumplir ciertos requisitos legales. La inclusión de la referencia a la legitimación también del “afectado” genera la confusión de si él puede litigiar por su derecho solamente o, también, puede invocar la representación colectiva de los demás afectados.

En la práctica este interrogante se expresa en que actos del gobierno o de empresas que afectan derechos de usuarios o ambientales, generan la promoción de numerosas demandas en las más diversas jurisdicciones. A veces, eligiendo jueces afines y hasta acciones con actores que formalmente se consideran afectados, pero que en verdad puede ocurrir que sean falsos accionantes que son promovidos por el mismo sujeto que generó el daño para lograr un rápido rechazo de la acción, producir una cosa juzgada fraudulenta, etc. Esto último una verdadera patología extrema, pero que puede ocurrir y cada lector tal vez imagine un caso.

¿Cómo repercute esto en la actividad de la Corte? Aumenta su discrecionalidad para admitir o rechazar los casos admitiendo o rechazando las pretensiones mediante la admisión o negación de la legitimación activa.

También le ha “permitido” legislar una suerte de reforma procesal mediante reglas generales establecidas en sus sentencias o acordadas para unificar o acumular acciones, procesos, etc. Uso el entrecomillado para “permitido” porque el uso descriptivo del término no parece discutible, pero si merece un debate si le asignamos sentido prescriptivo.

4. Importancia del criterio de los jueces respecto de la legitimación activa y el concepto de caso

El concepto de legitimación activa y de causa es uno de los puntos más importantes en la actividad política de la Corte. Debe pues ser tenido muy especialmente en cuenta al elegir al candidato. Haré algunas referencias a algunos casos.

Las decisiones de los casos “Prodelco” de 1998 (Fallos: 321:1252), “Halabi” de 2009 (Fallos: 332:111) o “CEPIS” de 2016 (Fallos: 339:1077), entre otros, exhiben la variación del criterio de la Corte, por cierto, con disidencias y cambio de integración, pero también el uso que el Tribunal realiza de los concetos de “causa” y “legitimación activa” para ingresar o no en los planteos de los actores y adoptar la decisión política o valorativa de, por ejemplo respaldar el Gobierno en “Prodelco” respecto de una decisión impopular en la fijación de las tarifas telefónicas y, en “CEPIS”, anular una resolución también impopular que aumentó las tarifas de gas.

Los tres casos son de enorme interés. En “Prodelco” y “CEPIS” se discutían decisiones impopulares sobre tarifas. La Corte actuó en medio de un debate público profundo y extendido. En cambio, en “Halabi”, que contiene en el voto de la mayoría un conjunto de consideraciones que definen el concepto de legitimación activa en este tipo de procesos y de reglas procesales a futuro[19], hubo debate, pero no masivo. La ley había sido severamente cuestionada al punto de que el presidente Néstor Kirchner suspendió su propia reglamentación.[20]

En estos tres casos los actores aspiraban a representar a un universo de afectados. Algo similar ocurre “Zavalía” (Fallos 327:3852 de 2004 y 329:1989) o “Rizzo” (2013), ambos de tono más político. Que se contradicen con “Thomas” (2010) o “Multicanal” (2011).  

6. Fallos 327:3852, “Zavalía” (2004)

En “Zavalía” (Fallos 327:3852) un senador, invocando la inconstitucionalidad de los actos preconstituyentes de un interventor federal, accionó contra la provincia de Santiago del Estero intervenida ante la Corte en instancia originaria. La pretensión era que se anulara el proceso de reforma.

Entiendo que el Congreso puede válidamente dar atribuciones a un interventor federal para modificar la Constitución local,[21] pero no era este el supuesto. Como el interventor no tenía esas atribuciones, no podía convocar a la reforma. Sin embargo, lo hizo. El punto de interés acá es si el tema era susceptible de debate ante la Justicia y, en caso afirmativo, quién tenía legitimación activa.

La Corte, por unanimidad, sostuvo que la pretensión tenía contenido predominantemente federal y admitió la competencia originaria[22] y, cautelarmente, suspendió la actividad preconstituyente. Tiempo después, al dictar sentencia definitiva, declaró que el caso había devenido abstracto (Fallos 329:1898).   

El caso es interesante. La decisión del interventor federal rayaba lo que un Thayer habría calificado como inconstitucional en tanto evidente para cualquiera.[23] La pregunta es si quien debía declararlo eran los jueces.

El asunto roza las cuestiones políticas no judiciables. Pero aun sin ingresar ahí puede argumentarse que la legitimación era cuestionable. Por un lado, el control del interventor es ejercido por los poderes federales (Congreso y Poder Ejecutivo) que lo designan e instruyen. Si éstos no advierten el desvío en el ejercicio del mandato, no parece razonable que un legislador pueda lograr por medio del Poder Judicial lo que no consigue persuadiendo a sus colegas, con los que integra el órgano que dispuso la intervención, atribuyó las facultades y controla al delegado federal.

Por otro lado, colocar en cada ciudadano la posibilidad de discutir las atribuciones de un interventor ante los tribunales (lo que parece cercano a la acción popular que la Corte niega admitir) implicaría la posibilidad de someter a la provincia a miles de pleitos por el mismo tema.

La acción de un privado con una pretensión de sentencia erga omnes presenta evidentes dificultades. Si la sentencia nulifica la actividad preconstituyente es oponible a todos los ciudadanos, hay que dar una respuesta para aquellos que no son parte en el pleito, de lo que nadie parece haberse preocupado. La pregunta es si la estructura del proceso judicial resiste acciones de este tipo. No sería fácil admitir que el senador actor lograra la cautelar –como lo hizo- y, luego, como “dueño” de la acción desistiera de la demanda -aun, por ejemplo, negociando con la intervención modificaciones a las reglas electorales, etc.- y, de tal modo, con su única voluntad pudiera desde un proceso judicial determinar la validez o invalidez de un trámite preconstitucional y de la constitución misma; y, por ello, de los derechos y obligaciones del pueblo.

La Corte, en la cautelar, nada dijo sobre la legitimación. Pienso que la Corte reflexionó advirtiendo un grave apartamiento por el interventor de la función que le había encargado el Congreso, que los órganos políticos no advertían. Puesto el asunto ante ella dio una solución política.[24] Los órganos políticos seguramente ante el fallo prefirieron no cuestionar la solución al asunto, ni el modo.

7. Fallos 332:111, “Halabi” (2009)

El abogado Halabi demandó la invalidez de dos artículos de la ley 25.873 que regulaba ciertas obligaciones de las empresas prestatarias del servicio de telefonía en orden a conservar los contactos y otros datos de las comunicaciones de los usuarios -no, según mi lectura, el contenido de las comunicaciones- y establecía el deber de esosprestadores de servicios de telecomunicaciones de soportar los costos derivados de las interceptaciones que requirieran los jueces y fiscales.[25] Los jueces de las instancias inferiores hicieron lugar a la pretensión y dieron a la decisión efectos erga omnes, es decir, general, aplicable a todos los ciudadanos, aunque solo hubieran intervenido en el proceso el señor Halabi y el Estado Nacional. El Estado recurrió ante la Corte por ese efecto general.[26] La Corte, con diversos votos, confirmó la sentencia y, de ese modo, derogó la ley. Emitió una regla de alcance general.[27]

Para ello, la mayoría argumentó que, además de la legitimación individual, existía la correspondiente a derechos que tienen por objeto bienes colectivos y de incidencia colectiva referentes a intereses individuales homogéneos.

El actor se agraviaba de que la ley producía una violación de su intimidad, y en particular de la confidencialidad que el ejercicio de la abogacía conlleva. La Corte entendió que la demanda era un supuesto de ejercicio de derechos de incidencia colectiva referentes a los intereses individuales homogéneos. Con diversas argumentaciones, algunas referidas a que se trataba del primer caso, no solo admitió el efecto general de la declaración dada en la sentencia de cámara, sino que estableció en la fundamentación reglas procesales y, en suma, reglamentarias de las competencias del Poder Judicial de la Nación -lo que incluye a la misma Corte- también con carácter general. Reconoció que eran competencias del Congreso, pero señaló que el órgano legislativo estaba en mora.

Los jueces que conformaron mayoría dijeron que, lo que estaban afirmando o estableciendo, conformaba una “proyección superadora de la regla inter partes, determinante de la admisibilidad de la legitimación grupal (…) inherente a la propia naturaleza de la acción colectiva en virtud de la trascendencia de los derechos que por su intermedio se intentan proteger”. Para ello citó las reglas legales de los procesos de defensa del consumidor y del ambiente (leyes 24.240, arts. 52-54 y ley 25.675, art. 30) si bien por la materia del proceso no eran aplicables.

El fallo tuvo una disidencia parcial, pero no se apartó del efecto erga omnes sino que lo fundó con menos énfasis y sin teorización ni fijación de reglas a futuro, sino en la omisión del Estado recurrente de demostrar cómo podía ser efectiva la sentencia de condena limitada al actor.

La sentencia contiene muchas definiciones que luego fueron “aclaradas”. [28]  

Los problemas de la ampliación de la legitimación activa no fincan en la protección de derechos, que así dicho parece prima facie plausible, sino en la posibilidad de que, por un lado, el juez sustituya al legislador al dictar normas con alcance general. Y, por el otro, en que no todos los sujetos con derechos o intereses susceptibles de afectación por la sentencia tengan la posibilidad de intervenir en el proceso para que la sentencia les pueda ser oponible.

La democracia funda la obligatoriedad de las normas en el consenso que supone que, aquellos que las crean, son nuestros representantes, generalmente surgidos de una elección popular. Es la idea del autogobierno del pueblo. La creación de normas generales por los jueces pone en crisis ese criterio.

Supondría también que la Constitución admite dos modos de creación de normas generales. Uno por medio del Congreso, con el debate en asamblea, etc. Otro, en procesos judiciales, con mejores o peores herramientas para que participen los interesados o, mejor dicho, los representantes de los interesados.[29]

El caso “Halabi” tuvo un trasfondo que consistió en una interpretación del texto legal que no comparto, pero todos los tribunales y la sociedad en general entendieron que admitía que las telecomunicaciones podían ser captadas para su eventual observación remota sin controles y conservados los datos de las conversaciones, no solo los puntos de contacto. Tanto que se la había calificado como “ley espía” y el propio presidente había suspendido la reglamentación. Ante semejante amenaza, seguramente muchos admitirían hacer a un lado las observaciones sobre la legitimación y ponerle fin, sin meterse en un debate constitucional. 

8. Fallos 336:760, “Rizzo” (2010)

El Congreso había sancionado una ley que modificada el modo de elección de los integrantes del Consejo de la Magistratura. Disponía que lo fuera por medio del voto popular. Al así legislar, se creaba una nueva función para el poder electoral no previsto en la Constitución, modificándola. Asimismo, al ser electos por el voto popular, los jueces, abogados y académicos consejeros perdían el carácter de representantes del estamento.[30] La ley fue atacada por diversos motivos jurídicos y políticos en un ambiente de fuerte controversia entre el oficialismo y los partidos de la oposición, aliados a los sectores sociales cercanos al mundo judicial (jueces y abogados) y medios de comunicación. Las asociaciones de abogados, jueces, políticos y particulares iniciaron acciones judiciales y los jueces rápidamente hicieron lugar a ellas. Cuando el Estado recurrió ante la Corte, esta tomó el juicio iniciado por el doctor Rizzo, apoderado de una lista de abogados aspirantes a ingresar al Consejo y entonces líder del colegio público de abogados de la Ciudad de Buenos Aires. La Corte confirmó la procedencia de la demanda y la ley quedó virtualmente derogada.

Dejemos los fundamentos de fondo, y veamos lo referido a las partes y los efectos de la sentencia, que fue erga omnes.  

En punto a la legitimación activa, no extraña con los estándares de los últimos años y los casos ya reseñados admitir que el abogado actor podía alegar un perjuicio identificable, pero es implausible sostener que fuera el único titular. Es que, como es obvio, no podía haber un modo de composición del Consejo de la Magistratura para el doctor Rizzo y otros accionantes, diferente de los ciudadanos que no demandaron.

Si la legitimación activa presentaba problemas, la legitimación pasiva no menos conflictiva. Así como muchos abogados y jueces se sintieron perjudicados por la ley, otros pudieron creerse beneficiados. ¿Quién defendió el interés de ellos en el juicio para que la sentencia les pudiera ser oponible? Nadie. El Gobierno Estado demandado defendió la ley, pero pudo no haber apelado. Además, no es correcto identificar al Gobierno que defiende la legalidad con el principal afectado por una sentencia que deja sin efecto una ley (situación, como vimos, en principio ajena al régimen de control de constitucionalidad difuso y limitado al caso). En un proceso entre dos partes que controvierten sobre sus derechos fundados en una ley que una de ellas reputa inconstitucional, el Gobierno no es parte del proceso y la legalidad la debe defender el Ministerio Público.[31]

Si los actores podían tener un interés reconocible a invalidar la ley, los que se beneficiaban con ella tenían igual derecho de ser parte del proceso, defender sus intereses, sin que sea admisible sostener que fueron parte al ser representados de modo promiscuo por los abogados del Estado. Nuevamente, ¿y si el Estado se allana o consiente las sentencias desfavorables? Y no es una pregunta retórica porque hay ejemplos.[32]       

La Corte resolvió todo esto, simplemente, legislando. Tomando una vez más la decisión política de dictar una sentencia con efectos generales. Los órganos electos por el voto popular criticaron la sentencia, pero la acataron.

8 bis. Reflexión sobre casos como “Zavalía” o “Rizzo”

Creo que las acciones judiciales respecto de la conformación, integración, etc. de órganos, o asuntos como el expresado en “Zavalía” son realmente complejos. En puridad me inclinaría por sostener que se trata de cuestiones políticas no justiciables. Los jueces de la Corte que los han dictado y quienes creen que fueron decisiones plausibles pueden razonablemente afirmar que era necesario “hacer algo”, aun reconociendo las obvias objeciones a la incorrección de utilizar un proceso judicial para derogar con efectos generales una ley, máxime sin la intervención -ni siquiera con una representación como ”clase”- de todos los interesados, que en muchos casos sería todo el pueblo. Parece obvio que, de este modo, el proceso judicial lisa y llanamente sustituye al procedimiento de sanción y derogación de las leyes. Mi pregunta sería entonces, ¿hasta qué punto están dispuestos los jueces a sostener que el proceso judicial es idóneo para sustituir al debate democrático en las cámaras del Congreso que se conforman con representantes del pueblo? Si el proceso judicial es idóneo para proveer una norma general más racional o perfecta (si la objetividad existiera en este aspecto), ¿por qué no usarlo en todos los asuntos? Si solo es para los “disparates” (tesis Thayer, con las licencias del caso), ¿quién dice qué es un disparate y qué no lo es? ¿por qué deberían ser una minoría ilustrada en cierto saber técnico, -“el derecho”-, un órgano más autorizado para calificar como disparate cierta decisión, y no una mayoría de representantes que debaten en asamblea en dos cámaras con un control final del presidente de la Nación?

No creo que haya una respuesta técnica y canónica a estos interrogantes. Sí creo dos cosas a los fines de este texto. La primera es que legisladores, el presidente y los jueces deben actuar con conciencia de que cuando aplican la Constitución en estos asuntos están desarrollando una actividad política delicada y que todos conforman -así lo dice el texto constitucional- un mismo gobierno, el Gobierno de la Nación, y que el interés principal es el bienestar general y al proyecto común. En ese marco, el diálogo institucional, el respeto de reglas de deferencia recíproca y la responsabilidad es esencial. De otro modo, sin reglas, o con reglas que no se respetan, nada puede funcionar. No hay erudición constitucional que sirva para resolver el tema teórico, pues, en suma, si no existe ese sentido de destino común estos asuntos empiezan con una mala decisión de los órganos políticos y terminan con decisiones judiciales poco sustentables, por lo menos desde el punto de vista del consentimiento general y la participación democrática. Y, a veces, también con decisiones de fondo disparatadas. Porque no solo las mayorías en asamblea deciden disparates, a veces también lo hacen unos pocos eruditos. Ejemplos abundan como refiero en otro lado.

La segunda conclusión es que a nuestro hipotético presidente puede no importarle lo que yo piense sobre estas decisiones, pero sí es imprescindible que sepa que muchas veces los jueces de la Corte actúan del modo que lo hicieron en “Rizzo” (o que admiten jugarretas como las demandas contra el tratado con Irán o las jubilaciones de los jueces) y que todo esto es parte de nuestra práctica constitucional en las últimas décadas, para bien o para mal, según el paladar de cada sector, y en cada caso.

9. Fallos 338:249 “Colegio de Abogados de Tucumán” (2015)

La sentencia donde con mayor nitidez se extendió la legitimación activa es, tal vez, el de Fallos 338:249 “Colegio de Abogados de Tucumán” de 2015 donde el voto que encabeza admite legitimación activa mediante la invocación de “la simple condición de ciudadano” si bien aclara que ello ocurre en “situaciones excepcionalísimas, en las que se denuncia que han sido lesionadas expresas disposiciones constitucionales que hacen a la esencia de la forma republicana de gobierno”.

El mismo voto, afirma que eso “no debe equipararse a la admisión de la acción popular que legitima a cualquier persona, aunque no titularice un derecho, ni sea afectada, ni sufra perjuicio.” No me parece que aclare el punto. Dice, además, que debe presentarse “un nexo suficiente con la situación del demandante… aunque no se requiere que sea suyo exclusivo…”.[33]

La extensión de la legitimación es enorme y queda a la discreción del Tribunal. La relevancia política es insoslayable. La Corte refiere que cuando ella considere que están en juego “principios fundamentales” de la Constitución cualquier persona que tenga un “nexo suficiente” podrá presentar un caso donde el Tribunal decidirá. Aunque el demandante no pueda alegar que ese derecho sea “suyo exclusivo”.[34]

La primera pregunta es cuál es la fuente de este doble carácter de “legitimación” y, por ende, de “caso judicial”. Se supone que esa legitimación activa excepcionalísima, que se da solo en ciertos casos, pero no en otros y que, a su vez, confiere la facultad de intervención y revisión a los jueces federales, surge de alguna norma de la Constitución, porque es manifiesto que no está prevista en ninguna ley que regule las competencias del Poder Judicial. Pero el texto de la Constitución usa la palabra causa en pocas oportunidades y no parece autorizar la diferencia que hace la Corte en función de los derechos en debate.

La segunda observación es que, si el que demanda no es dueño exclusivo del derecho, ¿qué ocurre con los restantes cotitulares de ese derecho, que es juzgado por la Corte sin que ellos participen y, probablemente, ni se enteren del proceso? Podrían ser uno o millones de personas que, tal vez, no coincidan con el demandante, pero que se verían privados de un derecho que el órgano legislativo les había concedido.     

La concepción expuesta que venía siendo desarrollada alcanza en este caso un grado de nitidez en la transferencia de poder a los jueces que no ha sido suficientemente debatida por los juristas ni por la sociedad. Los políticos no parecen ni haber tomado nota. Tal vez porque fue expresada en un caso sin repercusión masiva, pero contiene una doctrina que sí se aplicara con alguna regularidad modificaría el equilibrio de poder, por lo que es aconsejable que nuestros presidente y senadores imaginarios la tengan muy en cuenta.

Termino acá con los casos que admiten procesos y actores fuera de la ortodoxa definición de caso y de legitimación para pasar a reseñar dos sentencias contemporáneas que juzgará el lector si contradicen lo antes descrito.

10. Fallos 333:1023, “Thomas” (2010)

No siempre la Corte acepta sustanciar las pretensiones de los accionantes que se quejan de las leyes que los afectan como “ciudadanos” y usa los procesos para dictar normas generales anulando leyes dadas por el Congreso.

Muchas veces, la mayoría, rechaza esas pretensiones y en ocasiones lo afirma con rigor técnico y fuerza discursiva. Voy a citar dos casos, pero hay muchos. Los que elegí están vinculados a intereses de medios de comunicación.

Luego de un profundo debate político y democrático, que no solo abarcó al Congreso sino a toda la sociedad, en 2009 se sancionó la ley 26.522 de servicios de comunicación audiovisual, llamada popularmente Ley de Medios. Sustancialmente, era una regulación de los medios de comunicación con ciertas reglas antimonopólicas específicas para ese sector.

El debate se enmarcaba en una confrontación política entre el gobierno peronista y algunos grupos empresarios, fundamentalmente el Grupo Clarín, que respecto de la ley había conformado una comunidad de intereses en contra de la norma con el grupo Vila-Manzano.[35]

Apenas sancionada la ley, el diputado Enrique Thomas promovió ante la justicia federal con asiento en Mendoza una acción para que se declare la nulidad de la ley alegando vicios en el procedimiento de sanción. Thomas se había opuesto a la sanción de la ley y perdido ampliamente la votación pues la norma tuvo amplio consenso parlamentario. El trámite parlamentario había sido impecable. La decisión del Congreso contaba largamente con las mayorías necesarias. Pero el juez y luego la Cámara federal de Mendoza suspendieron con efecto erga omnes la aplicación de la ley.[36]

La Corte, aun siendo una cautelar, la revocó con una contundencia tal que resolvió el fondo del asunto, lo que conllevó a la postre al rechazo de la demanda en primera instancia.

Dijo que la suspensión de una ley con efecto erga omnes tiene significativa incidencia sobre la división de poderes. No negó que pudiera disponerse, pero afirmó que esas medidas presentan gravedad institucional en la medida que trasciende el interés particular para comprometer el sistema de control de constitucionalidad y el principio de división de poderes. Por ello dijo el juez Petracchi que se exige una evaluación con “criterios especialmente estrictos”.

Sobre la legitimación (cf. cons. 4) señaló que “la invocación de la calidad de ciudadano, sin la demostración de un perjuicio concreto, es insuficiente para sostener la legitimación a los fines de impugnar la constitucionalidad de una norma” con cita de Fallos: 306:1125; 307:2384. Pues “el de «ciudadano» es un concepto de notable generalidad y su comprobación, en la mayoría de los casos, no basta para demostrar la existencia de un interés «especial» o «directo», «inmediato», «concreto» o «sustancial» que permita tener por configurado un «caso contencioso» (Fallos: 322:528; 324:2048)”.

Más aun, recordando el caso de Fallos: 156:318, reiteró la definición de causa como “los asuntos en que se pretende de modo efectivo la determinación del derecho debatido entre partes adversas… que debe estar fundado en un interés específico, concreto y atribuible en forma determinada al litigante (Fallos: 326:3007).

Y agregó: “En este sentido, el Tribunal rechazó de plano una acción de inconstitucionalidad recordando que «el demandante no puede expresar un agravio diferenciado respecto de la situación en que se hallan los demás ciudadanos, y tampoco puede fundar su legitimación para accionar en el interés general en que se cumplan la Constitución y las leyes» (arg. Fallos: 321:1352). De otro modo, admitir la legitimación en un grado que la identifique con el «generalizado interés de todos los ciudadanos en ejercicio de los poderes de gobierno…«, pues «… deformaría las atribuciones del Poder Judicial en sus relaciones con el Ejecutivo y con la legislatura y lo expondría a la imputación de ejercer el gobierno por medio de medidas cautelares» con cita de «Schlesinger v. Reservist Committee to Stop the War», 418 U.S. 208, de 1974 pp. 222, 226/227, y de Fallos: 321: 1252.

Luego, sobre el modelo de control de constitucionalidad, es decir, sobre las competencias de los jueces, dijo la Corte: “No existe ningún modelo impuro en el mundo que combine los modelos puros en forma que la competencia para hacer caer erga omnes la vigencia de la norma se disperse en todos los jueces, simplemente porque la dispersión de una potestad contralegislativa de semejante magnitud es inimaginable, dado que abriría el camino hacia la anarquía poniendo en peligro la vigencia de todas las leyes.”

“El modelo argentino es claramente el difuso o norteamericano en forma pura. En una acción como la precedente, ningún juez tiene en la República Argentina el poder de hacer caer la vigencia de una norma erga omnes ni nunca la tuvo desde la sanción de la Constitución de 1853/1860. Si no la tiene en la sentencia que decide el fondo de la cuestión, a fortiori menos aún puede ejercerla cautelarmente.

El destacado no obra en el original y pone de manifiesto una afirmación fuerte que, creo, contradice la doctrina de los otros casos. Claro, puede decirse que está matizado por la frase que la precede “En una acción como la precedente”. Pregunto entones: ¿Hay otras acciones en las que cualquier juez puede hacer caer la vigencia de una ley con efectos erga omnes? Los casos antes reseñados darían una respuesta afirmativa.

Mi coincidencia con la doctrina de “Thomas” es absoluta.

11. Fallos 334:326, “Multicanal” (2011)

Las empresas Grupo Clarín S.A. y Multinacanal S.A. demandaron al Partido Movimiento para la Reconquista (sic) y a la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia para obtener una “genérica declaración respecto de las potestades de la comisión para conocer en la concentración económica que procuraban llevar adelante”. Pretendían obtener una sentencia que declarara judicialmente que eran titulares del derecho a la adquisición de porcentajes accionarios de otra sociedad, que los actos ejercidos en virtud de tales derechos eran legítimos en tanto no generan distorsión en los mercados, etc. Parecía una consulta, actividad prohibida para los jueces desde el citado caso “Mendoza” del tomo 2 de Fallos.

Sin embargo, obtuvieron en las instancias inferiores una medida cautelar que fue recurrida por la agencia estatal.

La Corte, al entender en el recurso, revisó de oficio la legitimación y la existencia de caso y sostuvo que no había “ningún derecho debatido que deba determinarse para resolver una situación de conflicto… por lo que falta un elemento básico de la acción de mera certeza”, en tanto no había habido actividad de la Comisión.

Respecto del Partido Movimiento para la Reconquista, una entidad política de nula relevancia electoral y social, dijo la Corte que “… tampoco las manifestaciones del presidente del Partido Movimiento Popular para la Reconquista constituían una actividad que pudiera poner en peligro el derecho de los actores…” pues era una mera afirmación de recurrir a las vías judiciales o administrativas para hacer valer un eventual reclamo.

Se trataba, a mi modo de ver, de la invención de un caso ficticio en tanto no había conflicto entre partes adversas con la intención de lograr una sentencia que diera lugar a una cosa juzgada también ficticia. El caso es un ejemplo de los problemas y peligros que entrañan la ambigüedad en las definiciones de la legitimación activa, pasiva y caso.

La Corte recordó que la acción declarativa “no resulta apta para sustituir a las autoridades administrativas en el ejercicio de funciones que le resultan propias, ni para obtener el dictado de una genérica prohibición a las autoridades administrativas en el ejercicio de funciones que le resultan propias, ni para obtener el dictado de una genérica prohibición de demandar que, con efectos erga omnes, otorgue a quien la requiere una suerte de inmunidad jurisdiccional frente a terceros.” El destacado es añadido y resalta un concepto claro y relevante.

El Tribunal al admitir el recurso contra la cautelar, lisa y llanamente, rechazó la demanda.

IV.

¿Cuál es entonces el concepto de legitimación activa, pasiva y causa de la Corte? ¿Aceptación social del concepto amplio?

La reseña de casos no agota la jurisprudencia. Pero creo que muestra dos visiones. El lector juzgará si son o no compatibles.   

El jurista que investigue la definición de los tres conceptos referidos en la jurisprudencia de la Corte encontrará abundante material. Pero luego de la lectura de los fallos no digo que quedará desconcertado, pero sí le costará mostrar tres conceptos definidos como fruto de su estudio.

Tal vez ello ocurra porque -como se atribuye haber dicho a un gran juez de la Corte- ningún tribunal define claramente esos conceptos, ya que fijan el ámbito de su actuación y, por ende, de sus poderes.

Semejante consecuencia conlleva que cierta ambigüedad le permite a la Corte ejercer un poder nada despreciable con discreción política. Luego, cada cual valorará el modo en que lo usa.

Es bueno que nuestro primer mandatario imaginario lo tenga presente cuando piense en los candidatos.

Personalmente, creo que el concepto restringido es el más prudente en términos de preservar el sistema democrático de adopción de decisiones. Y que es el que contribuye a mejorar el debate público, y el sentido de responsabilidad del pueblo y de los políticos que deben ejercer la representación.

Sin embargo, admito que ante algunos disparates (si me permiten denominarlos así) surgidos de los órganos políticos, la solución de la decisión elitista de los jueces como “guardias platónicos”[37] evita problemas al sistema. De suyo, esto exige que tan poderosa y delicada herramienta quede en manos del juicio prudente de verdaderos estadistas.

V.

El caso “Anadón”: la derogación de una ley que regulaba el modo de ejercer una de las competencias de la Corte con la finalidad de proteger el patrimonio estatal

La Corte derogó de hecho por medio de una sentencia un modo tradicional de intervención de ese Tribunal, regulado por el Congreso.

La ley establece que la Corte entiende por apelación ordinaria de las sentencias definitivas de las cámaras nacionales de apelaciones en las causas en que la Nación, directa o indirectamente, sea parte, cuando el valor disputado resulta superior a cierta cifra (cf. art. 24 DL 1285/1958).

La regla, conforme lo relata la propia Corte, tenía 113 años porque su antecedente databa de la ley 4055 de 1902.   

La sentencia fue dada en “Anadón” de Fallos 338:724 (2015) a petición del actor vencedor en el juicio, apelado por una repartición del Estado. La Corte consideró que el recurso, obviamente regulado para dar una protección -o control- mayor sobre el patrimonio estatal, había devenido irrazonable porque afectaba la función que la Constitución le atribuye a la Corte, según la misma Corte. Así dice que el recurso ordinario “… compromete el rol institucional que emana de su primera y más importante función, concerniente a la interpretación de cuestiones federales, en particular las referidas a la vigencia de los derechos fundamentales y el sistema representativo, republicano y federal.

La sentencia desarrolla ese concepto de auto percepción con la cita de los fallos que considera más relevantes de los últimos años, que podrían expresar algo así como la Corte Lorenzetti. En lo que hace al recurso, afirma en cierto sentido que el Tribunal debe reservarse para asuntos de trascendencia que no puede ser medida por lo cuantitativo.

Es obvio que el Congreso tuvo -y tiene en tanto no derogue la ley- otro criterio. No pretendo discutir cuál es el mejor. Seguramente, atiborrar al Tribunal con recursos que no puede ni siquiera desestimar con la aplicación discrecional del artículo 280 del Código Procesal no contribuye a una mayor dedicación a otras causas. La pregunta es si la Corte debe juzgar ese criterio que regla su competencia y si puede rechazar una función que el Congreso le encarga y que ejerció pacíficamente durante más de un siglo. También si corresponde que haga un alegato de sus “nuevas” funciones como exhibición de poder.

Lo razonable es que, si esa función no fuera necesaria pues el Estado puede encontrar eficaz protección contra sentencias de tribunales inferiores que injustamente afecten su patrimonio por la vía del recurso extraordinario (art. 14, ley 48), mediante el diálogo institucional y en el marco de la política judicial que el Ejecutivo debe desarrollar, se elabore un proyecto de ley que el Congreso sancione modificando la competencia de la Corte por apelación.   

La sentencia tiene una curiosidad más, donde la actividad legislativa de la Corte queda clara. No rechaza entender ahí en el recurso, sino que informa que a futuro los rechazará estableciendo una suerte de norma de derecho transitorio y de evitar la retroactividad.

El caso “Anadón” expresa un momento de la Corte, presidida por Lorenzetti, donde claramente se siente con legitimidad y poder para auto regular sus facultades, y declararlo abiertamente.[38] Nuevamente, el Congreso y el Poder Ejecutivo nada dijeron, más allá de alguna manifestación aislada. De algún modo, lo consintieron. El caso muestra que la actividad legislativa de la Corte es admitida cada vez con menos debate por los órganos políticos y la sociedad.

Si el criterio de la Corte de auto percibirse como reservada para cuestiones -a su juicio- trascendentes que actualmente identifica con la declaración de inconstitucionalidad de normas y actos de los poderes provinciales y federales (especialmente de estos) y lo extendiera a su competencia originaria -pues por la vía apelada ya cuenta con el artículo 280 del código procesal para rechazar sin fundar-, se corre el riesgo de que pierda la condición de Tribunal que resuelve controversias. Y de profundizar la conformación de un órgano que compite con los poderes Ejecutivo y Legislativo en el ejercicio de competencias que prima facie la Constitución atribuye a estos.             

VI.

Funciones políticas de la Corte

Hay un conjunto de funciones de la Corte que se pueden denominar políticas. Las llamo funciones y no competencias porque son lo que el Tribunal debe desarrollar como parte del programa de gobierno común y, en mi opinión, debe hacerlo al resolver controversias al ejercer la facultad que le reconocen los artículos 31 y 116 de la Constitución.    

1. Contribuir a la Unidad Nacional

a) Esta es una función antigua o, mejor, tradicional. Aparece en el modelo de los Estados Unidos.

El aseguramiento de la Unidad Nacional es un función u objetivo político del Estado que compete tanto al Gobierno federal como a los provinciales. El involucramiento de estos últimos surge de todo el articulado de la Constitución y en especial del artículo 128. En el ámbito del Gobierno Federal es común a los tres departamentos: ejecutivo, legislativo y judicial.

Expresa la idea de construir en todo el territorio un solo ámbito de derecho para un solo pueblo.

La Corte, allá y acá, ha ejercido esta función asegurando que el derecho federal, es decir, las normas que la Constitución considera comunes a todo el país, descritas en el artículo 31, sean aplicadas y de modo uniforme en todo el territorio.

Son las normas que aplican las autoridades federales, entre ellos, los jueces del Poder Judicial de la Nación. No es solo un supuesto de especialidad técnica, sino fundamentalmente política. Dicho de otro modo, las normas que refiere el artículo 31 se excluyen del poder de aplicación de los gobiernos locales.

Un ejemplo clásico en Argentina de la Corte en este punto ha sido desde el siglo XIX la remoción de barreras comerciales que colocan las provincias, generalmente mediante impuestos distorsivos o el ejercicio del poder de policía afectando el comercio de productos venidos de otras provincias. La Corte, de ordinario, los ha considerado inconstitucionales porque se oponen a la idea de “un solo mercado” y, correctamente, las identifica con aduanas interiores encubiertas, prohibidas por la Constitución (ver arts. 9, 10, 75 inc. 13, etc.).

También se puede ver en las doctrinas jurisprudenciales sobre servicios públicos, pues la idea clásica es que cuando el Estado Nacional declara la necesidad de que una actividad sea servicio público (publicatio), las provincias no pueden interferir afectando sus fines, lo que incluye la ecuación económica que sustenta la prestación del servicio. De ese modo la Corte ha descalificado el intento de ejercer el poder tributario o de policía cuando afecta la política de desarrollo o social que conlleva la consagración de un servicio público federal, obviamente, más allá del acierto o error de los órganos electivos.

O cuando el Estado federal desarrolla políticas de bienestar social, sanitarias o educativas, y en materia ambiental si el bien o recurso en cuestión afecta a más de una jurisdicción.          

La Constitución, de acuerdo con la doctrina clásica, establece dos ámbitos de facultades absoluta y nítidamente separadas entre las provincias y la Nación.

En algunos casos, sobre ciertas materias, aparecen competencias que prima facie parecen asignadas simultáneamente a ambos ámbitos, local y federal. Cuando las medidas de ambos gobiernos -local y federal- sobre esa materia no son incompatibles, no hay conflicto. El problema es cuando son incompatibles, es decir, colisionan. La tesis clásica, sostenida por Joaquín V. González y tradicionalmente por la Corte, es que prevalece la decisión de la Nación. En verdad, González entendía que no existía concurrencia. La prevalencia se funda jurídicamente en el ya citado artículo 31 de la Constitución[39], y, políticamente, en la necesidad de preservar la unidad nacional.

b) Al prologar el libro del constitucionalista norteamericano Curtis decía Vélez Sarsfield, tal vez el jurista argentino más importante del siglo XIX según Enrique Petracchi, que dos soberanías no pueden coexistir, casi un principio lógico. Para él de este debate entre la preminencia de los estados y la Nación surge la “creación del poder judicial de los Estados Unidos”.

Textualmente dijo Vélez: “Dos soberanías no podían existir, la soberanía nacional y la soberanía de los Estados. ¿El Congreso debía tener o no un veto sobre las leyes de 1os Estados que causasen un conflicto con las leyes nacionales? Si las leyes de los Estados invalidasen las leyes nacionales, ¿podría el Congreso emplear la fuerza para hacer cumplir sus leyes? Si no era así, ¿qué importaban las leyes que la nación diera? Los Estados no concedían al Congreso veto sobre sus disposiciones, ni le permitían usar en ningún caso de la fuerza contra alguno de los Estados. De la discusión de esta importante materia, se verá salir la creación del poder judicial de los Estados Unidos, que no tenía ejemplo en las naciones de Europa.[40]

c) El antecedente norteamericano es interesante, porque a diferencia de la Argentina, allá la unidad normativa para todo el territorio solo se expresa en el derecho federal (Constitución, tratados -es decir, relaciones exteriores- y leyes federales) mientras que, en Argentina, hay códigos únicos en el “derecho común” (penal, civil, comercial, laboral y de minería) pero que aplican los jueces provinciales. Por ello, para asegurar la unidad del mercado en todo el territorio, la Corte de los Estados Unidos realizó una aplicación intensa de la cláusula comercial, lo que fue replicado por nuestra Corte invocando la regla análoga contenida actualmente en el inciso 13 del artículo 75. 

Dijo al respecto el juez Holmes: “No creo que si perdiéramos el poder de anular algún acto del Congreso se llegaría al fin de nuestra nación. Pero sí creo que la Unión peligraría si no pudiéramos hacer esa misma declaración con respecto a las leyes de los diferentes estados. Pues una persona que ocupa un lugar como el mío, ve como a menudo prevalece la política local entre aquellos que no están preparados para considerar los intereses nacionales y cuán a menudo se toma una medida que contiene disposiciones que la cláusula del comercio ha tratado de eliminar”.[41]

c) Sin embargo, en los últimos diez años y creo que desde el fallecimiento del juez Petracchi, es una función que está siendo cumplida con menos intensidad. Ello por la persistencia de referir con cierta insistencia a la llamada doctrina del “federalismo de concertación” y a un criterio -a mi juicio errado- de suponer que cumplir el mandato constitucional de constituir un país federal se concreta mediante el debilitamiento del Gobierno general.

Toda organización federal está en movimiento centrífugo o centrípeto. Desde hace algunas décadas se da el primer supuesto y existe una tendencia a la provincialización de competencias con detrimento del poder del gobierno central. O al reconocimiento de la validez de disposiciones provinciales que afectan políticas federales y que, tradicionalmente, la Corte hubiera descalificado con fundamento en el citado artículo 31.

e) Pero no sería adecuado imputar solo a la Corte esta tendencia, a mi juicio equivocada y peligrosa para la Unidad Nacional.

Tal vez la expresión más brutal de este proceso no sea de fuente judicial sino política. Me refiero a la decisión adoptada en la reforma de 1994 plasmada en el artículo 124 al disponer la provincialización de los recursos hidrocarburíferos (también los mineros) de modo contradictorio con, por ejemplo, la Constitución peronista de 1949 y aun la legislación posterior al golpe de 1955 no obstante la ya referida asombrosa derogación de la reforma constitucional por un bando militar. La idea de que los recursos hidrocaburíferos son de la Nación puede verse hasta en algunos exponentes del régimen conservador, pero sin dudas fue bandera de Hipólito Yrigoyen (le costó el gobierno por el golpe de 1930, como señaló Arturo Sampay en la Convención de 1949) y Juan Perón; también por juristas como el citado Sampay o Julio Oyhanarte.

f) En suma, en los últimos años en la Corte hay una tendencia a la revisión de los conceptos vinculados a la delimitación de las facultades entre la Nación y las provincias. Con una mayoría con cierta estabilidad en la actual integración y tal vez sin demasiada reflexión sobre sus consecuencias políticas -que exceden largamente las de coyuntura y mediano plazo- se va imponiendo una tesis sobre el federalismo que otorga enorme relevancia a las decisiones provinciales, al punto de admitir ciertos rasgos de contractualismo en las relaciones entre ellas y la Nación (hasta, por ejemplo, en servicios públicos[42]).

La tesis del “federalismo de concertación” se aleja de la doctrina clásica que considera que la Constitución establece dos ámbitos absoluta y nítidamente separados de competencias entre las provincias y la Nación. Un caso preocupante por lo que llega a admitir es la cautelar del caso “Entre Ríos” del 01.10.2019 (expediente 1829/2019/1), donde se negó al Gobierno Nacional (entonces presidido por Mauricio Macri) la facultad de reducir un impuesto coparticipable.[43]

La doctrina del “federalismo de concertación” no surge de la Constitución ni provee estándares claros para delimitar las facultades entre el poder federal y las provincias, especialmente en supuestos de facultades concurrentes, límites que son nítidos en la doctrina clásica. Esa indeterminación conllevaría más conflictos judiciales.

g) Curiosamente, la Corte mantuvo un criterio que pondero respecto del poder federal sobre los recursos hidrocarburíferos a pesar de la incorporación del artículo 124 en la Constitución y la llamada Ley Corta[44] que transfirió las competencias de concesión y administración del recurso a las provincias.

Es que, malgrado mi opinión en contrario por lo decidido, si el recurso es de las provincias y el que lo administra es la autoridad provincial, la ley de hidrocarburos, en muchos aspectos, dejó de ser federal y, si esto es así, pasó a integrar el Código de Minería, por lo que, en caso de controversias, deberían intervenir los jueces provinciales. Esto, desde el punto de vista político y del interés nacional parece difícil de justificar.

Pero lo cierto es que, sin quejas de empresas ni provincias, la Corte mantuvo la competencia originaria cuando empresas y provincias discuten sobre esa ley, lo que supone que para la Corte el caso tiene contenido federal preponderante. Más allá de la referencia normativa, no tengo dudas de que políticamente la relevancia federal es indisputable y es bueno que la decisión final de las controversias quede en el ámbito federal.      

h) Este proceso de debilitamiento del Estado nacional debe dar lugar a debate y mucha atención, especialmente en los partidos populares y ante el manifiesto interés de las grandes potencias por los recursos naturales argentinos.

Obviamente, el presidente elector deberá tener presente este punto.

2. Asegurar los derechos individuales

La canónica afirmación de que es función de la Corte establecer la interpretación final de la Constitución se expresa fundamentalmente en el aseguramiento de los derechos individuales, de las garantías constitucionales, especialmente a la autonomía, libertad, propiedad, participación electoral, comerciar, mercado único y libertad de expresión. 

La función solo puede ejercerla en las causas, y no en todos los asuntos, lo que nos remite al ya tratado tema del concepto de causa y de legitimado (activo y pasivo). En principio, a pedido de parte, aunque últimamente la Corte ha también extendido su competencia al admitir la declaración de inconstitucionalidad de oficio, lo que en muchos casos merece serios reparos si no se trata de derechos indisponibles o de sujetos en situación de vulnerabilidad.

Es una función donde ejerce como contrapoder, pero no suponiendo un programa político que confronte con el del Poder Ejecutivo y el Congreso, sino ejecutando la idea de las “cartas de triunfo” de los filósofos liberales.

3. Establecer agendas de temas que no confronten, sino que profundicen o complementen los programas del Poder Ejecutivo y el Congreso

Esta puede ser una función muy útil si es coordinada con el programa de país de la clase dirigente, ratificada por el voto popular. Claro, eso exige que exista un programa de país a mediano plazo y un consenso social razonable.

Puede tener origen en iniciativas de la conducción política. No necesariamente por el cauce de una negociación o diálogo que, en este último caso, no me parecería reprochable, sino por el modo de conformar la Corte. Es decir, por la elección de jueces con vocación de protagonismo y con ideas conforme al modelo a buscar.

Por ejemplo, la Corte designada por Alfonsín fue marcando agenda en temas sociales, con una clara línea liberal de protección de la autonomía en los casos de 1986 “Sejean” (Fallos: 308:2268) y “Bazterrica” (Fallos: 308:1392) sobre la inconstitucionalidad de la prohibición del divorcio vincular y de la penalización de la tenencia de drogas para uso personal, respectivamente.

También lo hizo con otros temas propios de la filosofía política liberal como el respeto de la autonomía, la privacidad y la libertad de expresión. Este último tema, la libertad de expresión, siguió siendo un derecho protegido por la Corte en casi todas sus integraciones, con algunas excepciones, a mi juicio implausibles.[45]  

En los Estados Unidos, la Corte Warren, de los años ’50 y ’60 puso en agenda la discriminación racial y los derechos individuales en general, como así también la necesidad de respetar la proporcionalidad en la representación del pueblo en las cámaras legislativas, haciendo efectivo el principio “una persona, un voto”.[46]

4) Dirimir las controversias entre las provincias preservando el equilibrio, y, de darse, entre ellas y el Estado Nacional, intentando soluciones negociadas preservando la idea de Unidad Nacional

En esta función que la Constitución le asigna con claridad los constituyentes pretendían evitar las guerras internas. Solo los conflictos limítrofes están fuera de su competencia.

La jurisdicción de la Corte cuando las provincias son parte no puede escindirse de la crucial intervención del Senado para la designación y remoción de sus integrantes.

La Constitución en el artículo 127 establece que la Corte debe dirimir las controversias entre las provincias. Algunos constitucionalistas han reconocido allí una facultad, que llaman “dirimente”, de resolver esos conflictos con mayor discrecionalidad política. Sin embargo, quienes han estudiado las decisiones del Tribunal en sus diversas integraciones afirman que esa jurisdicción dirimente no es reconocible en la práctica, pues todas sus sentencias fueron fundadas en derecho, o, si se quiere, emitidas con tal pretensión.

Ante lo ya dicho sobre la relevancia de la actividad cortista en el aseguramiento de la Unidad Nacional, no es necesario agregar mucho más. Basta unir aquello con esta decisiva función de resolver las controversias entre las provincias manteniendo la paz y la concordia.

En cuando a los conflictos entre las provincias y la Nación, el ejercicio de la competencia conlleva una responsabilidad de igual magnitud.

La Corte es parte del Gobierno de la Nación y vimos antes -con las autorizadas opiniones de Holmes y Vélez- de la relevancia de asegurar la unidad y aplicación del derecho federal. El ejercicio no debe hacer sentir a las provincias que existe parcialidad, sino el cumplimiento de la Constitución y sus designios políticos de preservación de la Nación como conjunto, como un todo.

Tradicionalmente la Corte, aplicando la cláusula de la supremacía federal contenida en el varias veces mencionado artículo 31 de la Constitución, tendía a darle la razón al Gobierno federal cuando alguna provincia ponía en cuestión la competencia de regular alguna materia vinculada con el comercio interior o exterior, el bienestar social, la salud, la seguridad nacional o un servicio público. Señalé también que la doctrina del “federalismo de concertación” puso es debate esta práctica constitucional, a mi juicio peligrosamente.

5) Abstenerse de interferir en decisiones políticas asignadas por la Constitución a otros órganos y, ante casos de groseros disparates, actuar con mesura y responsabilidad;

Tal vez sea discutible si la aseveración del subtítulo expresa adecuadamente una función o es solo una recomendación de prudencia o, si se quiere, simplemente, de ser estricto en la consideración de los conceptos de caso y de legitimación activa. No creo que sea importante, todas las clasificaciones son falibles.[47]

La función de gobierno de la Corte, como dije, no consiste en mi criterio en ser un confrontador de los poderes políticos ni el “control final de la constitucionalidad de todos los actos estatales”[48], salvo que exista un caso.      

Una forma de entender la función -o recomendación- pasa por entender la doctrina de las cuestiones políticas no justiciables. Sobre esta doctrina se ha escrito mucho y tiene variadas versiones. Tal vez desde un punto de vista analítico remite a la definición de los conceptos de causa y de legitimación activa y pasiva. Pero política o constitucionalmente requiere previamente de una definición conceptual, y ella remite a si existe en la Constitución un órgano que sea cénit de la interpretación constitucional en todos los asuntos.

La tendencia de las últimas décadas es que existe ese órgano y es, precisamente, la Corte. Eso supone cierto desprestigio de la doctrina de las cuestiones políticas, desprestigio a la que ha contribuido su mal uso o su invocación de modo poco claro para justificar o poner fuera del debate público decisiones opacas y no porque, necesariamente, conlleven una “razón de Estado”.    

Creo que es un error. Reitero, la Corte es intérprete fina solo en las causas. Pero más allá de la definición conceptual de causa y legitimado, considero que la Constitución establece un conjunto de decisiones que atribuye a los órganos políticos, es decir, el Presidente o el Congreso. Y lo hace de modo definitivo, más allá de su acierto o error.

Por ende, no parece razonable que, aquello que los constituyentes establecieron claramente que deben decidirlo los políticos termine por arte de magia en la pluma de los jueces de la Corte al dictar una sentencia. Entre esas decisiones, sin ser exhaustivo, pienso en la declaración de guerra, las relaciones exteriores en general, las remociones por juicio político, entre otras.

En este punto, que merece mucho más que estos pocos párrafos, es obvio que no puede haber definiciones o fórmulas tajantes que fijen fronteras indiscutibles, sino que esta función requiere de la sensibilidad de los actores, políticos y jueces, y de sus talentos como hombres (rectius: personas) de Estado. No me refiero como persona de Estado a un devorador de sapos, sino a funcionarios que saben distinguir los momentos históricos para la adopción de las decisiones, teniendo en consideración todas las circunstancias (en la medida de lo posible) y actuando con la intención de lograr el bienestar general.

6. Tener una visión del mundo y de la política exterior de la República Argentina[49]

Las relaciones exteriores son competencia exclusiva del Poder Ejecutivo, con la participación del Congreso.

Sin embargo, los jueces federales, y la Corte en particular, tienen un rol relevante en la aplicación de los tratados, especialmente en las últimas décadas a partir de la participación de la Argentina en el sistema interamericano de derechos humanos. La Corte ha hecho uso de las normas de los tratados y hasta creado o incorporado un control de oficio de la “convencionalidad”, discutible en tanto rompe la regla del contradictorio y de la potestad de las partes para limitar los alcances de la controversia.

Por otro lado, la tendencia a ampliar los temas judiciales reiteradamente mencionada en este texto se ha extendido hasta a la declaración de inconstitucionalidad de un tratado, modificando la política de relaciones exteriores decidida por el Poder Ejecutivo, una situación que en países como los Estados Unidos hubiera sido escandaloso.[50] 

También la Corte interviene en las extradiciones, si bien la última palabra es del Poder Ejecutivo.

Por fin, el derecho aduanero y los temas que hacen al comercio internacional son derecho federal por lo que la Corte tiene la palabra final en los casos que se susciten.

Como se ve, también en esto deberá prensar nuestro presidente al seleccionar su candidato.

7. Final: el concepto del derecho y la conducción corporación judicial 

Creo que han quedado enumeradas las principales funciones políticas.

Advierto sobre un tema soslayado en este texto y el debate jurídico local. Me refiero a cuál es la filosofía o el concepto del derecho que adoptó la Corte en sus diversas integraciones para resolver los casos, o, si se quiere, los “casos difíciles”.

Esto es si adopta una postura netamente positivista de respeto de la voluntad del legislador y, en ese caso, en base a su texto o intención, y en este último supuesto si remite a las expresiones históricas de los constituyentes, la infiere o la actualiza. O, si los jueces aplican valores, si los que extraen del sistema jurídico, de sus propias convicciones o de una racionalidad objetiva, o de fuente teológica. En estos últimos supuestos, si los ponen de manifiesto o los encubren en el texto de las normas legales o constitucionales, o en sus propios precedentes. Creo que no sería posible encontrar una respuesta fácil, y que habría que dar una respuesta para “cada” Corte. Tal vez, para cada fallo.

Tampoco debería descuidar el presidente que la Corte dejó de ser solo un tribunal de derecho. En un proceso que tal vez sea ajustado afirmar que nace en 1930 ha ido adquiriendo peso no solo político -aspecto largamente tratado- sino también burocrático y administrativo, y de conducción de la llamada corporación judicial. Fundamentalmente a partir de los años ’90 la Corte comenzó a crecer en personal, oficinas no directamente vinculadas al estudio de los casos al punto de que la Convención de 1994 estableció un programa político según el cual los jueces solo debían dictar sentencias, y para eso -entre otras funciones- creó el Consejo de la Magistratura.

El plan del constituyente de 1994 fracasó en este aspecto y la cláusula que lo consagra es letra muerta a partir de que desde el inicio del siglo XXI. La Corte recuperó y amplió sus recursos económicos al punto de que puede ahorrar las partidas que no ejecuta, lo que le permitió conformar un poder financiero extraordinario, ampliar aún más su personal y con la ayuda -consiente o por error- de los órganos políticos sumar competencias y organismos (como la DAJUDECO), asumir las funciones que el constituyente pensó para el Consejo de la Magistratura, ejercer una fuerte influencia sobre ese organismo y transformarse en la cabeza indiscutida del estamento o corporación judicial, lo que configura un grupo de poder nada desdeñable.   

Quedan estos puntos, como tantos otros, pendiente su estudio. Pero no por pendiente dejaríamos de advertirle al presidente imaginario que, también ahí, sería bueno que ponga un ojo.  

VII.

Final: perfiles de jueces en la Corte: ¿juristas o políticos? ¿filósofos o estadistas? ¿técnicos?

Incidencia para la designación del plan de gobierno del presidente elector y del programa de mediano plazo de consenso social

1. El presidente ya reflexionó sobre la Corte, sus funciones constitucionales y su actuación de hecho. Escuchó a sus asesores sobre qué temas tratará, qué controversias resolverá, qué debería no hacer -según algunos- pero igual hacen, y hasta tal vez leyó estas líneas si no cayó en el aburrimiento mucho antes. Ahora sí, puede pasar al momento de seleccionar a la persona que designará e integrará el Tribunal si las dos terceras partes de los senadores presentes le dan el acuerdo.

Antes de pensar en hombres o mujeres concretas, deberá decidir qué perfil busca.

¿Un político o un jurista? ¿Un filósofo o un estadista?

Todos los modelos son válidos, depende de cómo está conformada la Corte, cuáles son las necesidades de la sociedad y del gobierno, y, fundamentalmente, cuál es el programa político del presidente que, como estadista, debe tener una visión a mediano y largo plazo.

Hubo muchos jueces que provenían de la actividad política, independientemente de sus cualidades como abogados. Abundan en el siglo XIX. El doctor Figueroa Alcora a principios del siglo XX ocupó la presidencia de los tres poderes, una carrera asombrosa (con algún acto institucional que hoy resultaría difícil de calificar como democrático). Actualmente, el juez Juan Carlos Maqueda, que integra la Corte desde hace más de veinte años, designado por Eduardo Duhalde, antes tuvo una extensa trayectoria como diputado, ministro en la provincia de Córdoba y senador, habiendo presidido el Senado. En los últimos tiempos, el juez Carlos Fayt también había desarrollado actividad partidaria.

Creo que sería un error considerar a los políticos como personajes ajenos a la actividad jurídica. Tienen a su cargo, tal vez, la más importante: crear el Derecho.

La identificación de la actividad jurídica con lo judicial tiñe no solo la percepción general, pero también la de los filósofos del derecho, cuyo punto de vista se centra demasiado, a mi juicio, en lo judicial.   

Muchos otros tuvieron actividad política, pero su trayectoria estaba conformada por tareas en el ámbito judicial o el ejercicio de la abogacía y la actividad académica. Pienso en Julio Oyhanarte, entre tantos otros.

2. Dentro del rubro de los jueces que su desempeño previo proviene de judicial abundan los ejemplos. Hay un caso singular, y es el del juez Esteban Imaz, designado por Arturo Frondizi. Imaz era secretario de la Corte y un profundo conocedor de la doctrina y práctica del Tribunal[51], autor de un libro casi canónico El Recurso Extraordinario junto con el doctor Ricardo Rey.

La designación de un secretario de la Corte por parte del presidente parecería suponer la intención política de reforzar una mirada técnica por parte del Tribunal de los asuntos a resolver, probablemente aconsejado por alguno de los jueces de esa época de fluido diálogo con Arturo Frondizi.

3. El Derecho puede ser abordado desde muchos ángulos y la función de Corte puede ser bien cubierta tanto con políticos como con juristas. Depende de qué Corte necesita el país conforme al programa de gobierno.

Por ejemplo, un país en guerra necesitará una Corte que acompañe ese esfuerzo gigantesco que demanda una campaña bélica.

Un país con bolsones de racismo o discriminaciones, con una legislación que convalida o no ayuda a evitarla, tal vez necesite una Corte activista que, a la manera de la Corte Warren, coloque en la agenda la modificación de esa legislación fallando en contra de su validez constitucional. Referí antes que la Corte designada por Alfonsín tuvo esa actitud de promover el respeto por la autonomía al sentenciar la inconstitucionalidad de la prohibición del divorcio o de la tenencia de drogas para uso personal, luego de un período oscuro de gran represión política y social por la dictadura militar.

También jugó un rol decisivo de apoyo a las políticas del gobierno de Alfonsín -expresando una clara voluntad popular- en materia de juzgamiento a las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, tanto al convalidar el juicio a la Juntas en todos los aspectos en los que fue cuestionado, como al declarar la validez de las decisiones políticas de poner límite a esos juzgamientos con la ley de obediencia debida.

Similar consideración corresponde para la Corte surgida de las designaciones de Néstor Kirchner luego del juicio político y las renuncias de algunos integrantes de la Corte de los años noventa, presidida por Julio Nazareno, que se unieron a los jueces Petracchi y Maqueda y convalidaron la invalidación de esa misma ley de obediencia debida y la validez de la continuación de los juicios a los represores, ahora respecto de los que, justamente, por aplicación de esa ley, habían eludido el juicio y el castigo.

La Corte, con diferentes integraciones, acompañó las decisiones políticas en un tema tan grave. Alguno puede señalar contradicciones. Personalmente tiendo a ver una continuación, como una obra colectiva del pueblo y su dirigencia durante cuatro décadas para construir el ideal de verdad y justicia, de acuerdo a las posibilidades de cada momento histórico.  

4. En suma, tal vez lo más importante a los efectos de la elección presidencial es que el titular del Ejecutivo tenga una idea clara de las funciones de la Corte y, de suyo,  un  programa de gobierno y proyecto de país, que sea compartido por la comunidad política y el pueblo. Es ahí donde la exigencia de la conformidad de las dos terceras partes del Senado tiene sentido.

Luego, dependerá de su talento acertar en la elección de la persona que integrará la Corte Suprema.


[1] Abogado especializado en derecho constitucional y comercial

Autor de tres libros y diversas notas sobre estas materias.

Secretario Parlamentario de la Cámara de Diputados de la Nación (2005-2011).  

[2] Hace casi un siglo, el excelente Juicio Político, de Vicente Gallo. Algunas notas de Emilio Ibarlucía. Escribí algunos textos sobre el tema (Controles Constitucionales Sobre Funcionarios y Magistrados, Depalma, 1997, La Corte Suprema y su intervención en el juicio político parlamentario, ED-Constitucional, 14.05.2005, p. 4 y ss.; Id SAIJ: DACF070003). Para el que quiera estudiar el tema le aconsejo buscar los debates parlamentarios. Encontrará intervenciones de Montes de Oca, Joaquín V. González, Parry, Roca, Juan B. Justo, etc. breves y excelentes, y muy buenas defensas técnicas, algunas pintorescas. Ya en años recientes, no puedo no coincidir con las de Alberto Balestrini, Sergio Acevedo y Ricardo Falú, con quienes tuve el honor de trabajar.   

[3] Este paradigma del derecho como un saber técnico reservado a especialistas es alentado de hecho por los abogados y jueces al usar un lenguaje complejo y extender los textos innecesariamente. Hace medio siglo era extraña una sentencia de la Corte de más de veinte o treinta páginas. Hoy es habitual sentencias que rondan entre las cincuenta y cien. Esa extensión dificulta encontrar el argumento central de la decisión aún al experto -y, a veces, hasta a la misma Corte- para identificar su línea de doctrina. Además, desalienta por completo al común de la gente, incluso a la que tiene un fuerte interés en los asuntos públicos. Lo que conlleva a la postre un fuerte contenido antidemocrático.     

[4] Hay excepciones. Seguramente Arturo Frondizi conocía a Julio Oyhanarte, Raúl Alfonsín a Genero Carrió, Carlos Menem a Julio Nazareno, Eduardo Duhalde a Juan Maqueda y que Néstor Kirchner sabía quién era Raúl Zaffaroni. Pero creo que de ordinario se da lo que describí.  

[5] Decreto 222/2003.

[6] Dice el artículo 2 de la ley 27 que el Poder Judicial “Nunca procede de oficio y sólo ejerce jurisdicción en los casos contenciosos en que es requerida a instancia de parte.

[7] Las críticas en los últimos años son a veces furiosas desde lo político, pero creo que no se logra conformar un debate crítico que fructifique, porque la respuesta es del sector político que cree verse beneficiado por el fallo, que emite una contestación con igual carga de furia. No digo que no tenga contenido, sino que carece de sutilezas y que los contendientes no muestran interés por escuchar el argumento del otro para considerarlo y aun rebatirlo. En el ámbito académico la discusión es casi nula, el consenso mayoritario es elogioso al punto de rozar el dogmatismo.

[8] Y hasta puede haber un manto de dudas sobre la validez de esa práctica. Pero no voy a analizarlo acá. .

[9] El Código de Comercio argentino, redactado por el jurista uruguayo Acevedo y el argentino Vélez Sarsfield prescribía en sus declaraciones preliminares: “… III. Se prohíbe a los jueces expedir disposiciones generales o reglamentarias, debiendo limitarse siempre al caso especial de que conocen. IV. Sólo al Poder Legislativo compete interpretar la ley de modo que obligue a todos. Esta interpretación tendrá efecto desde la fecha de la ley interpretada; pero no podrá aplicarse a los casos ya definitivamente concluidos.”.

La regla fue tomada por Francia en el Code, aun vigente en su artículo 5: “Il est défendu aux juges de prononcer par voie de disposition générale et réglementaire sur les causes qui leur sont soumises.” (Création Loi 1803-03-05 promulguée le 15 mars 1803. https://www.legifrance.gouv.fr/codes/section_lc/LEGITEXT000006070721/LEGISCTA000006089696/#LEGISCTA000006089696). Una traducción posible es: “Queda prohibido a los jueces pronunciarse por vía de disposición general y reglamentaria sobre las causas que se les sometan”.

¿La sustitución de ese código por el actual Código Civil y Comercial debe considerarse la abrogación de esta regla? No me parece, porque a mi modo de ver es una norma constitucional inherente al régimen republicado. Decía Montesquieu que quien hace la norma no puede ser quien la aplica (El Espíritu de las Leyes, XI, VI; también ver Baudry Lacantitinerie, Traité théorique et pratique de Droit Civil, París, 1902, I, parag. 233s).

La regla corresponde a una antigua tradición, pues no es extraño que el poder político como legislador tenga la (vana, dice Alf Ross) esperanza de preservar su obra de miradas diferentes y hasta haya prohibido la interpretación de la ley o reconocer a los jueces como creadores del derecho.

Justiniano prohibió decidir de acuerdo con el precedente: non exemplis, sed legibus judicandum est (Codex 7, 45, 13 cit. por Ross, Alf, Sobre el derecho y la justicia, traducción de Genaro Carrió, Eudeba, Buenos Aires, 1963, p. 83,). Ross dice que similares normas hay en el Código Prusiano de 1794 y que, en Dinamarca, luego de aprobado el código en 1683 se prohibió a los abogados citar precedentes ante la corte suprema, lo que fue dejado de lado en 1771.

Según Savigny el acta de promulgación del Digesto del año 533 refiere a la prohibición de la interpretación literaria y lo completa así: “Los libros, y sobre todo los comentarios sobre las leyes, están prohibidos. Cuando haya duda sobre el sentido de una ley, los jueces deben someterla a la decisión del emperador, que es el solo legislador y el solo intérprete legítimo” (Sistema de Derecho Romano Actual, edición en español, Madrid, 1878, t. I p. 205).

[10] En ciertas situaciones esa doctrina es errada y resulta contraria a la idea constitucional, por ejemplo, si viola la prohibición de delegación de facultades constitucionales de la Nación en las provincias y viceversa.

El tema merece tratamiento aparte, lo mismo que la idea y práctica de tratados entre la Nación y una provincia o CABA como si fueran partes privadas en igualdad de condiciones transando derechos, o estados soberanos regidos por reglas análogas al derecho internacional. El concepto del “federalismo de concertación” fuera de las reglas que la misma Constitución prevé para que las provincias y el gobierno federal pacten es, a mi juicio, inconstitucional si, por ejemplo, el pacto se realiza sustituyendo el ejercicio por el Congreso de las atribuciones que le son propias.

[11] Dice el artículo 5 de la ley 27 de 1862 respecto de la Justicia Nacional: “No interviene en ninguno de los casos en que, compitiendo ese conocimiento y decisión a la jurisdicción de Provincia no se halle interesada la Constitución ni ley alguna Nacional.

[12] Entre los disparates en casos políticos ver, entre otros, “Pucci” Fallos 243:306, “Spangemberg” Fallos 256:54.

[13] Sí estaba prescrito en el artículo 95 de la Constitución de 1949, insólitamente abrogada por el famoso bando militar.

El stare decisis tiene origen anglosajón. Es interesante la descripción que realiza Alf Ross del modelo anglosajón y su evolucionó desde el siglo XIII. Comenzó con la recopilación de precedentes en colecciones de fallos que se utilizaban con fines prácticos, pues los jueces no consideraban estar obligados por sus razones, consolidándose recién en los siglos XVII y XVIII, para quedar definida en el siglo XIX la doctrina del stare decisis que describe así: a) un tribunal está obligado por las decisiones de tribunales superiores y, en Inglaterra, la Cámara de los Lores y el Tribunal de Apelaciones están obligados por sus propias decisiones; b) toda decisión relevante de cualquier tribunal es un argumento con autoridad suficiente para que se lo tome respetuosamente en cuenta; c) una decisión solo es obligatoria respecto de la ratio decidendi; y d) el precedente no pierde vigencia por el paso del tiempo, pero los viejos no se aplican a situaciones modernas.

Sin embargo, Ross señala que no es claro en qué medida los jueces anglosajones se sienten más obligados por el precedente que sus colegas de Europa continental. Pues la libertad de los jueces igual se evidencia en los cambios que van produciéndose en el derecho. Los cambios pueden explicarse porque como lo obligatorio es la ratio decidendi y no las palabras del juez del precedente o el dictum de la sentencia, se requiere una actitud interpretativa que otorga considerable libertad al juez. Y también porque esa actitud interpretativa es extensiva a las circunstancias fácticas. Extraer la ratio decidendi de un fallo es una actividad interpretativa compleja y sutil que permite una importante actividad creadora por el juez. Y esto es lo que hace posible la evolución del derecho.

Parecería que Ross cree que la doctrina del stare decicis es solo una ilusión que oculta la libre función creadora del derecho por los jueces transmitiendo la impresión engañosa de que las decisiones están determinadas por un conjunto de reglas objetivas. Ver: Sobre el derecho y la justicia, traducción de Genaro Carrió, Eudeba, Buenos Aires, 1963, pp. 82-88.

[14] El “debate” continúa en los tribunales, pero por medio de una metodología elitista, bilateral, con reglas formales y sacramentales, limitado a los legitimados que, además, deben actuar con la intervención obligada de un profesional rentado de formación universitaria (los abogados) y con un tercero superior a las partes (el juez). Es decir, que no atiende de ningún modo a las necesidades de un debate abierto, robusto y desinhibido como exige la sociedad democrática, por más que se publiquen edictos, se hagan audiencias o se invite a los “amigos del Tribunal” a opinar.

[15] Citado por Alexander Bickel en La Rama Menos Peligrosa, FCE, México, 2020, p. 38 (traducción de The Least Dangerous Branch, The Supreme Court in the Bar of Politics, 1962).  

[16] Hay normas en las leyes de defensa del consumidor y del ambiente. En este último caso, no parece que los políticos hayan reflexionado demasiado sobre las consecuencias de lo que sancionaron.

[17] Ver la nota del doctor Lozano que se cita en el capítulo referido al caso “Halabi”.

[18] Los casos de defensa de la competencia colocan en muchos casos al Tribunal en el problema no solo de la indivisibilidad del derecho que se invoca (argumento de Petracchi y Argibay en “Halabi”, aun cuando discutible en ese caso), sino que, aun cuando pudiera solo beneficiar al actor al remover a su respecto la práctica contraria a la competencia, ello ocasiona a veces que, lejos de generar una mayor transparencia en el mercado, lo que se logra si se limita al accionante el efecto de la sentencia, es aumentar la distorsión, pues persiste la afectación general y el actor se transforma en un privilegiado.

[19] Es discutible para analizar con detenimiento si las extensas consideraciones realizadas y reglas allí establecidas fueron luego aplicadas estrictamente en los casos posteriores.

[20] El decreto 375/2005 de abril de 2005 suspende el decreto reglamentario 1563/2004 de noviembre de ese año. La ley había sido sancionada en diciembre de 2003. La sentencia de Corte en “Halabi” es de febrero de 2009.

[21] Por ejemplo, si esta hubiera dispuesto que el Poder Ejecutivo sería ejercido por el primogénito varón del anterior gobernador, entre muchos otros supuestos que justificada abrogar una Constitución local que no cumpliera los requisitos del artículo 5 de la Constitución Nacional.

[22] Los argumentos son discutibles, pero no es de interés para este estudio.

[23] Thayer, James Bradley, The Origin and Scope of the American Doctrine of Constitutional Law, Harvard Law Review, t. 7, 3 (25.10.1893) pp. 129-156, leí la traducción de Mariano Vitetta “Origen y alcance de la doctrina estadounidense del Derecho constitucional”.

[24] Personalmente creo razonable la solución política dada por la Corte. También advierto la inexistencia de legitimación activa. ¿Son compatibles ambas afirmaciones? Es uno de los dilemas que este texto trata de exhibir, sin pretender dar la solución.  

[25] La obligación de las empresas de soportar los costos no parece un derecho del cual el actor, un abogado, pudiera sentirse agraviado. Ni un asunto dirimible sin la intervención de las empresas.

[26] La Cámara Federal había afirmado que la legitimación del actor «no excluía la incidencia colectiva de la afectación a la luz del 2° párrafo del art. 43 de la Constitución Nacional» por lo que la sentencia dictada en tales condiciones debía «… aprovechar a todos los usuarios que no han participado en el juicio».

[27] De lo mucho que se ha escrito recomiendo la nota del doctor Luis F. Lozano, A propósito del fallo “Halabi”, La Ley 27.11.2009, LL 2009-F , 777. El doctor Lozano elogia que la Corte fije reglas procesales generales, sustituyendo al Congreso que declara en mora (y sigue en mora, tácitamente delegando competencias legislativas en los jueces). Como bien señala, la Corte no las aplica al caso, sino solo en lo que respecta a los efectos de la sentencia que abarca a todos los ciudadanos que no fueron parte del juicios (es decir, todos, menos el doctor Halabi). Fuera de esto, los comentarios sobre los conflictos que la doctrina sentada por la Corte abre es excelente.

[28] En Fallos 333:1023 “Thomas” la Corte refirió a “Halabi”, así: “La sentencia dictada por esta Corte en el mencionado caso «Halabi» como no podía ser de otro modo no ha mutado la esencia del control de constitucionalidad que la Ley Suprema encomienda al Poder Judicial de la Nación en los términos señalados precedentemente, para convertirlo en un recurso abstracto orientado a la depuración objetiva del ordenamiento jurídico que es ostensiblemente extraño al diseño institucional de la República.

En esa sentencia, el juez Petracchi además dijo: “… esta Corte ha concluido que el citado art. 43 reconoce como legitimados sólo al defensor del pueblo y las asociaciones que propendan a los fines indicados por la norma (causa S.942.XLV «San Luis, Provincia de c/ Estado Nacional s/ amparo», sentencia del 2 de febrero de 2010).

[29] En lo formal, “Halabi” presenta otro problema. El grupo que el actor representaba a criterio de los jueces no agotaba necesariamente a la totalidad de los ciudadanos. Reitero que a mi modo de ver el Congreso no votó una ley que autorizara semejante intromisión en la privacidad, pero aun si lo hubiera hecho, puede existir un universo (minoritario) que crea que la ley -aun en esa disparatada extensión- contribuye a su seguridad y que está dispuesto a resignar su privacidad. Personalmente jamás lo admitiría, pero la posible existencia de un grupo (si se quiere parodiarlo, paranoico) que suponía que la ley lo amparaba, tenía derecho a por los menos intervenir en el juicio y se oídos.

[30] ¿Otro caso para Thayer? Probablemente.

[31] Este es otro tema para desarrollar extensamente. El artículo 120 de la Constitución ordena que el Ministerio Público defienda la legalidad. No la constitucionalidad. Pero en la práctica no es raro que los fiscales opinen que una ley es inconstitucional.    

[32] La posibilidad de que en un proceso se demande la derogación de una ley (reitero y subrayo, un supuesto prima facie excluido de las competencias de los jueces conforme a la interpretación tradicional de la Constitución) y, para peor, sin que en ese proceso judicial se integren aunque sea simbólicamente a todos los interesados y el Estado o Gobierno que asume la condición de demandada no defiende la legalidad sino que consiente la pretensión demandada, lleva a situaciones no ya paradójicas sino absurdas. Son ficciones de procesos, pero con consecuencias institucionales y normativas graves. Cito dos ejemplos. Uno es el caso donde se cuestionó la validez de un tratado suscrito con Irán y ratificado por el Congreso. Sin ingresar en el mérito político o diplomático del pacto o su contenido, allí el Poder Judicial, sustituyó al Poder Ejecutivo y al Congreso en el manejo de las relaciones exteriores. Difícilmente eso hubiera sido defendido por los constitucionalistas clásicos y menos aún habrían podido encontrar apoyo, por ejemplo, en la práctica constitucional de los Estados Unidos y la jurisprudencia de su Corte. Otro fue el consentir alguna sentencia o medida cautelar que permitía a una jueza permanecer en el cargo luego de cumplir los 75 años que la Constitución fija como límite, en lugar de requerir el segundo acuerdo si el Poder Ejecutivo pretendía la permanencia de la jueza.

[33] Copio un párrafo del considerando 9: “En estas situaciones excepcionalísimas, en las que se denuncia que han sido lesionadas expresas disposiciones constitucionales que hacen a la esencia de la forma republicana de gobierno, poniendo en jaque los pilares de la arquitectura de la organización del poder diagramada en la Ley Fundamental, la simple condición de ciudadano resultaría suficiente para tener por demostrada la existencia de un interés «especial” o «directo”. Ello es así ya que, cuando están en juego las propias reglas constitucionales “no cabe hablar de dilución de un derecho con relación al ciudadano, cuando lo que el ciudadano pretende es la preservación de la fuente de todo derecho. Así como. todos los ciudadanos están a la misma distancia de la Constitución para acatarla, están también igualmente habilitados para defenderla cuando entienden que ella es desnaturalizada, colocándola bajo la amenaza cierta de ser alterada por maneras diferentes de las que ella prevé” (Fallos: 317:335 y 313:594, disidencias del juez Fayt)”

El considerando 12 dice: “Que esta interpretación no debe equipararse a la admisión de la acción popular que legitima a cualquier persona, aunque no titularice un derecho, ni sea afectada, ni sufra perjuicio. En abierta contradicción a ella, la legitimación en este caso presupone que el derecho o el interés que se alega al iniciar la acción presentan un nexo suficiente con la situación del demandante, y aunque no se requiere que sea suyo exclusivo, resulta evidente que el Colegio -en su carácter de persona jurídica de derecho público con la categoría de organismo de la administración de justicia (art. 17 de la ley 5233)- será alcanzado por las disposiciones impugnadas a menos que por medio del recurso extraordinario federal se evite el eventual perjuicio denunciado.

[34] Creo que esta doctrina identificaría un período de la Corte donde fue determinante la incidencia del juez Lorenzetti.

[35] La ley luego fue atacada por el Grupo Clarín que logró su suspensión judicial por años, medida poco justificable, y luego fue convalidada por mayoría por la Corte (Fallos 336:1774). En esa mayoría destaco el, a mi juicio, excelente voto del juez Petracchi. Hubo también un amplio debate en la Corte con audiencias públicas.

La discusión constitucional de fondo era si podía haber normas para evitar las prácticas anticompetitivas en un determinado sector de la economía o mercado. Opino que la Constitución admite que el Congreso, si así lo considera adecuado, legisle ciertas reglas antimonopólicas para una rama de la economía (ej. la industria metalúrgica) y otra para otras (ej. los medios de comunicación).

[36] Ocupaba el cargo de Secretario Parlamentario de la Cámara de Diputados durante el trámite. Y colaboré con el servicio jurídico de la Cámara en la elaboración del recurso extraordinario contra la sentencia de la Cámara Federal que confirmó la cautelar y que la Corte revocó. Por ello, no soy imparcial en la consideración sobre la regularidad de la sanción y el mérito de la acción judicial que lo cuestionó, pero intento ser objetivo.

[37] Uso de intento la referencia para poder recordar la brillante frase de Learned Hand, que en una reflexión sobre la Corte no puede faltar: “Yo pienso que sería extremadamente molesto ser gobernado por un grupo de Guardias Platónicos, aun si supiéramos cómo elegirlos, lo que yo con toda seguridad no sé. Si ellos estuvieran a cargo del gobierno, yo perdería el estímulo de vivir en una sociedad en la que yo tuviera, al menos teóricamente, alguna parte en la dirección de los asuntos públicos. Por supuesto, yo sé qué ilusoria sería la creencia de que mi voto determina algo; pero al menos cuando voy a las urnas tengo la satisfacción en el sentido de que todos estamos participando de una empresa en común. Si usted replica que la oveja de una manada puede tener el mismo sentimiento, yo replicaría como San Francisco: ‘Mi hermana, la Oveja’”. La cita en Nino, Carlos, Fundamentos de Derecho Constitucional, Buenos Aires, Astrea, 1992, p. 685. 

[38] Firman la sentencia solamente los jueces Lorenzetti, Maqueda y Highton. Una mayoría ajustada. Pero no parece que con la integración posterior a 2015 vaya a ser modificado el criterio, o que el Estado insista en el uso del recurso.  

[39] Cuya función primordial, a mi juicio, es esta de establecer la preminencia del derecho federal por sobre el local. No ser una prescripción análoga a la pirámide de Kelsen. Visto de este modo las normas del artículo referido ordenan claramente la función que estoy describiendo.

[40] Prólogo de Historia del orijen, formación y adopción de la Constitución de los Estados Unidos, por Jorje Ticknor Curtis, Buenos Aires, Imprenta del Siglo, 1866.

[41] Papeles Legales Compilados, 1920, parág. 295-296; cit. por (Bowie, Robert y Friedrich, Carl, Studies In Federalism, traducción de Susana Barrancos, Estudios Sobre Federalismo, Buenos Aires, EBA, 1958,. pp. 361-380

[42] Ver los casos “El Práctico” y “Santa Fe c/Estado Nacional”, ambos del 24 de mayo de 2011.

[43] Más allá de que, en ese caso, opino que la competencia había sido incorrectamente ejercida por el Poder Ejecutivo. Pero la cautelar se fundó en la falta de facultades del gobierno federal. Es decir, que aun correctamente ejercida, le hubiera sido negada.

Un comentario con reflexiones interesantes en: Urdampilleta, Mariana, Nuevas Reflexiones sobre el caso “Provincia de Entre Ríosc. Estado Nacional” en La Ley – Suplemento Administrativo, Febrero 2002, N° 01.

[44]  Ley 26.147, sancionada con quórum estricto.

[45] Entre ellas, “Canicoba Corral c/Acevedo” de Fallos: 336:1148, donde se sancionó al demandado con la obligación de indemnizar al juez actor que se sintió agraviado por una fuerte crítica del entonces gobernador a su desempeño. El fallo fue por mayoría de cuatro votos contra tres disidentes. Es difícil de explicar la decisión de la mayoría con arreglo a las doctrinas anteriores y posteriores de la Corte en materia de libertad de expresión. Actualmente es objeto de revisión en el sistema interamericano de derechos humanos. No soy neutral por haber patrocinado al demandado.    

[46] Sobre este último aspecto, un ciudadano de la provincia de Buenos Aires y una ONG se presentaron ante la Corte en instancia originaria planteando la discriminación que sufren los habitantes de la provincia de Buenos Aires en la Cámara de Diputados de la Nación pues son subrepresentados por efecto de la ley de facto sancionada por el dictado Bignone en 1981. La Corte rechazó la demanda in limine luego de un extenso período de consideración, aun con dictamen de la Procuración General favorable a correr traslado de la demanda y una muy interesante disidencia del juez Maqueda. La sentencia está registrada en Fallos: 344:603, “Sisti”.

No soy neutral al analizar el caso. La demanda fue patrocinada por el doctor Hernán Gulko. El doctor Torcuato Sozio como presidente de ADC gestionó la presentación que se realizó en base a una idea de los doctores Enrique Paixao y Alberto Ferrari Etcheverry.

Su procedencia sería pasible de alguna de las críticas sobre legitimación y existencia de caso. Pero la gravedad de la subrepresentación y la violación del principio “una persona un voto” pone en cuestión la calidad de la representación democrática, que es, en suma, una de las bases esenciales de la legitimidad de todo el sistema jurídico y político. El tema debería ser tratado por el Congreso con urgencia.    

[47] Basta releer a Borges (El Idioma Analítico de John Wilkins, “Otras Inquisiciones”).

[48] Oyhanarte, Julio, Historia del Poder Judicial, Todo es Historia Nro. 61, 1972. En “Recopilación de sus Obras”, M. Oyhanarte, Buenos Aires, 2001, pp. 14 y ss.

[49] Debo al doctor José Pedro Bustos la consideración de este punto.

[50] Entre muchos otros, ver SC USA Zivotofsky v. Kerry, 576 U.S. 1 (2015).

Durante el gobierno de Cristina Fernández el Poder Ejecutivo suscribió un tratado con Irán con relación a la investigación del brutal atentado terrorista contra la sede de la AMIA. El tratado, cualquiera fuera su mérito, fue aprobado por el Congreso. Luego, fue declarado inconstitucional por un juez y el Gobierno, ya presidido por Mauricio Macri, consintió la sentencia. A mi modo de ver, el Poder Judicial no tiene competencia para intervenir en las relaciones exteriores juzgando el mérito de los tratados. Y si el Presidente Macri consideraba que el tratado era inválido, inconveniente o inoportuno, tenía la competencia constitucional -y el deber político si así lo creía- de denunciarlo. Consentir una sentencia no es la solución de un estadista.  

[51] Salvando distancias de tiempos y estilos, ¿podría haber una analogía si se analizara la designación del doctor Cristian Abritta, importante secretario de la Corte de las últimas décadas?

La elección de un secretario talentoso es también una opción política. Conlleva la decisión de valorar el conocimiento de la jurisprudencia e historia reciente de la Corte y buscar un saber técnico. Obviamente, no quita que el elegido sostendrá también sus valores al ejercer la función.        

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